Читать книгу El valle perdido y otros relatos alucinantes - Algernon Blackwood, H. Bedford-Jones, V. A. Pearn - Страница 18

V

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EN AQUELLA MANSIÓN CAMPESTRE con alma de villa disfrutamos de una paz deliciosa. Frances retomó su pintura, aprove­chando lo propicio del clima para salir a elaborar bocetos de flores, árboles y recovecos del bosque, el jardín e incluso la casa cuando alguna parte del edificio se asomaba sugestivamente tras las plantas. La señora Franklyn siempre andaba ocupada en diversas actividades y no inter­fería con nosotros, salvo para proponer un paseo en auto o tomar el té en otro rincón del jardín y cosas por el estilo. Andaba por todas partes, al parecer sin hacer nada, pero con alguna preocupación. La casa la absorbía. No se presentaron visitas. Por una parte, ella aún no anunciaba su regreso del extranjero; por la otra, creo que los vecinos —los vecinos del marido— quedaron desconcertados cuando cesaron las buenas obras. Las reuniones de brigadas y sociedades de templanza dejaron de celebrarse en el salón grande, y el vicario condujo las salidas de alumnos a otros campos, sin ofrecer ninguna explicación. Los únicos recordatorios del hombre que antes vivió en la casa eran su retrato de cuerpo entero en el comedor y la presencia del ama de llaves con los cabellos “chamuscados”. La señora Marsh conservaba su puesto en silencio, sin duda bien pagada, y no daba señales de aquella censura disimu­lada que podría haberse esperado de su parte. En realidad, nada sucedía digno de tal desaprobación, dado que ninguna cosa “mundana” penetraba la casa o sus alrededores. Mientras vivió su amo, la señora Marsh desempeñaba el papel de otra “alma salvada del fuego” en las congregaciones de evangelistas, y tenía por costumbre testimoniar gritando mientras él adornaba la plataforma para conducir los torrentes de oraciones. A veces la observé en las escaleras, donde se quedaba flotando de un lado a otro, mirando y escuchando por partes iguales, y advertí que esa mujer representaba un vínculo con la influencia de su prejuiciado patrón. Entre nosotros, ella era la única persona que pertenecía a la casa y parecía consi­derarla su propio hogar. Cuando la veía hablar, siempre res­petuosa y correcta, con la señora Franklyn, yo detectaba que, a pesar de su actitud nada agresiva, ejercía cierta influencia para que su patrona se quedara en el edificio para siempre, para que viviera ahí. Impedía la fuga, obstaculizaba que “la tratara de ordenar”, frustraba en lo que le era posible su voluntad de ser libre. Tales ideas tenían un carácter fugaz. Sin embargo, en otra ocasión, cuando bajé tarde por la noche para tomar un libro de la antecámara de la biblioteca y me topé con ella sentada en soledad en el vestíbulo, me dio una impresión contraria a la fugacidad. Nunca olvidaré el efecto sumamente desagradable que tuvo sobre mí. ¿Qué podía estar haciendo ahí, a las once y media de la noche, sola en la oscuridad? La vi tiesa en una silla grande, justo bajo el reloj. Me llevé un susto, pues era demasiado raro e incongruente. Al darme vuelta para subir las escaleras se levantó en silencio y me preguntó respetuosa, con los ojos vueltos al suelo como siempre, si ya había terminado con la biblioteca para echar los cerrojos. Eso fue todo, pero aquella experiencia se quedó en mi memoria, marcada por la aversión.

