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DIEZ

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Hay brillo y tesoros en cada rincón de cada calle. Casas con techos de paja dorados y fantásticas farolas cuyas carcasas son más brillantes que su propia luz. Incluso la superficie del agua se ha teñido de color amarillo lechoso, y el aire es templado con el sol del mediodía.

Todo esto es demasiado: demasiado brillante, demasiado caliente, demasiado opulento.

Agarro la caracola que cuelga de mi cuello para estabilizarme. Me recuerda a mi hogar. Mi especie no le teme a su príncipe asesino, simplemente no puede soportar la luz. El calor que atraviesa el frío del océano y hace que todo sea más cálido.

Éste no es un lugar para sirenas, sino para nereidas.

Aguardo junto al barco del príncipe. No tenía la certeza de que estaría aquí —matar ha llevado al príncipe a tantos reinos como a mí—, y si lo estaba, sería incapaz de reconocerlo. Sólo cuento con los espantosos ecos de las historias para ir tras él. Cosas que he escuchado de paso de aquellas pocas que han visto el barco del príncipe y lograron escapar. Pero en cuanto lo vi en los muelles de Midas, supe que era él.

No es como las historias, pero tiene el mismo aire oscuro que describe cada uno de los relatos. Los otros barcos en el muelle son como esferas en lugar de barcos, pero éste lleva a la cabeza una larga punta afilada y es mucho más grande que cualquier otro, con un cuerpo como el cielo nocturno y una cubierta tan oscura como mi alma. Un buque digno de asesinatos.

Todavía estoy admirándolo desde las profundidades del agua cuando aparece una sombra. El hombre sube a la cornisa del barco y mira hacia el mar. Debería haber escuchado sus pasos, incluso desde las profundidades del agua. Sin embargo, de pronto está aquí, sosteniéndose con una mano a las cuerdas, respirando lenta y profundamente. Entrecierro los ojos, pero bajo el lustre del oro es difícil ver. Sé que es peligroso salir del agua cuando el sol todavía está muy alto, pero tengo que mirar más de cerca. Muy despacio, subo a la superficie y apoyo mi espalda contra el húmedo cuerpo de la nave.

Veo el brillo del escudo real de Midas en su pulgar y mojo mis labios.

El príncipe de Midas porta la ropa de la realeza de una manera negligente. Las mangas de su camisa están enrolladas hasta los codos y los botones del cuello están desabrochados para que el viento pueda alcanzar su corazón. No parece mucho más viejo que yo, pero sus ojos son duros y curtidos. Son ojos de inocencia perdida, más verdes que las algas marinas y en búsqueda constante. Incluso el océano vacío es presa para él, y lo observa con una mezcla de sospecha y maravilla.

—Te he echado de menos —le dice a su barco—. Apuesto a que me extrañaste también. Lo encontraremos juntos, ¿no? Y cuando lo hagamos, mataremos a cada maldito monstruo de este océano.

Raspo mis colmillos contra mis labios. ¿Qué cree que podría tener el poder de destruirme? Es una fantasiosa idea de masacre, y me encuentro sonriendo. Qué malvado es, despojado de la inocencia que he visto en todos los demás. Él no es un príncipe de inexperiencia y ansioso potencial, sino de guerra y barbarie. Su corazón será un placer para la vista. Me lamo los labios y los separo para dar paso a mi canción, pero apenas tengo la oportunidad de respirar antes de que me tiren con fuerza al agua.

Una nereida está frente a mí. Ella es una salpicadura de color, rosas y verdes y amarillos, como pintura rociada en su piel. Su aleta serpentea y se enrolla, la armadura de huesos de escamas de caballito de mar sobresale de su estómago y sus brazos.

—¡Mío! —dice en psáriin.

Su mandíbula se estira como un hocico, y cuando ella gruñe, se dobla en un ángulo doloroso. Señala al príncipe sobre el agua y golpea su pecho.

