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Era viernes, de Nuestra Señora del Rosario, el día que perdí la inocencia. Como no hubo clases, la Madre Directora decidió que ese día después de misa se hiciera el paseo para el grupo de sexto. Paseo que nos tenía prometido desde Fiestas Patrias, cuando sin proponérnoslo, ganamos el concurso municipal de oratoria. Ni en sueños hubiésemos pensado que la gorda Licha podía llegar a la eliminatoria final, mucho menos hubiéramos imaginado que podía ganar. Pero lo hizo, y la Madre Conchita se puso tan contenta que en ese mismo instante nos ofreció llevarnos de paseo al río de La Villa. Ésa sí que fue sorpresa para nosotros, fue tanta nuestra alegría que le cantamos porras a la Gorda, la alzamos en hombros y algunos hasta besos le dieron.

Nuestro júbilo duró lo que tardó la Madre Conchita en entrar al despacho de la Madre Directora, y salir casi de inmediato, con la cara colorada por la regañiza y el gesto contrito por la negativa. Y allí hubiera quedado su buena intención, pero una llamada del papá de Tomás, que es el presidente de la sociedad de padres, logró que la Madre Directora atenuara sus recelos y terminara aceptando; dijo que sí pero no puso fecha. Como quiera, bastó con que dijera que sí para devolvernos la alegría y salvar la palabra empeñada de la Madre Conchita.

Este fue mi primer pecado. Porque yo, junto con los otros vales, fui de los que animamos a Tomás, o más bien, casi lo obligamos a que convenciera a su papá, a que lo atosigara con ruegos y súplicas para que hablara con la Directora, y nos dejara hacer el paseo. Todo porque Álvaro nos había ofrecido que, en un descuido de las madres, nos escurriríamos de la Poza Honda, que es a donde nos querían llevar, y que él nos guiaría hasta la cascada de Los Chorros, que conocía porque sus primos mayores lo habían llevado allí en vacaciones. Según él, en esa cascada se podía escalar y saltar desde lo alto, para caer entre la espuma que el agua revuelta hace, y si uno sabía nadar bien y tenía buenos pulmones, alcanzaría a tocar el fondo arenoso de la poza, a más de cuatro metros de profundidad. Álvaro alardeaba de haberlo logrado, y nos retaba a hacer lo mismo durante el paseo.

Era viernes de Nuestra Señora, y era mucha mi mala suerte que la Madre Directora hubiese decidido dos días antes ponerle esa fecha al prometido paseo. Porque yo era el único de todo el salón que no había entregado el maldito trabajo de Ecología, y la Madre Conchita, que ya me había dado por tercera ocasión la última oportunidad, contuvo por fin su misericordia y se animó a decírselo a Mamá. Lo cual no fue la peor parte, sino que Mamá, que no guardaba más paciencia para mi persistente inconstancia académica, y un poco también por fastidiarlo a él, terminó por contárselo a Papá.

Papá es un hombre sumamente ocupado. La frase que más recuerdo haberle escuchado es: “no tengo tiempo”. Nunca tiene tiempo; sale de casa antes de las siete, hora en que yo me levanto. Al mediodía llega a comer a toda prisa, hace una muy merecida siesta, durante la cual la casa debe permanecer en silencio, y vuelve al trabajo enseguida, para tornar ya noche, cuando Mamá ha terminado de ver su novela y yo, con mucha frecuencia, estoy ya dormido. Tan ocupado Papá, que más de una vez no llegó a la cena de aniversario que Mamá le tenía preparada, lo que ella no pierde ocasión de echarle en cara, sobre todo cuando hay visitas. Tan ocupado Papá, que no siente curiosidad por la marcha de mis estudios, y si alguna vez tiene que mencionar el grado en que voy, debe preguntárselo a Mamá primero. Pero en las raras ocasiones en que decide intervenir en mis asuntos escolares, como en ésta, las consecuencias suelen ser funestas. Así que al darnos la Madre Conchita la esperada noticia, yo les seguí el juego a los otros, grité y aplaudí, y con ellos hice planes para escabullirnos a la cascada, y juramentos de no rajarnos de saltar desde lo alto. Pero por dentro ya lloraba, de pensar que sería el único del salón que no iba a ir al paseo.

