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CUATRO

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En Midas, el mar resplandece dorado. Por lo menos, ésa es la ilusión. En realidad, es tan azul como cualquier otro, pero la luz crea ilusiones. Ilusiones inexplicables. La luz puede mentir.

Las torres del castillo se levantan sobre la tierra, construidas en la más alta pirámide, hecha de oro puro, y cada piedra y ladrillo es una brillante extensión de la luz del sol. Las estatuas se dispersan en el horizonte y, en las ciudades cercanas a la ladera, las casas están pintadas del mismo tono. Las calles y los adoquines brillan de amarillo, de modo que cuando el sol golpea el mar, éste centellea en un reflejo inconfundible. Es sólo durante los momentos más oscuros de la noche que se puede ver el verdadero azul del mar de Midas.

Como príncipe de Midas, se supone que mi sangre está compuesta del mismo oro. Cada tierra de los cien reinos tiene sus propios mitos y fábulas para su realeza: los dioses tallaron a la familia Págos de la nieve y el hielo. Cada generación está dotada de cabello como leche y labios tan azules como los cielos. Los miembros de la realeza de Eidýllio son los descendientes del Dios del Amor, por lo que cualquiera que sea tocado por ellos encontrará a su alma gemela. Y los monarcas de Midas fueron creados de oro.

La leyenda dice que toda mi familia sólo sangra tesoros. Por supuesto, he sangrado mucho a lo largo de mi vida: las sirenas pierden la calma cuando cambian el papel de cazador a presa, y sus uñas se han incrustado en mis brazos. Mi sangre ha sido derramada con más frecuencia que la de cualquier príncipe, y puedo dar fe del hecho de que nunca ha sido de oro.

Mi tripulación lo sabe. Han sido ellos quienes han limpiado mis heridas y cosido mi piel. Sin embargo, prolongan la leyenda y ríen y asienten de manera sospechosa cada vez que la gente habla de mi sangre dorada. Nunca traicionarían el secreto de mi ordinariez.

—Por supuesto —Madrid dirá a cualquiera que pregunte—. El capi está hecho de las partes más puras del sol. Verlo sangrar es como mirar los ojos de los dioses.

Kye siempre se inclinará y bajará la voz de la manera en que sólo alguien que conoce todos mis secretos podría hacerlo.

—Las mujeres, después de haber estado con él, lloran lágrimas de metal líquido durante una semana. La mitad por echar de menos terriblemente sus caricias, y la otra para recuperar su orgullo.

—Sí —agrega Torik siempre—. Y también defeca arcoíris.

Me detengo en el castillo de proa del Saad, anclado en los muelles de Midas. Me inquieta la idea de poner mis pies en tierra firme después de tantas semanas. Siempre es así. Más extraña todavía es la idea de que tendré que dejar las partes más auténticas de mí en el Saad antes de dirigirme a la pirámide y a mi familia. Ha pasado casi un año desde que partí, y aunque los he echado de menos, parece no haber sido suficiente tiempo.

Kye permanece a mi lado. El resto de la tripulación ha empezado a caminar, como un ejército en marcha hacia el palacio, pero él rara vez se aparta de mi lado a menos que se lo pida. Mi contramaestre, mi mejor amigo, mi guardaespaldas. Él nunca admitiría esto último, aunque mi padre le ofreció dinero suficiente para el cargo. Por supuesto, para ese momento Kye ya había sido parte de mi equipo el tiempo suficiente para saber que era inútil intentar salvarme, y mi amigo lo suficiente para estar dispuesto a intentarlo.

Aun así, cogió el oro. Cogía la mayoría de las cosas sólo porque podía hacerlo. Era parte del trabajo de ser hijo de un diplomático. Si Kye iba a decepcionar a su padre uniéndose a mí en una cacería de sirenas en lugar de pasar una vida en la política y las negociaciones entre los reinos, entonces no lo haría a medias. Tiraría lo que tenía dentro. Después de todo, la amenaza de ser desheredado ya se había cumplido.

Alrededor de mí, todo resplandece. Los edificios, los pavimentos y hasta los muelles. En lo alto, cientos de pequeñas linternas de oro flotan camino a los cielos, celebrando mi regreso a casa. El consejero de mi padre proviene de la tierra de los adivinos y los profetas, así que siempre sabe cuándo estoy a punto de regresar. Cada vez, los cielos danzan con linternas encendidas, enjoyadas, al lado de las estrellas.

Percibo el familiar aroma de mi tierra natal. Midas siempre parece oler a fruta. Tantos tipos diferentes y todos a la vez. La pulpa molida de las peras mantequilla y los melocotones mezclada con el dulce brandy de los albaricoques. Y debajo, el ligero olor de regaliz, que viene del Saad y, muy probablemente, de mí.

—Elian —Kye pasa un brazo por encima de mi hombro—, deberíamos irnos si queremos comer algo esta noche. Sabes que ese montón de gente no nos dejará ningún alimento si les damos la oportunidad.

Río, pero suena más como un suspiro.

