Читать книгу Matar un reino - Alexandra Christo - Страница 9
SEIS
Оглавление—No recuerdo la última vez que lo vi así.
—¿Que me viste cómo?
—Arreglado.
—Arreglado —repito mientras ajusto el cuello de mi camisa.
—Guapo —dice Madrid.
Arqueo una ceja.
—¿No soy guapo siempre?
—No está limpio siempre —dice ella—. Y su cabello no siempre está tan…
—¿Arreglado?
Madrid enrolla las mangas de su camisa.
—Principesco.
Sonrío y me miro en el espejo. Mi cabello está pulcramente peinado hacia atrás y eliminé cualquier mota de polvo para que no quedara ni un gramo de océano sobre mí. Llevo una camisa de vestir blanca con cuello alto y una chaqueta dorada oscura que es como seda contra mi piel. Probablemente porque es seda. El escudo de mi familia se posa incómodamente en mi pulgar y en cada pieza de oro que porto, que parecen resplandecer con más brillo.
—Tú te ves igual que siempre —le digo a Madrid—. Pero sin las manchas de barro.
Me da un puñetazo en el hombro y ata su cabello de medianoche con un pañuelo, revelando el tatuaje de Kléftes en su mejilla. Es la marca para los niños secuestrados por los barcos de esclavos y obligados a ser asesinos a sueldo. Cuando la encontré, Madrid acababa de comprar su libertad a punta de pistola.
Al llegar a la puerta, Kye y Torik aguardan. Al igual que Madrid, no lucen diferentes. Torik lleva sus pantalones cortos deshilachados sobre las rodillas, y Kye sus mejillas afiladas y una sonrisa hecha para el engaño. Sus rostros están más limpios, pero nada más ha cambiado. Son incapaces de pretender ser otra persona. Envidio eso.
—Ven con nosotros —dice Kye, mientras entrelaza sus dedos con los de Madrid. Ella mira fijamente la inusual muestra de afecto y se separa para alisar su cabello. Ambos son mucho mejores luchadores que amantes.
—Le gusta la taberna mucho más que este lugar —dice Madrid.
Es verdad. Una horda de mi tripulación ya se dirigió al Ganso Dorado, con suficiente oro para beber hasta que salga el sol. Todo lo que queda son mis tres más fieles.
—Es un baile organizado en mi honor —les digo—. No sería muy honorable de mi parte no aparecer.
—Tal vez ni siquiera se den cuenta —el cabello de Madrid se mueve salvajemente a sus espaldas mientras habla.
—Eso no es reconfortante.
Kye la empuja y ella lo lanza hacia atrás con el doble de fuerza.
—Basta —dice ella.
—Deja de ponerlo nervioso, entonces —responde él—. Dejemos que el príncipe ejerza como tal por una vez. Además, necesito un trago, y siento que estoy arruinando esta cristalina habitación tan sólo por estar aquí sin hacer nada.
Asiento.
—Me siento peor sólo con mirarte.
Kye se acerca al sofá y me lanza uno de los cojines bordado con hilos de oro con tan mala puntería que aterriza a mis pies. Le doy una patada y trato de parecer castigador.
—Espero que lances tu cuchillo mejor.
—Ninguna sirena se ha quejado todavía —dice—. ¿Estás seguro de que está bien que nos vayamos?
Miro en el espejo al príncipe que tengo delante. Inmaculado y frío, apenas un destello en mis ojos. Como si fuera intocable y lo supiera. Madrid tenía razón: me veo principesco. Lo que quiere decir que me veo como un completo bastardo.
Me ajusto el cuello de nuevo.
—Seguro.
El salón de baile reluce como su propio sol. En todas partes brilla y centellea, tanto que si me concentro en algo específico, mi cabeza comienza a latir con fuerza.
—¿Cuánto tiempo planea tener sus pies en tierra?
