Читать книгу El valle perdido y otros relatos alucinantes - Algernon Blackwood, H. Bedford-Jones, V. A. Pearn - Страница 10

III

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UNA VEZ AFUERA, FLOTANDO EN LA NOCHE, el policía le dio a su hombro una fuerte sacudida que lanzó su pequeña carga al espacio abierto.

—¡Salte! —gritó—. ¡No hay ningún peligro!

El profesor cayó como una bala hacia el pavimento, y de pronto se empezó a elevar otra vez, como un globo. Todo rastro de fiebre o incomodidad corporal lo había abandona­do por completo. Se sentía tan ligero como el aire y tan fuerte como el rayo.

—Ahora, ¿adónde vamos? —sonó la voz arriba de él.

Simon Parnacute no era muy volador. Nunca había conocido esos extraños sueños de vuelo que constituyen un raro placer en la vida onírica de muchas personas. Estaba increíblemente aterrado hasta que se dio cuenta de que no se estrellaba contra la tierra y de que tenía dentro de sí el poder de regular sus movimientos, de elevarse o hundirse a voluntad. Entonces, por supuesto, la furia más salvaje de deleite y libertad que hubiera conocido en la vida destelló por todo su cuerpo y ardió en su cerebro como una intoxicación.

—¿Las grandes ciudades o las estrellas? —preguntó el policía mundial.

—No, no —gritó—, el campo: ¡el campo abierto! ¡Y otras tierras! —pues Simon Parnacute nunca había viajado. Por increíble que parezca, en toda su vida lo más lejos que había estado de Inglaterra era un velero en Southend. Su cuerpo había viajado aún menos en su imaginación. Con esta capacidad de movimiento repentinamente incrementada, el deseo de correr por todas partes y ver se volvió una pasión.

—¡Bosques! ¡Montañas! ¡Mares! ¡Desiertos! ¡Lo que sea, excepto casas y gente! —gritó, elevándose hacia su compañero sin el menor esfuerzo.

Un intenso anhelo de ver las regiones desoladas y solitarias de la Tierra se apoderó de él, desgarrándolo para salir en palabras extrañamente diferentes a su forma de hablar normal y mesurada. Toda su vida había dado pasos de un lado a otro en un jardincito muy formal con los caminos más precisos que se pueda uno imaginar. Ahora quería un mundo sin sendas. La reacción fue tremenda. El deseo del árabe por el desierto, del gitano por los páramos abiertos, el “deseo de la agachadiza por la Naturaleza” —el anhelo del eterno vagabundo— poseyó su alma y encontró desahogo en las palabras.

Era como si la pasión del mirlo liberado se estuviera reproduciendo en él y volviéndose articulada.

—Me persiguen los rostros de los lugares olvidados del mundo —gritó impetuosamente—. Playas tendidas a la luz de la luna, olvidadas a la luz de la luna… —su expresión, como la del pájaro, se había vuelto lírica.

“¿Será esto lo que sintió el mirlo?”, se preguntaba.

—Entonces, vamos —gritó en respuesta el policía—. No hay más tiempo que el presente, recuerde. —Se lanzó por el espacio como un enorme proyectil. Producía un ligero silbido al pasar.

Parnacute siguió su ejemplo. El más ligero deseo, descubrió, le daba al instante la facilidad y velocidad del pensamiento.

El policía se había quitado su casco, abrigo y cinturón, y los había dejado caer desde lo alto en alguna calle de Londres. Ahora aparecía como el simple contorno azul de un hombre, apenas discernible contra el cielo oscuro: un contorno lleno de aire. El profesor se echó un vistazo y vio que él también era sólo el contorno de un hombre: un contorno pálido lleno del aire morado de la noche.

—Vamos, pues —exclamó ese “poli del mundo”.

Los dos juntos subieron disparados vertiginosamente, y las luces de Londres, ciudad y suburbios, se alejaron parpadeando debajo de ellos, en líneas y parches radiantes. En un segundo la oscuridad llenó el enorme hueco, derramándose detrás de ellos como una poderosa ola. Otros arroyos y parches de luz se sucedieron rápidamente, borrosos y tenues, como los faroles de las estaciones de tren vistas desde un expreso nocturno, conforme otras poblaciones iban pasando debajo de ellos en serie y eran devoradas por el golfo que dejaban atrás.

Un aire fresco y salado les pegó en la cara, y Parnacute oyó el suave romper de las olas al cruzar el Canal, y siguieron deslizándose sobre los campos y bosques de Francia, que deste­llaban debajo de ellos como los cuadros de un imponente tablero de ajedrez. Como juguetes, un pueblo tras otro pasó disparado, con su olor a ganado, humo de turba y tenues vientos de la primavera cercana.

