Читать книгу El valle perdido y otros relatos alucinantes - Algernon Blackwood, H. Bedford-Jones, V. A. Pearn - Страница 9

II

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SI PODEMOS DAR POR SENTADO que no existe la casualidad, haciendo travesuras tras los bastidores de la existencia, sino que todos los sucesos que ocurren en las vidas de los hombres son el resultado calculado de causas adecuadas, entonces el señor Simon Parnacute, profesor retirado de Economía Política del C… College, ciertamente pagó por su aberración primaveral, en el sentido de que pescó un violento resfrío que lo postró en la cama y rápidamente se convirtió en pulmonía.

Era la tarde del sexto día y estaba acostado, agotado y con fiebre, en su cuarto en el último piso del edificio que contenía su pequeño departamento independiente. La enfermera estaba abajo tomando el té. Había una lámpara con pantalla junto a la cama, y por la ventana —aún no cerraban las persianas— veía las azoteas y chimeneas, y el torrente de cables contrastados nítidamente contra el cielo de un atardecer dorado y rosa. Por encima del ocaso flotaban largas tiras de nubes de colores, y las primeras estrellas destellaban entre los vapores de abril que se acumulaban al acercarse la noche.

De pronto se abrió la puerta y alguien entró sin hacer ruido y se detuvo en mitad del cuarto. El profesor volteó fatiga­do y vio que la sirvienta estaba ahí parada tratando de hablar.

Parecía nerviosa, él se daba cuenta, y tenía el rostro más bien pálido.

—¿Y ahora qué, Emily? —preguntó débilmente, pero con irritación.

—Por favor, profesor… hay un caballero… —y hasta ahí llegó.

—¿Alguien vino a verme? ¿Ya es el doctor otra vez? —inda­gó el paciente, preguntándose vaga y distraídamente por qué la muchacha se vería tan alarmada.

Mientras ella hablaba se empezaron a oír pasos afuera en el rellano: pasos pesados.

—Pero, por favor, señor profesor, no es el doctor —la sirvienta titubeó—, sólo que no me dio su nombre, y no lo pude detener, y dijo que usted lo esperaba… y creo que tiene cara de… —los pasos que se acercaban asustaban tanto a la muchacha que no encontraba las palabras para terminar su descripción. Ya estaban justo afuera de la puerta. —¡De policía! —se apuró a terminar, retrocediendo hacia la puerta como si temiera que el profesor fuera a abalanzarse contra ella desde su cama.

—¡Un policía! —dijo sin aire el señor Parnacute, sin creer lo que oía—. ¡Un policía, Emily! ¿En mi departamento?

Y antes de que el enfermo pudiera encontrar palabras para expresar su particular molestia por que un extraño cualquie­ra (y sobre todo un gendarme) pudiera entrometerse a esas horas, la puerta se abrió de un empujón, la muchacha se esfumó con un revuelo de enaguas, y la figura alta de un hombre se detuvo a plena vista en el umbral, mirando fijamente al ocupante de la cama al otro lado del cuarto.

En efecto era un policía, y un policía muy grande. Es más, era el policía.

En el instante en que el profesor reconoció al hombre del parque, su enojo, por alguna razón bastante inexplicable, desa­pareció casi por completo; la aguda molestia que había sentido hacía un momento se desvaneció, y, hundiéndose exhausto en sus almohadas, apenas encontró aliento para pe­dirle que cerrara la puerta y pasara. El hecho era que el asombro había gastado la pequeña reserva de energía de la cual disponía, y de momento no se le ocurría qué otra cosa hacer.

El policía cerró la puerta en silencio y avanzó hacia el centro de la habitación, de modo que el círculo de luz de la lámpara junto a la cabecera de la cama alcanzaba su figura, pero terminaba justo antes de llegar a su cara.

El inválido se volvió a enderezar en su cama y lo miró fijamente. Como no pasaba nada pudo ordenar un poco sus pensamientos dispersos.

—¿Usted es el policía del parque, si no me equivoco? —preguntó débilmente con una mezcla de soberbia y resen­timiento.

El hombre corpulento asintió con la cabeza y se quitó el casco, sosteniéndolo frente a él con la mano. Su rostro era especialmente brillante, casi como si reflejara el resplandor de una linterna de mano escondida en alguna parte de su enorme persona.

