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Biopic y retorno de lo real

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El auge de la biopic, que convive con la escasa atención académica que ha recibido el género, puede enmarcarse en un contexto cultural más amplio. En las últimas dos décadas, tanto en el cine como en la televisión y la literatura parece haber un creciente interés por los discursos referenciales, por las narraciones en las que las fronteras entre ficción y realidad se desdibujan.

Luego de las críticas de la representación a partir de los años 60 –y sobre todo en la crítica al realismo que efectúan los teóricos franceses del posestructuralismo–, hacia fines de la década de 1990 empieza a cobrar fuerza la idea de un retorno de lo real. Frente a este “retorno”, las consignas académicas asociadas a la crisis de la representación y al antirrealismo pierden fuerza, las reflexiones de André Bazin (1990) vuelven al centro de la escena en la teoría cinematográfica y, en las distintas artes, la relación con lo real constituye el eje de nuevas reflexiones.

El retorno de lo real ha sido asociado frecuentemente con un nuevo realismo: en el campo literario, por ejemplo, Josefina Ludmer (2010: 151) sostiene que las literaturas latinoamericanas contemporáneas –a las que denomina “posautónomas”– “fabrican presente con la realidad cotidiana” y hacen caer las distinciones entre realidad y ficción para dar lugar a una “realidadficción” (153). Por su parte, Sarlo (2006: 2) advierte un predominio de las “representaciones etnográficas del presente” en la literatura argentina reciente, y reconoce que en los textos de la primera década de este siglo “el efecto de lo verdadero es tan buscado, o más, que el efecto de lo verosímil” (Sarlo, 2012: 16), en una inversión de los ya clásicos planteos de Roland Barthes y sus seguidores.

Es precisamente en la última obra de Barthes, dedicada a la fotografía, donde suele leerse la anticipación de este retorno de lo real. En línea con la teoría indicial sostenida por Bazin, en La cámara lúcida (publicado de manera póstuma en 1980) Barthes incorpora el referente –al que había evitado en toda su reflexión literaria– para pensar la fotografía, y afirma que esta implica siempre una huella de lo real, una garantía o un certificado de la existencia del referente. Barthes (2006: 182) postula que la indicialidad es el régimen de significación dominante en la fotografía: “Es precisamente en esta detención de la interpretación donde reside la certeza de la Foto: me consumo constatando que esto ha sido; para cualquiera que tenga una foto en la mano esta es una «creencia fundamental»”. Las ideas de Barthes apuntan a lo real pero también a la memoria (su libro sobre fotografía es, a la vez, una reflexión sobre la muerte de su madre):2 la imagen fotográfica prueba que el pasado ha estado presente, tiene un irrefutable poder de “autentificación” (150).

La idea del retorno de lo real fue formulada por primera vez por Hal Foster (2001) en referencia a las artes visuales de la segunda mitad del siglo XX, y en explícita oposición al posestructuralismo. Foster cita las ideas de Barthes sobre la fotografía y las complementa con referencias a la noción lacaniana de lo real.3 En contra del arte abstracto y minimalista –es decir, antirrepresentativo–, Foster recupera la genealogía del arte pop, el hiperrealismo y el apropiacionismo, en cuyas obras encuentra una reaparición –ambigua pero constatable– de lo real. El autor rechaza la mayoría de las lecturas críticas que se han desplegado sobre esta “genealogía pop”: por un lado, admite que no puede leerse la imagen únicamente de modo referencial, como “reflejo” de un referente o de un objeto real; por otro lado, descarta las lecturas posestructuralistas que solo entienden la imagen como simulacro y asumen que toda imagen no puede representar más que otra imagen.

Foster (2001: 130) cuestiona la percepción modernista del realismo y critica las lecturas “simulacrales” que Michel Foucault, Gilles Deleuze y Jean Baudrillard han hecho del arte pop de Andy Warhol, al que atribuyen una superficialidad que obtura toda noción de referente y de sujeto. En contra de la lectura referencial y la lectura simulacral, Foster propone una tercera vía, que afirma la coexistencia simultánea de las dos anteriores: el “realismo traumático” (133). El autor advierte, en tono casi premonitorio, que esta aproximación a lo real ofrece una clave de lectura no solo para las artes visuales contemporáneas, sino también para la literatura y el cine: “Este deslizamiento en la concepción –de la realidad como efecto de la representación a lo real en cuanto traumático– puede ser definitivo en el arte contemporáneo, por no hablar de la teoría, la ficción y el cine contemporáneos” (150).

Foster recupera a Lacan y su noción de lo real como traumático; el trauma sería justamente un encuentro fallido con lo real. Esta concepción de lo real exige reemplazar la noción de representación por la de repetición, puesto que “en cuanto fallido lo real no puede ser representado; únicamente puede ser repetido” (Foster, 2001: 136). Para Foster, en las obras pop de Warhol la repetición tamiza lo real pero también apunta hacia lo real, de igual manera que Barthes (2006) encontraba en la fotografía el punctum: aquello que punza, que “sale” de la imagen y se dirige como una flecha hacia el espectador. El punctum es un suplemento, es decir, algo que el espectador añade y que sin embargo ya está en la foto: Foster interpreta que en el punctum se confunden el sujeto y el mundo, el adentro y el afuera. En un sentido similar, pone en diálogo esta noción con la de tuché en Lacan, que alude al encuentro traumático con lo real, es decir, aquello que se resiste a la simbolización.