Por supuesto, tales impresiones diversas me llegaban en momentos raros, no en una sola sucesión, como las describo aquí. Después de tres días pude trabajar con bastante intensidad, no escribiendo, como ya expliqué, sino leyendo, tomando notas y localizando materiales en la biblioteca para usar en el futuro. Esos curiosos destellos se producían al azar y me tomaban por sorpresa, y a veces con sobresalto, pues probaban que la Sombra se mantenía en mi inconsciente y que sus causas quedaban lejos del alcance de mi percepción, dejándome inquieto mientras trataba de “anidar” en un lugar donde no era deseado. El trabajo del cerebro no se realiza bien a menos que su parte más profunda se halle en armonía, y eso explica mi incapacidad para escribir. En verdad, todo el tiempo me dedicaba a buscar algo que no lograba encontrar, una explicación que me evadía continuamente. No contaba más que con aquellos indicios triviales. No obstante, amontonados lograban entre todos definir un poco a la Sombra. Me fui dando mejor cuenta de que su existencia era por completo real. En esta parte de mi narración apenas he mencionado a Frances o a mi anfitriona, ya que contribuyeron poco o nada a lo que estoy describiendo. Por fuera llevábamos una vida tranquila, normal y rutinaria. La conversación se mantenía dentro de una banalidad absoluta, sobre todo la de la señora Franklyn. Nada de lo dicho sugería alguna revelación. Las dos se hallaban al interior de la Sombra, y ambas lo sabían, pero se abstenían de toda interpretación. No dudo que hablaran en privado, pero sobre eso no puedo proporcionar ningún detalle.

Pasaron diez días de una estancia común y corriente antes de toparme cara a cara con una rareza que desafiaba cualquier intento de captura. “Hay algo aquí que jamás sucede”, fue la oración pronunciada por mi mente, “y por tal razón ninguno se atreve a mencionar el tema.” Al mirar por la ventana a las vulgares aves negras, con los dedos de las patas flexionados, picoteando en busca de sus gusanos, entendí con claridad que aun ellas, lo mismo que cada cosa, ya fuese grande o pequeña, en la casa y su terreno, quedaba bajo el signo de lo raro, y lo raro tenía el efecto de deformarla. En su totalidad, la vida ahí se reducía a una atmósfera castrada, sin crecimiento ni poder. Los dones de Dios nada significaban; se ignoraba Su amor por la alegría, en el jardín no se cantaba ni se danza­ba. Su contenido era el odio. Mi mente se apresuró a concluir: “la Sombra es una manifestación del odio, y el odio es el Diablo”. Supe que llegaba en parte a la verdad y tuve miedo.

Dejé los libros y salí: vi un cielo nublado, pero el día no tenía nada de triste. La luz filtrada por las nubes le daba un tono cálido, casi veraniego. Sin embargo, contemplé el territorio al desnudo, pues por fin entendí. El odio significa pelea, y entre ambas fuerzas se teje la capa con que se viste el terror. Yo no poseía creencias religiosas ni compartía las series de dogmas denominadas credos, así que podía observar el asunto desde fuera, con objetividad. Absorbí, sin embargo, lo suficiente para considerar (elogiándome) compasivamente a los otros, de alma menos aventurera. El retrato del comedor acechaba en todas partes, se escondía detrás de cada árbol, me observaba desde la fea punta de las torres burguesas, y se notaba la huella pesada de su mano sobre cada lecho de flores. “No se puede hacer esto, no se puede hacer aquello”, vi escrito en el aire. “Prohibido salir de los senderos angostos”, dijeron los barandales de rígido hierro negro. “No se puede andar aquí”, manifestaban todos los prados. “Usa los escalones”, “No cortes las flores, no hagas ruido de risas, cantos o bai­les”, prohibían letreros sobre la rosaleda. Y la declaración corriente de “Los infractores serán procesados” se modificaba en mensajes que aparecían sobre las araucarias y los acebos: “Los infractores serán destruidos”. Al final de cada terraza se erguían implacables agentes policiacos, carceleros, verdugos, quienes cantaban: “Ven con nosotros o quedarás eternamente entre los malditos”.

Me congratulé por haber descubierto esa obvia explicación del ambiente carcelario que exudaban las Torres. No se me ocurrió que la pesada influencia póstuma del viejo Samuel Franklyn fuese insuficiente como solución. La viuda, con su esfuerzo por “tratar de ordenar”, intentaba olvidar el miedo y el credo deprimente que adoptó por obligación. Frances, con su mente delicada, no hablaba del asunto, pues se refería a la influencia de un hombre a quien su amiga había amado. Me sentí más ligero, se me quitó una carga de encima. Recordé una máxima que leí no sé dónde: “Asociar lo desconocido a lo conocido significa entender”. Experimenté un gran alivio; al fin podría hablarle a Frances, y aun a mi anfitriona, sobre el tema sin riesgo de dar pasos en falso. Pues tenía la llave en la mano, y podría incluso ayudar a disipar la Sombra, a “tratar de ordenar”. ¡Quizás así se justificaba haber sido invitados por tanto tiempo!

