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CINCO
ОглавлениеEl palacio de Keto se encuentra en el centro del mar Diávolos y siempre ha sido el hogar de la realeza. Aunque los humanos tienen reyes y reinas en cada grieta de la tierra, el océano posee una sola gobernante. Una reina. Ésta es mi madre, y un día lo seré yo.
Un día cercano. No es que mi madre sea demasiado vieja para gobernar. Aunque las sirenas vivamos cien años, después de algunas décadas dejamos de envejecer, y pronto las hijas lucen como sus madres y las madres como hermanas, y se hace difícil saber qué edad tiene alguien en realidad. Ésta es otra razón por la que contamos con la tradición de los corazones: la edad de una sirena nunca está determinada por su rostro, sino por la cantidad de vidas que ha robado.
Ésta es la primera vez que rompo esa tradición y mi madre está furiosa. Mirándome por encima del hombro, la Reina del Mar es tiránica. Para un extraño, podría parecer incluso infinita, como si su reinado nunca pudiera llegar a su fin. No parece que perderá su trono en unos cuantos años.
Como es costumbre, la Reina del Mar deja su corona una vez que reúne sesenta corazones. Sé el número exacto que mi madre ha escondido en la bóveda bajo los jardines del palacio. Antes, los anunciaba cada año, orgullosa de su creciente colección. Pero dejó de proclamarlos cuando alcanzó los cincuenta. Dejó de contar o, por lo menos, de decirle a la gente que lo hacía. Pero yo nunca me detuve. Cada año contaba los corazones de mi madre con la misma rigurosidad con la que sumaba los míos. Así puedo saber que sólo le quedan tres años antes de que la corona sea mía.
—¿Cuántos son ahora, Lira? —pregunta la Reina del Mar, cerniéndose sobre mí.
De mala gana, inclino la cabeza. Kahlia se detiene a mis espaldas, y aunque no puedo verla, sé que está atenta.
—Dieciocho —respondo.
—Dieciocho —reflexiona la Reina del Mar—. Qué gracioso que tengas dieciocho corazones, cuando tu cumpleaños no es sino hasta dentro de dos semanas.
—Lo sé, pero…
—Déjame decirte lo que yo sé —la reina se sienta en su trono de esqueleto—. Se suponía que debías llevar a tu prima para que obtuviera su decimoquinto corazón, y de alguna manera eso resultó ser demasiado difícil.
—No especialmente —digo—, sí la llevé.
—Y también cogiste algo para ti.
Sus tentáculos se extienden alrededor de mi cintura y me arrastran hacia ella. En un instante, siento el crujido de mis costillas.
Cada reina comienza como sirena, y cuando la corona pasa a ella, su magia le roba las aletas y deja en su lugar poderosos tentáculos que mantienen la fuerza de los ejércitos. Se vuelve más calamar que pez, y con esa transformación viene la magia, inflexible y grandiosa. Suficiente para dar forma a los mares a su capricho. La Reina del Mar y la Bruja del Mar, ambas.
Nunca conocí a mi madre como sirena, pero no puedo imaginar que alguna vez se haya visto normal. Ella luce símbolos ancestrales y runas tatuadas en rojo sobre su estómago, que se extienden hasta sus pómulos gloriosamente tallados.
Sus tentáculos son negros y escarlata y se difuminan como sangre derramada en tinta, y sus ojos hace mucho tiempo se convirtieron en rubíes. Incluso su corona es un magnífico tocado que termina en pico en los cuernos sobre su cabeza y fluye como extremidades por su espalda.
—No voy a cazar en mi cumpleaños para compensarlo —concedo sin aliento.
—Oh, pero sí lo harás —la reina acaricia su tridente negro. Un solo rubí, como sus ojos, brilla en medio de la lanza—. Porque hoy nunca sucedió. Porque nunca me desobedecerías ni menoscabarías mi autoridad de ninguna manera. ¿Lo harías, Lira?
Aprieta mis costillas con más fuerza.
—Por supuesto que no, madre.
—¿Y tú? —la reina dirige su atención hacia Kahlia, y yo intento ocultar cualquier señal de zozobra. Si mi madre viera preocupación en mis ojos, sería otra debilidad más que ella podría explotar.