Me quito el sombrero. Ya cambié mi atuendo marino por el único traje respetable que tengo a bordo de mi barco. Una camisa color crema, con botones en lugar de lazos, y pantalones azul medianoche sujetados por un cinturón dorado. No del todo idóneo para un príncipe, pero tampoco para un pirata. Incluso quité el escudo de mi familia de la delgada cadena que rodea mi cuello y lo coloqué en mi pulgar.

—De acuerdo —engancho mi sombrero sobre el timón de la nave—, será mejor que terminemos con esto.

—No será tan malo —Kye anuda el cuello de su camisa—. Quizá incluso disfrutes de las reverencias. Podrías incluso abandonar el barco y dejarnos a todos varados en la tierra dorada —se acerca y despeina mi cabello—. No sería tan malo —añade—. Me gusta bastante el oro.

—Un verdadero pirata —lo empujo sin entusiasmo—, pero puedes sacarte esa idea de la cabeza. Iremos al palacio, asistiremos al baile que, sin duda, se realizará en mi honor, y habremos partido antes de que termine la semana.

—¿Un baile? —las cejas de Kye se levantan—. Qué honor, Majestad —se inclina en una reverencia, con una mano en su estómago.

Lo empujo de nuevo. Más fuerte.

—Dioses —me estremezco—. Por favor, no.

Nuevamente se inclina, aunque esta vez apenas puede evitar reírse.

—Como lo desee, Su Alteza.


Mi familia se encuentra en el salón del trono. La cámara está decorada con bolas flotantes de oro, banderas impresas con el escudo de Midas y una gran mesa repleta de joyas y regalos. Obsequios de la gente para celebrar el regreso de su príncipe.

Después de haber dejado a Kye en el comedor, observo a mi familia desde la puerta, no del todo listo para anunciar mi presencia.

—No es que no crea que se lo merece —dice mi hermana.

Amara tiene dieciséis años, sus ojos son como molokhia y su cabello tan negro como el mío, casi siempre salpicado de oro y piedras preciosas.

—Es sólo que no creo que él lo quiera —Amara sostiene un brazalete de oro en forma de hoja y se lo presenta al rey y a la reina—. En serio —argumenta—, ¿podéis ver a Elian usándolo? Le estoy haciendo un favor.

—¿Robar es un favor ahora? —pregunta la reina. Las trenzas a cada lado de su flequillo se balancean mientras se gira hacia su esposo—. ¿La enviaremos a Kléftes para que viva con el resto de los ladrones?

—No soñaría con eso —dice el rey—. Envía a mi pequeño demonio allí y lo verán como un acto de guerra cuando ella robe el anillo con el escudo.

—Tonterías —finalmente entro a la habitación—, ella sería lo suficientemente inteligente para ir a por la corona primero.

—¡Elian!

Amara corre hacia mí y lanza sus brazos alrededor de mi cuello. Devuelvo el abrazo y la levanto del suelo, tan emocionado como ella de verla.

—¡Estás en casa! —dice, una vez que la coloco de nuevo en el suelo.

La miro con fingido pesar.

—Llevo aquí cinco minutos y ya estás planeando robarme.

Amara me da un golpe en el estómago. —Sólo un poco.

Mi padre se levanta de su trono y sus dientes brillan contra su piel oscura.

—Hijo mío.

Me envuelve en un abrazo y me da una palmada en cada hombro. Mi madre baja los escalones para unirse a nosotros. Ella es muy pequeña, apenas supera el hombro de mi padre, y sus rasgos son delicados y elegantes. Lleva el cabello a la altura de su barbilla, y sus ojos son verdes y felinos, cubiertos por mechones negros que acarician sus sienes.

El rey es su opuesto en todos los sentidos. Grande y musculoso, con una barba de candado adornada con cuentas. Sus ojos son de un marrón a tono con su piel, y su mandíbula es aguda y cuadrada. Con el Midas hierático decorando su rostro, se ve exactamente igual que el guerrero.

Mi madre sonríe.

—Estábamos empezando a preocuparnos de que nos hubieras olvidado.

—Sólo por un breve instante —beso su mejilla—. Os recordé tan pronto como atracamos. Vi la pirámide y pensé: Oh, mi familia vive allí. Recuerdo sus rostros. Espero que hayan comprado un brazalete para celebrar mi regreso —le lanzo una sonrisa a Amara y ella me golpea de nuevo.

—¿Has comido? —pregunta mi madre—. Hay todo un festín en el salón de banquetes. Creo que tus amigos están allí ahora.

Mi padre gruñe.

—Sin duda, devorándolo todo salvo nuestros utensilios.

—Si querías que se comieran los cubiertos, los hubieras hecho tallar de queso.

—En serio, Elian —mi madre golpea mi hombro y luego levanta su mano para apartar el cabello de mi frente—. Pareces tan cansado —dice.

Cojo su mano y la beso.

—Estoy bien. Eso es exactamente lo que dormir en un barco le hace a un hombre.

En realidad, no creo que me viera cansado hasta el momento en que me alejé del Saad en dirección al cemento pintado de oro de Midas. Un solo paso y perdí toda mi energía.

—Deberías intentar dormir en tu cama más de unos pocos días al año —dice mi padre.