Riéndome, quizá de mí mismo, entré en la casa. “¡Tal vez la perspectiva del artista, sin dogmas duros y sencillos, sea igual de estrecha que las demás! ¡La humanidad es algo tan pequeño! ¿Por qué no será posible que exista una combinación verdadera de todos los puntos de vista?”

A pesar de mi gran descubrimiento sobre poner las cosas en su sitio, me dominó con mucha fuerza el sentimiento de “inestabilidad”. Y de pronto me encontré con Frances, que bajaba por las escaleras con un portafolios de bocetos bajo el brazo.

Desde su llegada estuvo trabajando mucho, pero me di cuenta abruptamente de que no me había mostrado nada de lo que llevaba hecho. Me pareció raro, poco natural. La manera en que quiso pasar junto a mí confirmó mi sospecha inicial: sus trabajos no estaban a la altura que debían.

—¡Un momento! —le dije entre risas—. Es la hora de exponer tus cosas. No he visto nada de lo que has hecho desde que llegaste; tú, que siempre me enseñas todo. Eso me parece una atrocidad degradante.

Mi risa quedó congelada. Hizo un gesto de astucia tratando de pasar a mi lado, y casi decidí dejarla pasar, pues me afectó ver la expresión en su cara: incómoda, avergonzada, sonrojándose y empalideciendo, y me hizo pensar en un niño que es sorprendido en alguna travesura secreta. Casi expresaba miedo.

—¿Es porque todavía no están terminados? —pregunté con mayor seriedad—. ¿O son demasiado buenos para que yo los entienda?

Mi crítica pictórica, según solía decirme, resultaba a veces burda e ignorante. Añadí:

—Me los dejarás ver más adelante, ¿verdad?

Sin embargo, Frances no quiso tomar esa salida que le ofrecía yo. Cambió de opinión y sacó el portafolios que llevaba bajo el brazo.

—Si de verdad lo deseas, Bill, puedes verlos —dijo en voz queda, en un tono que evocaba a una nana que habla con un niño recién salido de la infancia primera—. Tienes edad suficiente para contemplar el horror y la fealdad… aunque no te lo aconsejo.

—Quiero verlos —repuse, y me di vuelta para bajar junto a ella, pero me dijo:

—Mejor sube conmigo a mi cuarto, ahí nadie nos molestará.

Creí que iba de camino a mostrar sus obras a la anfitriona, y no deseaba que las viéramos al mismo tiempo. Mi mente comenzó a trabajar con furia.

—Mabel me pidió que los hiciera —explicó en un tono de voz que expresaba un horror sumiso, después de cerrar la puerta—. De hecho, me lo suplicó. Ya sabes que es muy per­sistente a pesar de ser tan callada. Tuve… no tuve más remedio que hacerlos.

Se sonrojó y abrió el portafolios sobre la mesa al lado de la ventana, y se puso tras de mí mientras yo iba pasando los bocetos, cuyos temas comprendían el terreno, los árboles y el jardín. Al comenzar mi inspección no hallé ningún motivo por el cual pudiera ofenderse el sentido de modestia de mi hermana. Mi atención se desvió por un instante, pues otra pieza del rompecabezas caía en su sitio, definiendo con mayor exactitud aquello que yo nombré “la Sombra”. Me acordé de que la señora Franklyn, en la biblioteca, me sugirió que quizá podría escribir algo sobre el lugar; yo supuse entonces que no se trataba más que de otro de sus comentarios banales y no le puse más atención. Sin embargo, entendí de pronto que hablaba en serio. Deseaba las interpretaciones expresa­das por nuestros “talentos” respectivos en pinturas y escritos. Eso revelaba los motivos de su invitación. Nos dejaba solos a propósito.