Kahlia nada hacia delante. Su cabello está recogido detrás de su rostro con un lazo de algas marinas, y sus uñas todavía están cubiertas con pedazos de la reina de Adékaros. Inclina la cabeza en lo que algunos podrían interpretar como una muestra de respeto. Pero yo sé que no lo es. Kahlia nunca mira a la Reina del Mar a los ojos, porque si lo hiciera, entonces mi madre sabría exactamente lo que mi prima piensa de ella.
—Pensé que ella sólo lo mataría —dice Kahlia—. Nunca pensé que también cogería su corazón.
Es una mentira y me alegro.
—Bueno, cuán perfectamente estúpido es que no conozcas a tu prima —mi madre la mira con avidez—. No estoy segura de pensar en un castigo lo suficientemente desagradable para una idiotez tan absoluta.
Aprieto una mano contra el tentáculo que sujeta mi cintura.
—Cualquiera que sea el castigo —digo—, yo lo aceptaré.
La sonrisa de mi madre se crispa, y sé que está pensando en todas las formas en que esto me hace indigna de ser su hija. Aun así, no puedo evitarlo. En un océano de sirenas que sólo cuidan de sí mismas, proteger a Kahlia se ha convertido en un acto reflejo desde el día en que ambas fuimos forzadas a ver morir a su madre. Y he continuado a lo largo de los años, mientras la Reina del Mar ha intentado moldear a Kahlia y a mí y las perfectas descendientes de Keto, tallando nuestros filos de la manera correcta para que ella pudiera admirarlos. Es un espejo de una infancia que preferiría olvidar.
Kahlia es como yo. Demasiado como yo, tal vez. Y aunque es lo que hace que la Reina del Mar la odie, también es la razón por la que yo elijo cuidarla. Me he quedado a su lado, resguardándola de las facetas más crueles de mi madre. Proteger ahora a mi prima ya no es una decisión, es instinto.
—Qué amable de tu parte —dice la Reina del Mar con una sonrisa desdeñosa—. ¿Es por todos esos corazones que has robado? ¿Tomaste algo de su humanidad, también?
—Madre…
—Tal lealtad a una criatura que no es tu reina —suspira—. Me pregunto si ésta es la forma en que te comportas con los humanos también. Dime, Lira, ¿lloras por sus corazones rotos?
Ella me suelta, asqueada. Odio en lo que me convierto ante su presencia: trivial e indigna de la corona que voy a heredar. En sus ojos, veo mi fracaso. No importa cuántos príncipes cace, nunca seré el tipo de asesina que ella es.
Todavía no soy lo suficientemente fría para el océano que me dio a luz.
—Dámelo para que podamos seguir adelante —dice la Reina del Mar con impaciencia.
Arrugo la frente.
—¿Que te lo dé? —pregunto.
La reina extiende su mano.
—No tengo todo el día.
Tardo un momento en darme cuenta de que se refiere al corazón del príncipe que maté.
—Pero… —sacudo la cabeza— es mío.
¡Qué increíblemente infantil me he vuelto!
Los labios de la Reina del Mar se curvan.
—Me lo vas a dar —dice—. Ahora mismo.
Al ver la expresión de su rostro, me giro y nado hacia mi habitación sin decir una palabra más. Allí, el corazón del príncipe yace enterrado junto a otros diecisiete. Con cuidado, excavo a través de la teja recién colocada y saco el corazón. Está encostrado en arena y sangre y todavía está caliente entre mis manos. No me detengo a pensar en el dolor que me dará esta pérdida antes de volver a nadar y presentárselo a ella.
La Reina del Mar lanza un tentáculo y arrebata el corazón de mi palma abierta. Por un momento, me mira a los ojos, evaluando cada una de mis reacciones. Saboreando el momento. Y luego aprieta.
El corazón explota en una espantosa masa de sangre y carne. Las partículas diminutas flotan como pelusa del océano. Algunas se disuelven. Otras caen al fondo como plumas. Unas punzadas me asaltan el pecho, me sacuden como remolinos mientras me arrebatan la magia del corazón. Las sacudidas son tan fuertes que mis aletas se rasgan con el caparazón de un caracol cercano. Mi sangre brota junto con la del príncipe.
La sangre de una sirena no se parece en nada a la humana. En primer lugar, porque es fría. En segundo lugar, porque se quema. La sangre humana fluye y gotea y forma charcos, pero la de las sirenas crea ampollas, burbujea y se derrite a través de la piel.