Nadir Pasha, uno de nuestros más altos dignatarios, hace girar un vaso dorado de brandy. A diferencia de los otros Pashas con los que pasé la tarde en una conversación ociosa, fuera sobre rangos políticos o militares, él no es tan banal. Por eso, lo reservo siempre para el final cuando consulto con la corte. Las cuestiones de Estado son la cosa más alejada de su mente, sobre todo en esas ocasiones en que las copas de brandy son tan grandes.
—Sólo unos días más —digo.
—¡Qué aventurero! —Nadir da un sorbo a su bebida—. Qué alegría ser joven, ¿no?
Su esposa, Halina, alisa la parte delantera de su vestido esmeralda.
—Absolutamente.
—No es que tú o yo lo recordemos —remarca el Pasha.
—No es que te des cuenta —llevo la mano de Halina hasta mis labios—. Resplandeces con más brillo que cualquier tapiz que tengamos.
La intención de mi cumplido es fácil de reconocer, pero Halina hace una reverencia de cualquier forma.
—Gracias, Su Señoría.
—Es completamente asombroso lo lejos que llega para cumplir sus deberes —dice Nadir—. Incluso he escuchado rumores de todos los idiomas que se dice que habla. Sin duda, eso será de ayuda en las futuras negociaciones entre los reinos vecinos. ¿Cuántos son ahora?
—Quince —respondo—. Cuando era más joven, pensaba que podría aprender cada idioma de los cien reinos. Creo que he fallado de forma espléndida.
—¿De qué sirve eso, de cualquier forma? —pregunta Halina—. Apenas hay una persona viva que no hable midasán. Estamos en el centro del mundo, Su Alteza. No vale la pena conocer a nadie que no se moleste en aprender el idioma.
—Tienes razón —Nadir asiente con rudeza—. Pero a lo que me refería en realidad, Su Alteza, era al lenguaje de ellas. El lenguaje prohibido —baja la voz un poco y se inclina, de modo que su bigote me hace cosquillas en la oreja—. Psáriin.
El lenguaje del mar.
—¡Nadir! —Halina golpea el hombro de su esposo, horrorizada—. ¡No deberías hablar de esas cosas! —se vuelve hacia mí—: Nos disculpamos por ofenderlo, Majestad —dice—. Mi marido no quiso insinuar que mancillaría su boca con semejante lenguaje. Ha bebido demasiado brandy. Las copas son más profundas de lo que parecen.
Asiento, no me siento ofendido. Es sólo un lenguaje después de todo, y aunque ningún humano puede hablarlo, tampoco ha dedicado su vida a cazar sirenas. No es descabellado imaginar que hubiera decidido agregar el dialecto de mi presa a mi colección. Incluso si está prohibido en Midas. Pero para hacerlo necesitaría mantener viva una sirena el tiempo suficiente para que me enseñara, y no está entre mis planes. Por supuesto, he recogido algunas palabras aquí y allá. Arith, aprendí rápidamente que quiere decir no, pero hay muchas más. Dolofónos. Choíron. Sólo puedo adivinar lo que significan. Insultos, maldiciones, súplicas. De alguna manera, es mejor no saberlo.
—No te preocupes —le digo a Halina—. No es lo peor de lo que alguien me haya acusado.
Ella se ve un poco nerviosa.
—Bueno —susurra con delicadeza—, la gente habla.
—No sólo acerca de usted —Nadir aclara con una fuerte exhalación—, sino sobre su trabajo. Es definitivamente apreciado, más aún considerando los recientes acontecimientos. Creo que nuestro rey estará orgulloso de tener a su hijo defendiendo nuestra tierra y las de nuestros aliados.
Mi frente se arruga ante la idea de que mi padre esté, aunque sea un poco, orgulloso de tener un cazador de sirenas como hijo.
—¿Qué acontecimientos recientes? —pregunto.
Halina suspira, aunque no parece sorprendida.
—¿No ha escuchado las historias sobre Adékaros?
