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Prólogo Jueves

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No era lo mismo sin el perro. Maurice era un poco capullo, eso seguro. Mitad carlino, mitad Dios sabe qué, solía acabar lleno de mierda de vaca hasta el cuello en sus paseos diarios por el campo. Se había pasado casi toda la vida intentando tirarse a los postes de las vallas, montículos de hierba y desconcertadas ovejas que se cruzaban en su camino, incluso cuando rozaba los catorce años y tenía el pelaje más gris que negro. Roger Carver se había pasado la mayor parte de aquellos paseos gritando al perro, rescatándolo o llevándolo a casa porque se le cansaban las patitas. Maurice había sido un auténtico quebradero de cabeza…, pero daría lo que fuera por tenerlo de nuevo junto a él.

Roger suspiró con un poco más de dramatismo de lo que pretendía. La brisa vespertina venía a rebosar de polvo y los rastrojos del maíz recién recolectado crujían bajo sus botas. A la izquierda, el campo se extendía a lo largo de varias hectáreas, luminoso y amplio, como si suspirara aliviado por que le hubieran quitado un peso de encima. A la derecha se encontraba el bosque, oscuro y antiguo, con árboles resplandecientes de tonos naranjas y marrones. El otoño había llegado y estaba totalmente asentado. Aquel año sería frío. Había vivido en aquel lugar del mundo el tiempo suficiente para saber evaluar las estaciones, incluso en el impredecible clima de East Anglia.

—No te estás divirtiendo, ¿verdad? —dijo Sally, media docena de pasos detrás de él.

Parecía una acusación y, cuando observó por encima del hombro su expresión agria, supo que eso era justo lo que pretendía. Sintió una descarga repentina de rabia, quizá incluso de odio, pero se la tragó. Por instinto, buscó al perro y sintió ese conocido y demoledor martillazo en el corazón al recordar que Maurice no estaba allí, que nunca volvería a estarlo.

«Capullín estúpido».

—Estoy bien —dijo, consciente su propia pasivo-agresividad.

—Sí, estás bien —replicó con sarcasmo—. Siempre lo estás.

¿Cómo habían llegado Sally y él a ese punto? Solo llevaban juntos siete años. Estaba claro que no era tiempo suficiente para que las raíces de su relación se descompusieran. Ambos eran jóvenes (él había llegado a los treinta y cinco hacía un par de meses y a ella le quedaban unas semanas para cumplirlos), con buenos trabajos y sin niños (ni deseos de tenerlos). El mundo era suyo y habían estado encantados de aceptarlo. Maurice había sido su único compromiso, el viejo perro era lo único que los limitaba. Ahora que ya no estaba, cualquier cosa era posible.

Al menos, según Sally.

—Mira —dijo—, tú mismo lo admitiste. Estaba sufriendo, le había llegado la hora.

Se acercaban al final del campo y la rugosidad de aquel suelo tan duro amenazaba con torcerles los tobillos. Más adelante, donde el terreno se cruzaba con el bosque, había unos escalones destartalados, y Roger sabía que en algún lugar estaban grabadas las palabras «Rog + Sal + Maurice para siempre» con la llave del apartamento de Sally cuando comenzaron a salir.

—Ya lo sé —dijo Roger—. Todo va bien. Ya te lo he dicho. ¿Qué quieres que diga? ¿Que has matado a mi perro?

Aquello se le escapó de la boca antes de que pudiera detenerlo, pero no había vuelta atrás. Oyó cómo Sally tomaba una bocanada de aire y se preparó para lo que vendría a continuación. Sin embargo, la chica no contestó y, cuando miró hacia atrás, se dio cuenta de que había dejado de caminar. El sol despedía sobre sus cabezas la luz suficiente para reflejarse en las lágrimas que se le acumulaban en los ojos y trazaban surcos en las sucias mejillas.

—¿Lo piensas de verdad? —preguntó.

Roger se encogió de hombros y carraspeó. Extendió la mano y se sujetó a los escalones. La madera estaba húmeda bajo su tacto.

—No —dijo—, pero insististe. No dejabas de hablar del tema. Podrían haberlo operado, y quizá habría vivido más años.