—No tienes derecho a reclamar nada aquí —digo.

La nereida niega con la cabeza. No tiene cabello, pero la piel de su cuero cabelludo es un caleidoscopio, y cuando ella se mueve, los colores ondulan como luz.

—Tesoro —dice.

Si alguna vez tuve paciencia, simplemente se disipó.

—¿De qué estás hablando?

—Midas es nuestro —chirría la nereida—. Observamos, recogemos y tomamos tesoros cuando caen, y él es tesoro y oro nuestro y no tuyo.

—Si mío me toca decidirlo a mí —digo.

La nereida niega con la cabeza.

—¡No tuyo! —grita, y se lanza hacia mí.

Atrapa mi cabello y tira de él, lleva sus uñas a mis hombros y me sacude. Grita y muerde. Hunde sus dientes en mi brazo e intenta arrancar trozos de carne.

Poco impresionada por su ataque, aprieto la cabeza de la nereida y la golpeo contra la mía. Cae hacia atrás, con los ojos sin párpados ampliamente abiertos. Flota durante un momento, aturdida, y luego suelta un fuerte alarido y se lanza contra mí de nuevo.

Cuando colisionamos, uso la fuerza para empujar a la nereida hacia la superficie. Jadea sin aliento: el aire es un veneno tóxico para sus branquias. Me río cuando la nereida se lleva una mano a la garganta e intenta agarrarme con la otra. Es un intento patético.

—Eres tú.

Mis ojos se disparan hacia arriba. El príncipe de Midas nos mira horrorizado y aturdido por el asombro. Sus labios se inclinan un poco hacia la izquierda.

—Mírate —susurra—. Monstruo mío, ven a buscarme.

Lo observo con tanta curiosidad como él a mí. La forma en que su cabello negro se desliza desordenadamente por su mandíbula ensombrecida y cae sobre su frente, mientras se inclina para obtener una mejor vista. El profundo hoyuelo en su mejilla izquierda y la mirada de sorpresa en sus ojos. Pero en el momento en que elijo apartar mi mirada de la nereida, la criatura aprovecha la oportunidad y nos impulsa hacia delante. Chocamos contra el barco con tal fuerza que toda la nave gime frente a nuestro poder compartido. Tengo poco tiempo para registrar el ataque antes de que el príncipe se tambalee y se estrelle en el agua junto a nosotras.

La nereida vuelve a tirar de mí hacia abajo, pero una vez que ve al príncipe en el agua, retrocede asombrada. Él se hunde como una piedra hasta el fondo del mar poco profundo y luego impulsa su cuerpo hacia la superficie, de regreso.

—Mi tesoro —dice la nereida. Extiende su mano y agarra la del príncipe, manteniéndolo bajo la superficie—. ¿Es tu corazón oro? Tesoro y tesoro y oro.

Siseo una risa monstruosa.

—Él no puede hablar psáriin, idiota.

La sirena gira su cabeza hacia mí, ciento ochenta grados completos. Deja escapar un descomunal chillido y luego termina el círculo para volverse hacia el príncipe.

—Recolecto tesoro —continúa—. Tesoro y corazones y sólo me como uno. Ahora como los dos y me convierto en lo que eres.

El príncipe lucha mientras la nereida lo mantiene atrapado bajo el agua. Él da patadas y golpea, pero ella está fascinada. Acaricia su camisa, y sus uñas rasgan la piel a través de la tela y derraman su sangre. Entonces su mandíbula se suelta hasta alcanzar un tamaño inimaginable.

Los movimientos del príncipe se vuelven laxos y sus ojos comienzan a cerrarse. Se está ahogando, y la nereida planea coger su corazón para ella. Tomarlo y comerlo con la esperanza de que pueda convertirla en lo que él es. Piernas en lugar de aletas. Algo más en lugar de pez. Robará lo que necesito para recuperar el favor de mi madre.