Hay algo terrible en el aire. Justo ayer mi padre habló de Adékaros y de que, si no tenía cuidado, Midas terminaría igual.
Trago saliva e intento fingir indiferencia.
—Es difícil hacer un seguimiento de todas las historias que escucho.
—Es el príncipe Cristian —dice Halina con aire de complicidad—. Está muerto. Y también la reina.
—Asesinado —aclara Nadir—. Las sirenas abordaron su nave y no hubo nada que la tripulación pudiera hacer. Fue la canción, como usted comprenderá. El reino está en crisis.
La habitación se nubla. El oro, la música, los rostros de Nadir Pasha y Halina. Todo está desenfocado, borroso. Por un instante, no sé si puedo respirar, mucho menos hablar. Nunca tuve mucho trato con la reina, pero cada vez que el Saad estaba cerca de Adékaros, atracábamos sin dudarlo y el príncipe Cristian nos recibía con los brazos abiertos. Se aseguraba de que la tripulación fuera alimentada y se unía a nosotros en la taberna para escuchar nuestras historias. Cuando partíamos, nos daba regalos. Muchos países lo hacen, pequeños presentes para los cuales nunca damos mucho uso, pero era diferente para Cristian. Él dependía de los escasos cultivos y préstamos de otros reinos para sobrevivir. Cada regalo que nos dio fue un sacrificio para él.
—Escuché que fue la Perdición de los Príncipes —Halina sacude la cabeza con compasión.
Aprieto los puños.
—¿Lo dice quién?
—La tripulación dijo que tenía el cabello tan rojo como el fuego del infierno —explica Nadir—. ¿Podría haber sido alguna otra?
Quisiera discutir la posibilidad, pero me estaría engañando. La Perdición de los Príncipes es el más grande monstruo que he conocido, y la única que ha escapado de la muerte una vez que la convertí en mi objetivo. He cazado incansablemente en los mares, en busca de ese cabello encendido del que he oído hablar en tantas historias.
Nunca la he visto.
Empecé a pensar que sólo era un mito. Nada más que una leyenda para asustar a la realeza, para que no abandonara sus tierras. Pero cada vez que considero esa idea, otro príncipe aparece muerto. Es una razón más por la que no puedo volver a Midas y ser el rey que mi padre desea. No puedo detenerme. No hasta que la haya matado.
—Por supuesto, ¿cómo podrían saberlo? —pregunta Halina—. No es el mes correcto para eso.
Me doy cuenta de que está diciendo la verdad. La Perdición de los Príncipes sólo ataca durante el mismo mes cada año. Si fue ella la que asesinó a Cristian, entonces se anticipó más de quince días. ¿Eso significa que cambió sus hábitos? ¿Que ningún príncipe está a salvo ningún día?
Mis labios se contraen.
—El mal no sigue un calendario —le digo, aunque este mal particular siempre había parecido seguirlo. A mi lado, alguien se aclara la garganta. Me vuelvo y veo a mi hermana. No estoy seguro de cuánto tiempo ha estado allí, pero la sonrisa amistosa en su rostro me lleva a suponer que ha escuchado la mayor parte de la conversación.
—Hermano —me coge del brazo—, ¿bailas conmigo?
Asiento, dando la bienvenida al descanso de esas convenciones correctas que el Pasha y su esposa parecen disfrutar. Ello me hace querer ser cualquier otra cosa antes que correcto.
—¿No hay pretendientes compitiendo por tu atención? —le pregunto a Amara.
—Ninguno que valga mi tiempo —responde—. Y ninguno que nuestros encantadores padres aprobarían.
—Ésos son los mejores.
—Intenta explicarlo cuando la cabeza del chico se encuentre en una guillotina.
Resoplo.
—Entonces será un placer —digo—. Sólo por salvar la vida de un pobre chico.
Me vuelvo hacia Nadir y Halina, y hago una rápida reverencia, luego dejo que mi hermana me lleve a la pista.