A veces pasaban bajo las nubes y perdían las estrellas, a veces sobre ellas y perdían el mundo; a veces sobre bosques que rugían como el mar, a veces sobre vastas planicies quietas y silenciosas como la tumba; pero Parnacute siempre veía las constelaciones de Orión y las Pléyades brillando en el cuello del policía volador, con su diseño resaltando como si tuvieran diminutos focos eléctricos.

Debajo de ellos yacía el gigantesco mapa de la tierra, levantada, marcada, de colores oscuros, respirando: un mapa vivo.

Luego llegó el Jura, suave y morado, alfombrado de bosques, rodando bajo ellos como un sueño, y desde lo alto vieron valles adormecidos y oyeron el lejano correr del agua y el canto de incontables arroyos.

—¡Gloria, gloria! —gritó el profesor—. ¿Y los pájaros conocen esto?

—No los que están prisioneros —fue la respuesta. Y más adelante surcaron veloces sobre grandes extensiones resplandecientes de agua al acercarse a los lagos de Suiza. Luego, al entrar en las zonas de atmósfera gélida, voltearon hacia abajo y vieron torres blancas y pináculos de plata, y las formas imponentes y quebradas de glaciares que se alzaban y caían entre campos de nieve eterna, doblándose sobre las monta­ñas en una vasta procesión.

—Creo que… ¡tengo miedo! —jadeó Parnacute; trató de agarrar a su compañero, pero sólo atrapó el aire gélido.

El policía rio con ganas.

—Esto no es nada… comparado con Marte o la Luna —gri­tó, remontándose hasta que los Alpes se veían como un macizo de campanillas de invierno en un jardín de Surrey—. Pronto se acostumbrará.

El profesor de Economía Política se elevó detrás de él. Pero más adelante volvieron a descender trazando una inmensa curva y tocaron las cimas de las montañas más altas con los dedos de los pies. Esto de inmediato volvió a mandarlos al aire, rebotando con el ímpetu de los cohetes, y así siguieron precipitándose por la noche perfumada y sin sendas hasta que llegaron a Italia y dejaron atrás los Alpes como el muro sombrío de otro mundo que se les había acercado silenciosamente a través del espacio.

—¡Madre de las Montañas! —gritó el académico, fasci­nado—. ¿Y el mirlo también conoció esto?

—De ser así, se lo debe a usted —respondió el policía.

—Y yo se lo debo a usted.

—No: a usted mismo —respondió su guía volador.

¡Y luego el desierto! Habían cruzado el fragante Mediterráneo y llegado a las zonas de arena. Se levantaba en nubes y hojas mientras un poderoso viento se agitaba sobre las leguas de soledad que se extendían debajo de ellos hasta la distancia azul. Se arremolinaba alrededor de ellos y les picaba la cara.

—¡Delgados cordones de arena que se desmoronan antes que ceñir! —gritó el profesor con una carcajada, sin saber lo que había dicho en el delirio de su placer.

El aroma caliente de la arena lo entusiasmaba; saber que en cientos de kilómetros no se veía una casa ni un ser humano lo emocionaba vertiginosamente con el deleite incalculable de la libertad. El esplendor de la noche, místico e incomunicable, lo superó. Se elevó, riendo con desenfreno, sacudiéndose la arena del pelo y trazando curvas gigantescas por el espacio estrellado que lo rodeaba. Recordaba vívidamente la imagen de esas alas desaliñadas en la jaulita apretada… y luego volteó hacia abajo y se dio cuenta de que aquí los vientos se hundían exhaustos por la fatiga misma de tener demasiado espacio. Ay, si pudiera arrancar los barrotes de todas las jaulas que el mundo ha conocido —liberar a todas las criaturas cautivas—, ¡restaurar a toda la fauna alada salvaje la libertad de los espacios abiertos que es suya por derecho!

Volvió a gritar a las estrellas y los vientos y los desiertos, pero sus palabras no encontraron expresión inteligible, pues su pasión era demasiado grande para ser confinada en cualquier medio conocido. Sólo el policía mundial entendió, quizá, pues bajó volando en círculos alrededor del pequeño profesor y reía y reía y reía.

Y parecía como si enormes figuras se formaran en el cielo para escuchar, y se agacharan para levantarlo con un solo movimiento de sus inmensos brazos desde la tierra hasta las alturas. Tal era el torrencial poder y deleite de escape que había en él que casi sentía que podía sobrevolar los helados abismos de la propia Muerte… sin que jamás lo atrapara…

Las formas colosales de Egipto, terribles y monstruosas, pasaron abajo muy lejos en enorme y sombría procesión, y las desoladas montañas libias lo atrajeron flotando sobre sus páramos de piedra…

¡Y esto era sólo un principio! ¡Asia, India y los mares del Sur estaban todos a su alcance! De uno en uno podían visitarse todos. ¡Los espacios interestelares, los planetas lejanos y la blanca Luna aún quedaban por explorar!