Estoy tan furiosa que ni siquiera pienso antes de extender la mano y hundir mis uñas en el cráneo de la nereida. En estado de shock, la criatura libera al príncipe y él flota de regreso a la superficie. Refuerzo mi agarre. La nereida golpea y rasguña mis manos, pero su fuerza no es nada comparada con la de una sirena. Especialmente, con la mía. Especialmente, cuando tengo mi vista puesta en mi presa.

Mis dedos presionan más profundamente el cráneo de la nereida y desaparecen dentro de su carne fresca de arcoíris. Puedo sentir el afilado hueso de su esqueleto. La nereida se queda inmóvil, pero no me detengo. Hundo más mis dedos y tiro.

Su cabeza cae al fondo del océano.

Pienso en llevársela a mi madre como trofeo. Clavarla en una pica fuera del palacio Keto como advertencia para todas las nereidas que se atrevan a desafiar a una sirena. Pero la Reina del Mar no lo aprobaría. Las nereidas son sus súbditas, no importa si son seres inferiores. Le echo una última mirada desdeñosa a la criatura y luego nado hasta la superficie en busca de mi príncipe.

Lo localizo rápidamente, en el borde de un pequeño parche de arena cerca de los muelles. Tose con tanta violencia que todo su cuerpo se sacude. Escupe grandes bocanadas de agua y luego se desploma sobre su estómago. Nado tan cerca de la orilla como puedo y después me impulso el resto del camino, hasta que sólo la punta de mi aleta queda en las aguas poco profundas.

Extiendo la mano, agarro el tobillo del príncipe y lo arrastro para que su cuerpo quede al mismo nivel que el mío.

Lo sacudo por los hombros y, cuando él no se mueve, lo ruedo sobre su espalda. La arena se adhiere al dorado de sus mejillas y sus labios se abren ligeramente, húmedos de océano. Parece medio muerto ya.

Su camisa se adhiere a su piel y la sangre se filtra a través de las rasgaduras que hizo la nereida. Su pecho apenas se mueve con la respiración y si no pudiera escuchar el débil sonido de su corazón, entonces tendría la certeza de que no es más que un hermoso cadáver.

Presiono una mano en su rostro y dibujo con la uña desde el rabillo del ojo hasta su mejilla. Una delgada línea roja burbujea sobre su piel, pero él no se mueve. Su mandíbula es tan afilada que podría atravesarme.

Despacio, busco debajo de su camisa y presiono una mano contra su pecho. Su corazón golpea con desesperación bajo mi palma. Apoyo mi cabeza y escucho los latidos con una sonrisa. Puedo oler el océano en él, una sal inconfundible, pero debajo de todo percibo el leve aroma del anís. Huele a los dulces negros de los pescadores. El aceite de sacarina que usan para atraer a sus presas.

Me encuentro deseando que despierte para poder captar el destello de esos ojos de algas marinas antes de coger su corazón y dárselo a mi madre. Levanto mi cabeza de su pecho y cierro mi mano sobre su corazón. Mis uñas se agarran a su piel, y me preparo para hundir mi puño más profundo.

—¡Su Alteza!

Levanto la cabeza. Una legión de guardias reales corre por los muelles hacia nosotros. Miro otra vez al príncipe, sus ojos comienzan a abrirse. Su cabeza yace lánguidamente en la arena y entonces su mirada se enfoca. En mí. Sus ojos se entrecierran al ver el color de mi cabello y el único ojo del mismo tono. No parece preocupado ante el hecho de que mis uñas estén clavadas en su pecho, o asustado por su inminente muerte. En cambio, se ve resuelto. Y extrañamente satisfecho.

No tengo tiempo para pensar qué significa eso. Los guardias se están acercando rápidamente, gritando por su príncipe, con pistolas y espadas listas. Todas apuntadas hacia mí. Miro el pecho del príncipe una vez más, y el corazón que estaba tan cerca de ganar. Luego, más rápido que la luz, me lanzo de regreso al océano y me alejo de él.

Matar un reino

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