Читать книгу La bruja - Alfredo Tomás Ortega Ojeda - Страница 14
VII
ОглавлениеYo estaba en el comedor, sentado frente a un vaso vacío y un bote de chocolate en polvo, con una cuchara en la mano, pero no había leche sobre la mesa. En realidad no estaba intentando hacer nada, simplemente miraba las cosas sobre la mesa, o mis ojos lo hacían, porque mi mente estaba en otro sitio, o en muchos sitios a la vez. A ratos me golpeaban como olas las escenas de aquel día; la cascada, la Sofi, el camión dando vueltas, el olor a guayabas, Mamá buscándome sin verme, y en otros, la voz de mi abue Trina machacaba una y otra vez como un martillo mi pecado. Y en veces no entendía yo si algo estaba ocurriendo o es que no pasaba nada.
Después que se fue Rosita, con su cargamento de reproches y consejos prácticos, Mamá se quedó sentada en la orilla de la cama. Cogió el control y encendió el televisor, pero no le prestó atención. Encendió un cigarro y lo fumó de prisa, apagó esa colilla y enseguida encendió el segundo de una larga cadena. A ratos, su mano se posaba sobre el teléfono, como alerta para contestar. —Prepárate tu leche—. Fue lo último que me dijo, antes de sumirse en un silencio sin fondo.
Mucho, pero en verdad que mucho tiempo después, sonó la reja de la cochera, y los faros de la camioneta de Papá iluminaron los ventanales. Luego sonó el golpe seco de la portezuela, unos pasos sobre las baldosas, y rato después la reja cerrándose, y el “clic” del candado. Parecía que nunca terminaría de llegar Papá, pero finalmente apareció frente a los cristales de la puerta, giró la llave y entró.
Debo haber ofrecido un espectáculo lastimero, con un parche cruzado sobre la frente, mi cara maltrecha y la camiseta nueva de la selección rota y manchada de sangre; pues a pesar de que Mamá me lo ordenó en cuanto llegamos a casa, no me había animado a entrarme a bañar hasta que llegase él. Y digo que mi figura debía ser en verdad triste, porque en cuanto me vio, el pálido rictus de ira en el rostro de Papá se quebró como un cristal, las facciones se le reblandecieron y le brotó el llanto. Como afectado de una fatiga severa, se desplomó sobre una silla. Yo me acerqué a su lado y él me abrazó con violencia, lastimando mi quebrantada anatomía.
Abrazado a mi pecho, lloró por un rato largo. Sus lágrimas mojaban mi playera maltrecha. Yo le acariciaba el pelo y le consolaba como a un pequeño:
—Ya, Papá. Ya acabó. —Al escucharme, él lloraba más fuerte—. No me pasó nada, estoy bien. Te prometo que no volverá a suceder.
—¡Ay, mijo! —exclamó de pronto—. No lloro por lo que pasó, lloro por lo que va a ocurrir.
—No te apures —le decía yo, tratando de confortarlo—. Nos acomodaremos, aprenderemos a ser distintos.
Desde la recámara, apenas audible, me llegaba el llanto de Mamá, el primero de muchos llantos solitarios que me tocaría escucharle. Y ése ha sido, sin temor a equivocarme, el sonido más triste que he escuchado en mi vida.
San Patricio Melaque, mayo 26 del 99,
cumpleaños de mi bien amada