Sally negó con la cabeza y se rodeó el pecho con las manos con tanta presión que el abrigo blanco pareció una camisa de fuerza.

—Se estaba muriendo —respondió—. Nos lo dijo el veterinario. Pensé… No te obligué a hacerlo, creí que era lo que querías.

—Era lo que querías —dijo Roger—. Es lo que siempre has querido. Solo pensabas en deshacerte de él.

Esperaba justificaciones, disculpas o excusas, pero, en lugar de eso, la tristeza que le empapaba la expresión se convirtió en otra cosa.

—Que te den, Roger.

Dio media vuelta y se alejó mientras tropezaba con las botas de agua.

—¿Qué? —preguntó Roger, casi ahogándose con la palabra—. No, que te den a ti. ¡Zorra!

La dejó ir, subió las escaleras y atravesó los arbustos de espinos que crecían en el extremo más alejado. Dio tres pasos mientras avanzaba por el terreno, al mismo tiempo que el enfado le palpitaba en la cabeza con cada latido y hacía que el cielo bailara, antes de obligarse a parar.

—Joder —murmuró.

Estaba enfadado con Sally porque tenía razón. Maurice había estado a las puertas de la muerte. Sí, podrían haberlo abierto en canal y haberle extirpado las células cancerígenas suficientes para que siguiera viviendo, pero lo habría hecho con un dolor constante y habría necesitado medicación diaria (eso si hubiera sobrevivido a la operación y al periodo de recuperación). El pobre cabrón ya ni siquiera veía ni podía arrastrar las patas más de unos pocos metros. Había disfrutado de una vida increíble y Sally tenía razón: había llegado la hora de que se marchara.

En la distancia, oyó a Sally gritar de frustración. Esta vez no podía culparla. Se estaba comportando como un capullo.

—Joder —dijo una vez más, se giró y se esforzó por llegar de nuevo a los escalones—. ¡Sally! —gritó—. Sal, espérame, lo siento.

No había rastro de ella en el campo, lo que significaba que habría echado a correr. Roger la siguió mientras el terreno se desmoronaba con cada paso, dándole la impresión de que corría en un sueño en el que no llegaba a ninguna parte. Mantuvo los ojos en el suelo para recorrer el camino, observando la tierra con tanta atención que estuvo a punto de perderse el fogonazo blanco entre los árboles de la izquierda.

Se detuvo. El latido de su corazón era lo único que oía. Durante un segundo, pensó que lo había imaginado, pero escudriñó el bosque que bordeaba el campo y lo vio de nuevo. Un relámpago blanco en los árboles a la izquierda.

—¡Sally! —gritó.

¿Por qué narices iba por allí? No era exactamente un bosque, solo una franja de terreno antigua que se extendía desde el pueblo hasta Beccles, con árboles muy viejos que mantenían a raya las últimas luces del atardecer. La noche había llegado pronto al bosque y las sombras reptaban entre los troncos nudosos. Roger, con su chaqueta Barbour, se estremeció.

«Déjala», pensó, «ya entrará en razón».

Sin embargo, se había equivocado y, cuanto más tiempo pasara sin disculparse, más empeoraría la situación.

—¡Sally! —gritó mientras escalaba el pequeño terraplén y agarraba una rama. Se arrastró hasta la sombra de un monstruoso tejo y, al instante, el aire se volvió diez grados más frío. ¿Adónde había ido?

Sobrepasó las raíces con cuidado, pestañeó para quitarse el polvo de la cosecha de los ojos y trató de percibir algo entre la cambiante oscuridad. Entonces, vislumbró un fragmento de algo blanco que desapareció un instante después.

—Sé que lo querías —dijo Roger antes de que los árboles se tragaran sus palabras—. Él también te quería a ti. Perdona por lo que he dicho, todavía no lo he superado.

Su respuesta fue un susurro, o quizá su voz también resultara inaudible debido al apabullante peso de ramas y hojas sobre ellos. Roger dudó y miró hacia atrás. El campo parecía más lejos de lo normal; el día, demasiado oscuro. Nunca le habían gustado los bosques, sobre todo desde que, cuando era un niño, se había perdido en el de Thetford en una excursión del colegio. Había sido menos de una hora, pero, con nueve años, es tiempo más que suficiente. Nada le hacía sentir más pequeño que los árboles, nada le hacía sentir más vulnerable.