—Me gustaría romper todo —susurró Frances detrás de mí, temblando—. Sólo que prometí…

Se interrumpió un momento.

—¿Le prometiste que no los romperías? —pregunté, con los ojos adheridos a los bocetos y sintiendo una rara angustia.

—Le prometí que antes se los enseñaría a ella —terminó, en voz tan baja que apenas la pude escuchar.

Carezco de comprensión intuitiva e inmediata del valor de las obras pictóricas. Todos creen que sus juicios son acertados, pero yo no me considero mejor espectador que cualquier persona común y corriente. Con frecuencia Frances me encontraba culpable de errores y de una gran ignorancia. Sólo puedo decir que examiné los bocetos con asombro y repulsión. Me parecieron atroces. Sentí vergüenza por mi hermana, quien con algún pretexto se movió al otro lado de la habitación y no los examinó junto a mí. Su talento era mediocre, pero conocía momentos de inspiración. Es decir, momentos en que una visión de la belleza no habitual en ella pasaba divinamente por sus labores. Las interpretacio­nes de aquellos últimos dibujos me parecieron indudables frutos de inspiración, mas no la suya. La ejecución era excelente; al mismo tiempo, resultaban atroces. Sus significados apenas quedaban sugeridos, sin nunca ir más lejos. Implicaban habilidad y poder pecaminosos, hacían sugerencias abominables, dejando casi todo a la imaginación. Encontrar esa especie de significados en un jardín burgués e inter­pretarlos con tanta delicadeza y certidumbre presentaba ciertos simbolismos siniestros, incluso diabólicos. La delicadeza la aportaba la pintora, pero el punto de vista correspondía a otra persona. La palabra que se me ocurrió no fue la burda descripción de lo “impuro”, sino una obra que se manifestaba contra la pureza, algo mucho más fundamental: la antipureza.

Fui pasando los bocetos uno por uno, como pasa un niño las páginas de un libro prohibido, temeroso de ser sorprendido.

—¿Qué hace Mabel con ellos? —le pregunté en voz baja al acercarme al final—. ¿Los guarda?

—Toma notas en un cuaderno y después los destruye —fue la respuesta desde el otro lado del cuarto, con un suspiro de alivio—. Me alegro de que los hayas visto, Bill. Quería enseñártelos, pero me daba miedo. ¿Me entiendes?

—Entiendo —repliqué, aunque la pregunta no necesitaba respuesta. Lo único que logré entender fue que la mentalidad de Mabel era igual de dulce y pura que la de mi hermana, y que tendría buenas razones para actuar de tal manera. ¡Destruía los bocetos, pero antes tomaba notas! Constituían una interpretación del lugar que ella buscaba. Como hermano sentí un poco de resentimiento, pues Frances desperdiciaba tiempo y talento cuando podría estar haciendo obras que podría vender. Naturalmente, también sentí otras cosas…

—Mabel insiste absolutamente en pagarme cinco guineas por cada uno.

Me quedé estúpidamente sin palabras durante un mo­mento.

—Debo aceptar o irme —prosiguió tranquilamente, aunque se puso un poco pálida—. Lo he intentado todo. Al tercer día después de mi llegada tuvimos toda una escena, cuando le mostré mi primer boceto. Quería escribirte sobre esto, pero no pude decidirme…

—Entonces, ¿no es intencional de tu parte? Perdón por preguntar, querida Frances —balbuceé sin saber qué decir o pensar, mientras recordaba la sensación de “leer entre líneas” en su carta—. Quiero decir, tú haces los bocetos a tu manera habitual y… el resultado aparece por su cuenta, por decirlo así.

Asintió, abriendo las manos como los franceses.

—No necesitamos quedarnos con el dinero, Bill. Podemos regalarlo, pero… debo aceptarlo o irme de aquí.

Volvió a encogerse de hombros. Se sentó en una silla frente a mí y se puso a mirar la alfombra.

—¿Dices que se produjo una escena? —continué—. ¿Ella insistió?

—Me rogó que continuara —repuso mi hermana en voz muy baja—. Ella cree que… es decir, tiene la idea o teoría de que algo anda mal con este lugar.