—Pronto debemos pensar en volver —oyó la voz de su compañero, y entonces recordó cómo su propio cuerpo, acalorado y febril, estaba tendido en aquel cuartito sofocante del otro lado de Europa. En efecto, estaba enjaulado —el cuerpo maltrecho en el cuarto, y él mismo en el cuerpo maltrecho—: doblemente enjaulado. Se rio y tiritó. El viento lo recorrió, dejándolo limpio. Se volvió a elevar en el éxtasis del vuelo libre, siguiendo al policía de camino a casa, y abajo las montañas se volvieron una línea morada en el mapa. En una serie de grandes planeos reposaron en la cima de la Pirámide y luego en la frente de la Esfinge, y así hacia delante, tocando la tierra a intervalos, hasta que oyeron nuevamente las olas sobre la costa, y otra vez se elevaron por los aires sobre el mar, cruzando España y los Pirineos. El delgado contorno azul del policía se mantuvo siempre a su lado.

—¡De todas las lejanas colinas del cielo soplan estos vientos de libertad! —gritó al espacio, y después soltó una carcajada que hizo que su guía diera vueltas y vueltas alrededor de él, riendo por lo bajo mientras volaba. Era una risita curiosa, argéntea… pero sonaba como si le llegara desde una distancia mucho mayor que antes. Le llegaba, por decirlo así, a través de barreras.

La imagen de la tienda para aficionados a los pájaros le volvió a llegar vívidamente. Vio los ojitos implorantes y asustados; oyó el golpeteo incesante de los pies apresados, las alas pegando contra los barrotes y los suaves cuerpos empujando en vano para salir. Vio la cara colorada de Theodore Spinks, el propietario, regodeándose ante la escena de vida cautiva que le daba los medios para vivir: los medios para disfrutar su pequeña medida de libertad. Vio a la gaviota decaída en su rincón, y al búho con los ojos llenos del polvo de la calle, sus orejas emplumadas crispándose… y entonces volvió a pensar en los seres humanos enjaulados del mundo —hombres, mujeres y niños— y un dolor, como el dolor de un universo entero, le quemó el alma y encendió su corazón de anhelo… de liberarlos a todos al instante.

Y, al no poder encontrar palabras para expresar lo que sentía, volvió a encontrar alivio en su extraño e impetuoso canto.

Simon Parnacute, profesor de Economía Política, ¡cantó en mitad del cielo! Pero ése fue su último recuerdo vívido. A partir de ahí, todo se fue poniendo un poco borroso. Todo cambió rápidamente como en un sueño cuando el cuerpo se acerca al momento de despertar. Él trató de sujetarlo y detenerlo, de retrasar el momento en que debía terminar, pero ese poder estaba más allá de él. Se sentía pesado y cansado, y volaba más cerca del suelo; los intervalos entre las curvas de vuelo se hicieron más y más pequeños, el ímpetu más y más débil mientras él a cada momento se volvía más denso y estúpido. Su curso por los campos del sur de Inglaterra, en su camino a casa que ya era casi trabajoso, se volvió una serie de saltos largos y bajos más que un vuelo propiamente dicho. Más y más seguido se veía obligado a tocar tierra para adquirir el impulso necesario. El policía corpulento parecía haberse fundido repentinamente en el azul de la noche.

Luego oyó que se abría una puerta en el cielo sobre su cabeza. Una estrella bajó y se acercó demasiado, y lo deslumbró. Instintivamente gritó pidiendo ayuda a su amigo, el policía mundial.

—Ya es hora de su sopa —fue la única respuesta que ob­tuvo.

No parecía ser la respuesta correcta, ni tampoco la voz correcta. Un terror de estar perdido permanentemente lo invadió, y volvió a gritar, más fuerte que antes.

—Y primero la medicina —soltó la voz estridente y aguda desde el espacio infinito.

No era la voz del policía para nada. Ahora lo sabía, y entendía. Una sensación de agotamiento, de repulsión nauseabunda y hastío se apoderó de él. Volteó hacia arriba. El cielo se había vuelto blanco; vio cortinas y paredes y una lámpara brillante con una pantalla roja. Ésta era la estrella que por poco lo había cegado: ¡sólo una lámpara en el cuarto de un enfermo! Y, de pie en el otro extremo de la habitación, vio la figura de la enfermera de cofia y delantal.

Bajo él yacía su cuerpo en la cama. Su sensación de repugnancia y hastío se volvió un horror absoluto. Pero se hundió exhausto en él: en su jaula.

—Tome esta sopa, señor, después de la medicina, y luego quizá podrá dormir otro poco —le decía la enfermera con amable autoridad, encorvada sobre él.

El valle perdido y otros relatos alucinantes

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