—Te diré una cosa —dijo, y se aventuró a seguir una vez más—. Salgamos de aquí. Vamos a tomarnos unas vacaciones e ir a algún sitio.

Una ramita se partió bajo sus pies con un sonido similar al de un disparo. El corazón estuvo a punto de explotarle y se llevó una mano al pecho.

—¿Sally?

Se oyó otro ruido más adelante, pero no parecía provenir de Sally. No era humano, sino un grave gruñido, como el de un perro, aunque más fuerte. Tal vez alguien había llevado a pasear a su mascota por el bosque. No era una ruta habitual, ya que apenas se habían encontrado con nadie en todos los años que llevaban atravesando el campo, pero siempre había nuevos inquilinos que se trasladaban allí gracias a las enormes mansiones en construcción.

Siguió adelante, usando los enormes troncos para estabilizarse a medida que el suelo se hacía más irregular. De vez en cuando, captaba un trozo del abrigo de Sally, cada vez más cerca. Estaba sentada, quizá tumbada. Deseaba que estuviera esperándolo. Tal vez se abrazarían, se disculparían el uno con el otro y volverían a casa. A lo mejor aquella ocasión sería el comienzo de algo nuevo entre ellos, una especie de libertad. Roger entró en un claro de luz con ese pensamiento y sintió una potente descarga de alivio, similar a la alegría. No duró.

Descendió por las raíces de otro árbol, tan gruesas como un torso, y, de repente, allí estaba. Al menos, parte de ella. Un brazo, envuelto en una tela blanca, sobresalía por detrás de una mata de helechos. Estaba retorcido y la mano se movía en el suelo como si le hiciera señas. Ahora que había dejado de andar, se percató de un sonido, algo húmedo, como de dientes masticando.

Abrió la boca para llamar a Sally, pero lo único que encontró en los pulmones fue polvo. Con una mano apoyada en el árbol, dio un paso a un lado, luego otro y, cada vez que lo hacía, más partes de su novia surgían ante él: el codo, el bíceps, el hombro, el cuello…

Al principio, no entendía qué le cubría la piel porque, debido a la oscuridad del bosque, parecía tinta. Sin embargo, al dar otro paso más, vio la sangre en la solapa del abrigo, tan luminosa y roja que parecía falsa. Y aquello fue lo primero que se le pasó por la cabeza; que no era real, que era un truco, una broma. Incluso cuando se acercó a trompicones hasta ella y le vio la cara, con los ojos abiertos, rogándole, desesperada, no podía creérselo; lo que estaba viendo era imposible.

Había algo sentado sobre ella, algo grande, encorvado, con el cuerpo cubierto de mechones de pelo apelmazado, tan oscuro que parecía hecho de humo y sombras. El bloque deforme de su cabeza se irguió durante un instante y olfateó el aire a través de los irregulares agujeros de su nariz. Entonces, hundió el hocico en el pecho de Sally hasta hacerla gruñir.

«¡No!».

Roger no había sentido tanto miedo en su vida. Era como si hubiera una criatura viva dentro de él, fría y oscura. Sally lo miró con la boca abierta, e, incluso en medio de la oscuridad del bosque, Roger comprendió las palabras que articulaba con los labios sangrientos: «Por favor».

Levantó un brazo y la criatura lo sujetó con una pata. Lo intentó de nuevo, como si esperara que Roger le fuera a tomar de la mano para tirar de ella.

No lo haría. No podía.

La criatura —un perro, seguro, un sabueso— levantó la cabeza de nuevo y miró entre los árboles. Sus ojos eran dos monedas de plata, en las que tan solo había hambre y muerte. Sin embargo, debajo de ellos, lucía una sonrisa casi humana. Olfateó el aire. Miró a Roger mientras Sally trataba de alcanzarlo con sus últimas fuerzas.

«Lo siento», dijo. Lo gritó en su mente con la esperanza de que ella lo oyera a pesar de su silencio, de que le daba la espalda, de que lo único que podía hacer era correr. «¡Lo siento! ¡Lo siento! ¡Lo siento!».

Perro malo

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