Frances se interrumpió tartamudeando. Sabía que yo no apoyaba teorías sin fundamento.

—Es por algo que siente, entonces —le ayudé, con más que curiosidad.

—Oh, sabes a qué me refiero, Bill —dijo, desesperada—. Que el lugar se halla saturado por alguna influencia que ella es demasiado estúpida y positiva para interpretar. Trata de volverse más negativa y receptiva, como ella dice, pero por supuesto no puede. ¿No has notado lo aburrida e impersonal que parece, como si no tuviera ningún carácter? Piensa que con ese método le llegarán impresiones, pero no sucede así…

—Es natural.

—Por eso lo intenta a través de mí, o de nosotros, lo que ella denomina temperamento artístico, que es más impresionable. Afirma que mientras no tenga la más completa certeza sobre esta influencia, no podrá enfrentarla, sacarla de aquí. “Poner la casa en orden”, es la frase que ella usa.

Al recordar mis propias impresiones me sentí más indulgente de lo normal. Traté de quitar el tono de impaciencia a mi voz:

—Y dicha influencia, ¿qué es? ¿De quién sale?

Pronunciamos el pronombre juntos, pues yo también respondí a mi propia pregunta:

—De él.

Ambos indicamos con la cabeza el suelo, pues el comedor quedaba directamente bajo la habitación.

Se me hundió el corazón, al mismo tiempo que mi curiosidad se esfumaba, dando lugar al aburrimiento. La vulgaridad de una casa embrujada era lo último que podría parecerme interesante. La idea me exasperaba, con sus insinuaciones de imaginación, nervios exacerbados, histeria y cosas por el estilo. La decepción se mezclaba con mis otras emociones. Jamás podría ver ciertas figuras o sentir “presencias”, intercambiando día tras día incidentes extraños; eso me causaba una forma persistente de fatiga.

—En realidad, Frances —añadí después de una breve pausa—, esa explicación es demasiado improbable. Las maldiciones corresponden a los cuentos de la primera época victoriana.

Tan sólo por hallarme persuadido de que existía algo que valía la pena descubrir, pero ciertamente no eso, me guardé de sugerir que termináramos nuestra estancia de inmediato, o tan pronto como pudiéramos, sin ser groseros.

—No se trata de casas embrujadas en este caso; tiene que haber otras causas —concluí con vehemencia, y puse de golpe la mano encima de su odioso portafolios.

No obstante, la réplica de mi hermana volvió a despertar mi curiosidad.

—Eso es lo que esperaba que dijeras. Mabel dice exactamente lo mismo. Él forma parte de ello, pero hay algo más, mucho más fuerte y complicado.

Parecía aludir a los bocetos, y aunque capté lo que ella deseaba inferir no quise decir nada, pues no deseaba hablar de eso con ella en aquel momento, ni en ningún otro, en realidad.

Me limité a mirarla y escuchar lo que me decía. Hacer preguntas no serviría de nada, desde luego. Era mejor dejar que ella se expresara en sus propias palabras.

—Él es una influencia, la más reciente —continuó ella hablando con lentitud y mucha calma—, pero por debajo hay varias capas más profundas. Si tan sólo se tratara de él, algo sucedería. Pero nunca pasa nada. Esas cosas lo impiden o lo estorban, como si lucharan entre sí por ganar predominio.

Eso mismo había sentido yo; la idea era en realidad horrible. Me estremecí.

—Es lo más feo de todo, que nunca pase nada —continuó ella—, sólo la apariencia de que está a punto de suceder, siempre en la orilla seca de una consecuencia que jamás se materializa. Es una tortura. Mabel está en las últimas. Cuando me rogó… mis sentimientos en torno a los bocetos… quiero decir…

Volvió a interrumpirse tartamudeando, igual que un momento antes. La paré abruptamente; yo la había juzgado demasiado pronto. El raro simbolismo de sus pinturas, pagano, pero sin ninguna inocencia, era resultado de una mezcla. No fingí entender, pero por lo menos pude ser paciente y quise discutir. Hablamos un poco más, pero de otros temas, sin aludir a nuestra anfitriona ni a las pinturas ni a teorías descabelladas ni tampoco a él. Sin embargo, las emocio­nes que Frances lograba mantener reprimidas, escondidas entre sus frases, lo mismo que entre líneas en su carta, volvieron a estallar y la sacudieron de pies a cabeza:

—En tal caso, Bill, si ésta no es una simple casa embrujada, ¿qué es?