—Radamés —mi madre lo reprende—, no empieces.

—¡Tan sólo estoy hablando con el chico! No hay nada ahí fuera salvo el océano.

—Y sirenas —le recuerdo.

—¡Ja! —su risa es un bramido—. Y tu trabajo es buscarlas, ¿verdad? Si no tienes cuidado, nos dejarás como Adékaros.

Arrugo la frente.

—¿Qué significa eso?

—Significa que tu hermana tendría que ocupar el trono.

—No tendremos que preocuparnos, entonces —lanzo mi brazo alrededor de Amara—. Definitivamente sería una mejor reina que yo.

Amara sofoca una risa.

—Tiene dieciséis años —mi padre me reprende—. A una niña se le debe permitir vivir su vida sin preocuparse por un reino entero.

—Oh —cruzo mis brazos—, a ella se le debe permitir, pero a mí no.

—Eres el mayor.

—¿En serio? —finjo que reflexiono al respecto—. Pero tengo un aire tan juvenil.

Mi padre abre la boca para responder, pero mi madre coloca suavemente una mano sobre su hombro.

—Radamés —dice ella—, creo que es mejor que Elian duerma un poco. El baile de mañana hará que sea un día largo, y realmente parece cansado.

Presiono mis labios en una sonrisa tensa y hago una reverencia.

—Por supuesto —digo, y me disculpo.

Mi padre nunca ha entendido la importancia de mi labor, pero cada vez que regreso a casa, me arrullo con la idea de que quizá, sólo por una vez, él será capaz de poner su amor por mí por encima del que siente por su reino. Pero teme por mi seguridad porque eso afectaría la corona. Él ya ha pasado demasiados años preparando a la gente a fin de que me acepte como su futuro soberano para cambiar las cosas ahora.

—¡Elian! —me llama Amara.

La ignoro y continúo caminando con largos y rápidos pasos, sintiendo cómo la ira burbujea en mi piel, sabiendo que la única manera de enorgullecer a mi padre es renunciar a lo que soy.

—Elian —dice, con más firmeza—. Correr no es propio de una princesa. Y si lo es, haré un decreto entonces para que no lo sea, si alguna vez soy reina.

A regañadientes, me detengo y la miro. Ella suspira aliviada y se apoya contra la pared tallada con glifos. Se ha quitado los zapatos, y sin ellos es incluso más baja de lo que recuerdo. Sonrío, y cuando ella se da cuenta, frunce el ceño y golpea mi brazo. Me estremezco y alargo mi mano hacia la suya.

—Lo fastidias —dice, cogiéndome del brazo.

—Él me fastidia primero.

—Serás un buen diplomático con todos estos argumentos que tienes para debatir.

Sacudo la cabeza.

—No, si tú ocupas el trono.

—Al menos así me quedaría con el brazalete —me empuja con el codo—. ¿Cómo fue tu viaje? ¿Cuántas sirenas mataste como el gran pirata que eres?

Lo dice con una sonrisa de satisfacción, sabiendo muy bien que nunca le hablaré de mi estancia en el Saad. Comparto muchas cosas con mi hermana, pero nunca cómo se siente ser un asesino. Me gusta la idea de que Amara me vea como un héroe, y los asesinos muy a menudo son villanos.

—Apenas alguna —digo—. Estaba tan lleno de ron que apenas pensé en eso.

—Eres bastante mentiroso —dice—. Y por bastante, quiero decir bastante malo.

Nos detenemos delante de su habitación.

—Y tú eres bastante curiosa —digo—. Eso es nuevo.

Amara lo ignora.

—¿Vas al salón de banquetes para encontrarte con tus amigos? —pregunta.

Niego con la cabeza. Los guardias se asegurarán de que mi tripulación encuentre buenas camas para pasar la noche, y estoy demasiado cansado para cubrirme con otra ronda de sonrisas.

—Me voy a la cama —digo—. Como la reina ordenó.

Amara asiente, se pone de puntillas y besa mi mejilla.

—Te veré mañana —dice—. Y puedo preguntarle a Kye sobre tus hazañas. No creo que un diplomático le mienta a una princesa —con una sonrisa juguetona, se dirige a su habitación y cierra la puerta detrás de ella.

Me detengo un momento.

No me gusta mucho la idea de que mi hermana intercambie historias con mi tripulación, pero al menos puedo confiar en que Kye cuente sus historias con menos muerte y sangre. Él es imaginativo, pero no estúpido. Sabe que no me comporto como un príncipe debería, al igual que él no se comporta como debería hacerlo un hijo de diplomático. Es mi mayor secreto. La gente me conoce como el cazador de sirenas, y aquéllos en la corte pronuncian esas palabras con diversión y cariño: Oh, príncipe Elian, intentando salvarnos a todos. Si entendieran lo que se necesita, los horribles y repugnantes gritos de las sirenas. Si vieran los cadáveres de las mujeres en mi cubierta antes de que se disuelvan en espuma de mar, entonces mi gente no me miraría con tanto cariño. Ya no sería un príncipe para ellos, y por mucho que lo desee, sé que no debe ser así.

Matar un reino

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