Lo que me agüita bien mucho es saber que fue mi culpa. Todo por mi maldita flojera. ¿Qué me costaba haber hecho la tarea? Mi abuelita Trina me dice siempre que el trabajo es una bendición de Dios, que gracias a él tenemos qué llevarnos a la boca, y que en cambio, la flojera es cosa del demonio. Yo, para desdicha mía y de mis papás, he sido perezoso desde chiquito, nunca me gustó hacer el quehacer, ni ayudar en la casa, ni hacer mandados y menos todavía hacer tarea. Puedo jugar futbol tres horas seguidas sin sentir cansancio, puedo subir en bicicleta al Cerrito con los compas, y a veces le ayudo a Chuy a lavar su troca, que está bien grandota, pero no me sienten en la mesa del comedor frente a una libreta de la escuela, porque de inmediato me empieza a doler la panza, me entran unas ganas terribles de ir al baño, me da sed o me duele la cabeza. Mamá, que nunca me cree, se enoja, grita, se desespera y termina rindiéndose antes de diez minutos. Sólo mi abue Trina es persistente, me atosiga con sus discursos sobre la maldad de Lucifer, las terribles llamas del averno, y las mil torturas que allí sufren las almas descarriadas. Me restriega una y otra vez mi flojera en los oídos y no todas, pero muchas veces, consigue que yo haga mi tarea.

Ahora debo aceptar que ella tenía razón, y que yo ya debo de estar condenado. Porque yo sabía que no tenía derecho de ir al paseo, después de que Papá, furioso porque Mamá le había dicho de mi tarea inconclusa, y también porque según él, Mamá lo molestaba porque ella no era capaz de hacer lo que le correspondía, me pegó una santa cueriza, me castigó un mes sin salir a jugar y lo que más me dolió, me prohibió que usara la camiseta oficial de la Selección que acababa de traerme de Guadalajara. Todo por no haber hecho la tarea de Ecología, y haber provocado que Papá le reprochase a Mamá su descuido en mis estudios, y que ella le contestara que yo era hijo de los dos, y que él jamás se había dignado pararse por el colegio. A lo cual Papá respondía que su obligación era traer dinero a casa, y que diera gracias que ganaba lo suficiente para tenerme en el colegio, lo cual, por cierto, se hacía para complacerla a ella, pues de sus ganas, él me hubiera mandado a la escuela pública, para que me hiciese hombrecito como él, en vez de andar entre las faldas de las monjas. Invariablemente, Mamá le respondía que precisamente para eso me había metido al colegio, para evitar que me convirtiera en un bruto, como él. Y de estas razones pasaban a los reproches, los gritos y las majaderías, como les decía mi abuela, para terminar siempre con el portazo que daba Papá cuando, furioso y desencajado, abandonaba la casa. Lo peor no era que discutiesen, y que incluso hubiesen llegado a los golpes, sino que yo estuviera allí presente, escuchándolos y viéndolos encrespados como dos gallos de pelea, sobretodo cuando yo tenía la culpa de sus pleitos. Porque mi abue Trina dice que a pesar de su carácter arrebatado, Papá es un hombre bueno, y que Mamá hace muy mal en enfrentarlo y responderle, porque los hombres así son, y la mujer debe aguantarse y ofrecérselo todo a nuestro señor, pero las mujeres de ahora han olvidado el respeto y la devoción, y por eso el mundo anda ahora de cabeza. Y a mí me dice que yo no debo dar motivo para que ellos tengan disgustos, porque si no un día de estos Papá se va a cansar, y terminará por irse de la casa, y que yo soy el único que puede mantenerlos unidos. Por eso creo que ya me condené, pues aún sin tener derecho, y a pesar de que ni siquiera había empezado a hacer el trabajo que causó mis males, ese día, cuando la Madre Conchita nos anunció que la Directora acababa de autorizar el paseo para el día de nuestra señora, nomás llegué a casa, me lancé tras Mamá para pedirle, para rogarle que me dejase ir. Y aunque me dé vergüenza, no sólo supliqué, sino que lloriqueé, pataleé, juré por la virgen que Papá no se enteraría, al fin él nunca se daba cuenta de nada. Que ya tenía avanzado mi trabajo y que el sábado sin falta lo terminaría. Todo porque quedarme en casa ese día, mientras todo el salón se iba de paseo, y los otros vales se escapaban a la cascada, me parecía la injusticia más grande que podía ocurrir sobre la tierra. Y Mamá, pobrecita, fastidiada de tanta necedad, terminó por acceder.

Ese fue mi pecado, del que tantas veces me previno mi abue. Aunque yo podría alegar que en realidad la culpa fue de la Sofi, pero nadie va a creerme. Porque el día que la Madre nos dejó la tarea de Ecología, ella llevaba su faldita corta, que es muy corta, y cuando lo hace, la Madre la castiga mandándola hasta atrás del salón, a dos filas tan sólo de mi banca. Y yo apenas necesito voltear para mirarla, y entonces recuerdo lo que mis compañeros dicen de ella, lo que algunos afirman haber visto, y me vienen pensamientos raros, y parece que estuviera dormido y despierto al mismo tiempo, y me da por no entender lo que la Madre dice, y no apunto nada. Por eso no me di cuenta de que nos dejaron ese trabajo, hasta el día que teníamos que entregarlo y yo era el único que no lo llevaba.

La bruja

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