Sus palabras eran corrientes, pero la emoción residía en la voz trémula con que hablaba, en la manera en que se inclinó hacia delante y puso las manos sobre las rodillas, palideciendo un poco mientras sus ojos valientes me interrogaban y buscaban los míos con una ansiedad que bordeaba el pánico. En aquel momento se instaló bajo mi protección. Mi rostro se contorsionó. Ella prosiguió, bajando aún más su voz, aunque poniendo gran énfasis:

—¿Y por qué nunca pasa nada? Si tan sólo algo sucediera y rompiera la tensión sería un alivio. Lo que resulta insufrible es la espera.

Todo su cuerpo se estremeció al hablar, y a sus ojos aso­mó un toque irracional. Yo habría ofrecido mucho a cambio de una respuesta en verdad satisfactoria. Busqué frenético durante unos segundos, pero en vano. No pude encontrar nada que responder. Sentía lo mismo que ella, pero con algunas diferencias. No vislumbraba ninguna explicación definitiva. No pasó nada. Por más que quisiera tirar todo el asunto a la basura, donde la ignorancia y la superstición descargan sus hierbas ponzoñosas, no me era posible hacerlo con honestidad. Si le diera a Frances el mismo trato que a una niña con una explicación insuficiente, tan sólo dañaría su confianza en mi capacidad de protegerla, que había solicitado tan afectuosamente, además de ser débil y deshonesto conmigo mismo, al negar que yo sentía la tensión y la lucha al igual que ella. Mientras seguía buscando mentalmente, le devolví la mirada en silencio, y de pronto Frances, con más honestidad y perspicacia que yo, dio la respuesta a su propia pregunta, aunque yo no supe apreciar hasta qué punto era adecuada y verdadera:

—Yo creo, Bill, que es demasiado grande para que pueda suceder aquí o en cualquier otro lugar, ¡todo junto es demasiado horrible!

Era muy fácil hacer a un lado lo que ella señalaba, demostrando su falta de sentido, como habría procedido en cualquier otra ocasión o lugar. Sin duda, ése era mi deber, pero las vívidas impresiones recibidas a lo largo de la semana me lo impidieron. Mi estrechez de criterio quedó así evidenciada de nuevo. No podemos entender al otro más que en aquello que también nosotros llevamos por dentro. Sin embargo, su explicación me sonó verdadera, en cierta medida. Apuntaba al conflicto y la lucha que mis ideas sobre la Sombra no toma­ban en cuenta.

—Puede ser —repuse sin poderme comprometer más, esperando en vano que ella dijera algo—. Pero tú dijiste hace un momento que percibías “varias capas”. ¿Te refieres a que cada una de tales influencias lucha por ganarles a las otras?

Utilicé sus términos para disimular mi propia pobreza de ideas. La terminología era lo de menos, a fin de cuentas, siempre y cuando pudiésemos alcanzar una noción deseable.

Sus ojos me respondieron afirmativamente. Su concepción era nítida, tal como era su estilo, y la había alcanzado de manera independiente. A diferencia de otras de su sexo, la expresaba con claridad, sin ahogarla en un exceso de palabrería.

—Un conjunto de influencias me llega a mí. A ti te llegan otras influencias. Eso va de acuerdo con nuestros tempe­ramentos, creo —postuló, echando un vistazo al ruin portafolios—. A veces se revuelven, y entonces son falsas. El tema del paganismo siempre ha sido más asequible para mí, aunque gracias a Dios, jamás como ahora.

La sinceridad de su confesión me invitaba a hacer lo mismo, pero me costaba encontrar las palabras precisas.