Caigo al suelo y araño la arena tan profundamente que mi dedo apuñala una roca y ésta rompe mi uña de cuajo. Estoy sin aliento, jadeando en grandes bocanadas de agua y luego asfixiándome, un instante después. Creo que me estoy ahogando, y casi me río al pensarlo.
Una vez que una sirena roba un corazón humano, se une a él. Es un tipo de magia ancestral que no puede romperse fácilmente. Al coger el corazón, absorbemos su poder, robando lo que haya sido la juventud y la vida que el humano haya dejado atrás y vinculándolo a nosotras. Me están arrancando el corazón del príncipe de Adékaros y cualquier poder que tenga se filtra al océano ante mis ojos. En la nada.
Me levanto temblando. Mis miembros están tan pesados como el hierro y mis aletas palpitan. Las espléndidas algas rojas que cubren mis pechos todavía están enroscadas a mi alrededor, pero algunas hebras se han aflojado y cuelgan lánguidas sobre mi vientre. Kahlia se da la vuelta para evitar que mi madre vea la angustia en su rostro.
—Maravilloso —dice la reina—. Tiempo para el castigo.
Ahora sí río. Siento la garganta áspera, e incluso el sonido de mi voz, tan forjado con magia, me quita energía. Me siento más débil que nunca.
—¿Eso no fue un castigo? —escupo—. ¿Extraer así el poder de mí?
—Fue el castigo perfecto —dice la Reina del Mar—. No creo que pudiera haber pensado en una mejor lección para ti.
—Entonces, ¿qué más sigue?
Ella sonríe y muestra sus colmillos de marfil.
—El castigo de Kahlia —dice—. A petición tuya.
Siento la pesadez en mi pecho otra vez. Reconozco el terrible brillo en los ojos de mi madre, dado que es una mirada que heredé. Una que odio ver en alguien, porque sé exactamente lo que significa.
—Estoy segura de que puedo pensar en algo apropiado —la reina se pasa la lengua por los colmillos—. Algo para enseñarte una valiosa lección sobre el poder de la paciencia.
Lucho contra el impulso de burlarme, a sabiendas de que no sacaré nada bueno de eso.
—No me mantengas en vilo.
La Reina del Mar se dirige hacia mí.
—Siempre disfrutaste del dolor —dice.
Es el mayor cumplido que puede darme, así que sonrío de una manera repugnantemente agradable y respondo:
—El dolor no siempre duele.
La Reina del Mar me lanza una mirada despectiva.
—¿De verdad? —sus cejas se tensan y mi arrogancia vacila un poco—. Si así es como te sientes, entonces no tengo más remedio que decretar que, para tu cumpleaños, tendrás la oportunidad de infligir todo el dolor que quieras cuando robes tu próximo corazón.
La miro con cautela.
—No lo entiendo.
—Sólo —continúa la reina— que en lugar de los príncipes a los que eres tan adepta a atrapar, añadirás un nuevo tipo de trofeo a tu colección —su voz es tan malvada como jamás ha sido la mía—. Tu corazón de dieciocho años pertenecerá a un marinero. Y en la ceremonia de tu cumpleaños, con todo nuestro reino presente, lo exhibirás, como lo has hecho con tus trofeos.
Miro a mi madre mientras me muerdo la lengua con tanta fuerza que mis dientes casi se juntan.
Ella no quiere castigarme, quiere humillarme. Mostrarle a un reino cuyo miedo y lealtad me he ganado que no soy diferente a ellos. Que no sobresalgo. Que no soy digna de tomar su corona.
He pasado mi vida intentando ser justo lo que mi madre deseaba, la peor de todas nosotras, en un esfuerzo por demostrar que soy digna del tridente. Me convertí en la Perdición de los Príncipes, un título que me define en todo el mundo. Para el reino, para mi madre, soy despiadada. Y esa falta de compasión hace que todas y cada una de las criaturas del mar estén seguras de que puedo reinar. Ahora mi madre quiere arrebatarme eso. No sólo mi nombre, sino la fe del océano. Si no soy la Perdición de los Príncipes, entonces no soy nada. Sólo una princesa que hereda una corona en lugar de ganarla.