También el arte hiperrealista le permite a Foster señalar el retorno de lo real: el autor encuentra en estas obras un ilusionismo atravesado por la ansiedad de tapar una realidad traumática; sin embargo, sostiene que “esta ansiedad no puede evitar indicar igualmente esta realidad” (141). Es decir, mientras que niegan lo real presentándolo como apariencia o como pura superficie, las obras hiperrealistas no dejan de apuntar hacia esa realidad que intentan encubrir: exhiben lo real a la vez que lo esconden. Ya no se trata, entonces, de “desenmascarar” el realismo como una ilusión engañosa, ni de denunciar el espectáculo como falsedad, sino de reconocer, en última instancia, la indiscernibilidad entre imagen y realidad.

Foster postula que el retorno de lo real tiene consecuencias paradójicas para el sujeto. Por un lado, refuerza la visión posestructuralista de la muerte del sujeto, ya que para el discurso psicoanalítico no puede haber sujeto del trauma; por otro lado, y especialmente en el contexto de la cultura popular, el retorno de lo real es también el retorno del sujeto, que reaparece como testigo o sobreviviente del trauma. En este sentido, el autor sostiene que el retorno de lo real expresa “una nostalgia por categorías universales del ser y la experiencia” (172).

Jens Andermann y Álvaro Fernández Bravo (2013: 12) señalan que la cuestión del retorno de lo real interesa al arte contemporáneo en general, pero interpela especialmente a “los estudios de cine global, en un idioma donde los códigos siempre resultan difíciles de restringir a tradiciones nacionales”. Los autores se remiten a las elaboraciones teóricas de Hal Foster y de Fredric Jameson (en particular su ensayo “La existencia de Italia”, en el que se apela a la literatura testimonial centroamericana y al cine de Eduardo Coutinho para postular una posible reconciliación entre las lógicas del realismo y el modernismo). Andermann y Fernández Bravo explican que, para Jameson, el cine puede ofrecer una forma de confrontar a la sociedad del espectáculo al devolverles a las imágenes la dimensión de historicidad que parecía perdida durante el auge del posmodernismo.

La visión de Foster identifica una pasión por lo real que cobró fuerza en todas las artes. Esta perspectiva llevó a la crítica a interesarse especialmente por los aspectos documentales e indiciales del arte, en simultáneo con una creciente “demanda de realidad” en los medios masivos: basta pensar en el auge del talk show a mediados de la década de 1990 y, luego, del boom global del reality show, iniciado a fines de la misma década con la primera edición holandesa de Gran Hermano, y aún vigente en sus diversas variantes en la televisión global.

Paradójicamente, en el campo cinematográfico el retorno de lo real es contemporáneo del cuestionamiento del realismo producido por la irrupción de las tecnologías digitales a fines de la década de 1990. La retirada del celuloide implica la eliminación del fundamento indicial de la imagen y el surgimiento de un cine posfotográfico. En consecuencia, el advenimiento de la imagen digital pone en jaque las ideas bazinianas sobre el realismo; más precisamente, aquellas que apelan a la naturaleza ontológica de la técnica cinematográfica.

Para Pascal Bonitzer, por ejemplo, en el cine digital ya no hay imágenes de lo real: el cambio de soporte supone, para este autor, el fin del cine. Bonitzer (2007: 30) contrapone cine (analógico) y video (digital), y plantea que en la imagen digital ya no queda rastro alguno de lo real: “La metamorfosis es el régimen natural de la imagen de video; ella no tiene, pues, ninguna relación natural con ninguna realidad; las nociones de plano y de campo no le son pertinentes”.

En un sentido similar, Jim Hoberman (2014: 32) cita a Susan Sontag y sostiene que la tecnología CGI (imágenes generadas por computadora) ha generado la “decadencia del cine”, ya que, “al haber renunciado a su relación privilegiada con lo real [las películas] son, en cierto sentido, obsoletas”. Hoberman explica el surgimiento de estéticas “neorrealistas” como la del grupo danés Dogma 95 (encabezado por Lars von Trier) como una respuesta a la “angustia objetiva” producida por este cambio tecnológico. En esta misma línea podría inscribirse la estética de Kiarostami (y, dentro del cine argentino contemporáneo, la de Lisandro Alonso).

Para Hoberman, en estos cineastas el uso del plano secuencia introduce una nueva forma de indicialidad, según la cual la relación con lo real ya no pasa por la ontología de la imagen sino por su duración (la “impresión del tiempo”). Otra herencia del movimiento Dogma que también puede encontrarse en Alonso y otros directores es la búsqueda de la indiscernibilidad “entre ficción montada y realidad registrada” (39), por medio de tomas largas, montaje mínimo y una observación ociosa de los personajes. Hoberman interpreta esta estética, consagrada a nivel global en los festivales internacionales, a la luz de un “nuevo «realismo» compensatorio” surgido en respuesta a la pérdida de la indicialidad.

Parafraseando a Hoberman, el auge de la biopic también puede pensarse como un fenómeno compensatorio: mientras la imagen digital anula la posibilidad de que lo real se imprima físicamente en la película, la impresión de realidad retorna por medio de las tramas “basadas en hechos reales”. De esta manera, el género biográfico devuelve al espectador la promesa de un acceso a lo real. Esa promesa se formula en un contexto en el que la posibilidad de aproximarse a lo real no solo se ve debilitada por el fin de la indicialidad, sino también por la proliferación de discursos mediáticos que erosionan la idea de realidad ya no desde una crítica a la representación –que buscaba, en última instancia, poner el foco en el lenguaje–, sino desde la afirmación de la noción de posverdad, que implica, en cambio, un vaciamiento total del lenguaje.

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