—Con toda honestidad, Frances, apenas puedo describir lo que he sentido en este lugar, porque no he logrado ordenar mis percepciones de forma definida. La lucha, las agonías de buscar en vano una escapatoria y la inquietud de una atmósfera carcelaria: lo he sentido todo en momentos diferentes y con distintos niveles de fuerza. Pero no doy con una etiqueta que pueda ponerle a eso. No puedo decir paganismo o cristianismo, ni nada parecido, como haces tú. Como pasa con los ciegos o los sordos, se intensifican ciertos sentidos tuyos que yo no poseo, incluso alguna intuición embrionaria…

—Quizá —me detuvo ella, deseando seguir con el tema— tú lo sientes igual que Mabel. Ella siente completas las influencias.

—También eso es posible —dije con lentitud. Mis reflexiones continuaron por debajo de mis palabras. Su extraña mención sobre algo demasiado grande y horrible asumió el aspecto de la verdad. Una sensación muy fuerte de angustia e incomodidad se apoderó súbitamente de mí, con algo de compasión, pero también un feroz desprecio y una rabia brutal y amarga. La furia contra la falsa autoridad interve­nía en esas emociones.

—Frances —dije, después de haber sido tomado por sorpresa, haciendo a un lado cualquier pretensión—, ¿qué puede ser todo esto?

Me quedé mirándola durante unos minutos sin que ninguno de los dos pronunciara una palabra.

—¿Y acaso no has tenido ganas de interpretarlo? —me preguntó por fin.

—Mabel me sugirió que escribiera algo sobre la casa —repliqué—, pero no he sentido nada imperativo. Esa clase de escritura no va en mi línea, como tú ya sabes.

Viendo que ella esperaba más, añadí:

—Lo único que siento es un impulso por explicar, por descubrir, sacarlo de mi sistema. Pero no mediante la escritura, por ahora.

Repetí una vez más mi pregunta anterior, en voz baja, con un respeto temeroso:

—¿Tú qué piensas que pueda ser todo esto?

Su respuesta, pronunciada con énfasis lento, hizo que volvieran todas mis reservas; más bien me irritó la fraseología:

—Sea lo que sea, Bill, no viene de Dios.

Me levanté con el propósito de bajar las escaleras. Creo que me encogí de hombros.

—¿Quieres que nos vayamos, Frances? ¿Que regresemos a la ciudad? —sugerí al llegar a la puerta, y al no recibir respuesta me di la vuelta para mirarla.

Frances se hallaba sentada, con la cabeza agachada y las manos enterradas en los cabellos. Su posición sugería que estaba al borde de las lágrimas. Ninguna mujer podría soportar las presiones de la emoción intensa como Frances sin terminar en un colapso líquido. Me detuve inquieto un instante, con anhelos de ayudarla, pero también temeroso de actuar, y en ese trance descubrí una emoción aterradora en mi persona, que apenas tenía adivinada a medias. A toda costa era preciso evitar una escena en la que interviniesen tales exageraciones. Con la brutalidad característica de las debilidades del hombre ordinario, tomé el picaporte para abrir la puerta, pero en ese instante ella alzó la cara, enmarcada por sus cabellos castaños en desorden e iluminada por la luz del sol. Me sorprendió la expresión maravillosa de sus rasgos, donde flameaban compasión, ternura y lástima. Era innegable. Emanaban un amor imperecedero y el anhelo de sacrificarse por otros, algo que no he visto más que en una clase de seres humanos. Era la expresión de una madre.

—Debemos permanecer con Mabel para ayudarla a poner orden —susurró, tomando una decisión a nombre de los dos.

Murmuré mi asentimiento. Abandoné suavemente su habitación y salí de la casa, medio avergonzado. Tan pronto me hallé solo me di cuenta de algo: aquella larga escena entre mi hermana y yo no alcanzó ningún resultado definido. Nuestro intercambio de confidencias se redujo a indicios y sugerencias vagas. Decidimos permanecer, pero fue una decisión negativa de no abandonar el lugar, no una acción positiva. Nada concluyó: las palabras, las preguntas, las conjeturas, las inferencias, las explicaciones, nuestras más sutiles alusiones e insinuaciones, ni siquiera las odiosas pinturas. No había pasado nada.

El valle perdido y otros relatos alucinantes

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