—Me pareció reconocerlo —continuó el profesor, un poco exasperado por la compostura del otro—. Quizás esté consciente de que estoy enfermo, demasiado enfermo para recibir a desconocidos, ¡y que haberse metido así por la fuerza…! —dejó el enunciado inconcluso por falta de improperios adecuados.

—Ciertamente usted está enfermo —respondió el gendarme, hablando por primera vez—: por otro lado, no soy un desconocido —el timbre y la modulación de su voz eran maravillosos para ser policía.

—Entonces, dígame, ¿con qué derecho se atreve usted a molestarme en un momento así? —protestó el otro, ignorando el último comentario.

—Mi deber, señor —respondió el hombre, con una dignidad más bien asombrosa—, no entiende de tiempo ni de lugar.

El profesor Parnacute lo miró un poco más detenidamente, ahí parado con su casco en la mano. Era algo más, supuso, que un gendarme común y corriente; un inspector, quizá. Lo examinó cuidadosamente; pero no entendía nada de las diferencias en los uniformes, de las barras o estrellas en la manga y el cuello.

—Si usted está aquí para cumplir con su deber, entonces —exclamó el hombre de mente cuidadosa, buscando febrilmente alguna posible infracción por parte de su pequeño grupo de sirvientes—, por favor, tome asiento y diga su asunto, pero de la manera más breve posible. Me duele la garganta y ando bajo de fuerzas —habló con menos acritud. La dignidad del visitante empezaba a impresionarlo vagamente de una manera que no entendía.

La corpulenta figura de azul volvió a inclinar la cabeza, pero no hizo nada por continuar.

—Me imagino que viene de la comisaría X… —agregó Parnacute, mencionando el nombre de la comisaría a la vuelta de la esquina. Se hundió más en sus almohadas, conscien­te de que su fuerza se estaba agotando.

—Vengo de la jefatura —respondió el coloso con voz profunda.

El profesor sólo tenía la más vaga idea de lo que significaba la jefatura, pero la palabra transmitía una importancia que de algún modo no pasó desapercibida. Mientras tanto, su impaciencia crecía junto con su agotamiento.

—Debo solicitarle, oficial, que exponga su asunto cuanto antes —dijo con aspereza— o que regrese cuando esté en mejores condiciones de atenderlo. La semana que entra, sin duda…

—No hay más tiempo que el presente —respondió el otro, con una extraña selección de palabras que escapó de la atención de su perplejo escucha, mientras sacaba de un espacioso bolsillo en el faldón de su abrigo una libreta sujeta con un aro de metal brillante como el oro.

—¿Su nombre es Parnacute? —preguntó, consultando la libreta.

—Sí —respondió el otro, con la resignación que viene del agotamiento.

—¿Simon Parnacute?

—Por supuesto, sí.

—¿Y el pasado tres de abril —prosiguió, mirando con atención al enfermo por encima del cuaderno— usted, Simon Parnacute, entró en la tienda de Theodore Spinks en la calle P…, y ahí adquirió cierta criatura viva?

—Sí —respondió el profesor, que empezaba a sentirse acalorado ante el descubrimiento de su insensatez.

—¿Un pájaro?

—Un pájaro.

—¿Un mirlo?

—Un mirlo.

—¿Un mirlo cantor?

—Pues sí, era un mirlo cantor, si tanto necesita saberlo.

—¿En dinero usted pagó por este mirlo la suma de un chelín con seis peniques? —enfatizó el “con”, como lo había hecho el vendedor de pájaros.

—Uno con seis, sí.

—Pero en valor verdadero —dijo el policía, hablando con énfasis solemne—, ¿le costó bastante más?

—Puede ser —se retorció internamente ante el recuerdo.

Estaba asombrado, además, de que la visita tuviera que ver con él mismo y no con los sirvientes.

—¿Lo pagó con el corazón? —insistió el otro.

El profesor no respondió nada. Se sobresaltó. Casi se retorcía debajo de la sábana.

—¿Tengo razón? —preguntó el policía.

—Esos son los hechos, supongo —respondió en voz baja, sumamente desconcertado por el catecismo.

—¿Y usted llevó a este pájaro en una caja de cartón hasta los Jardines E… junto al río, y ahí lo puso en libertad y lo vio irse volando?

—Su declaración es correcta, me parece, en cada deta­lle. Pero francamente, ¡este absurdo interrogatorio, señor mío!

—¿Y su motivo para hacerlo —continuó el policía, ahogando con su voz los debilitados tonos del inválido— fue la liberación desinteresada de una criatura prisionera y atormentada? —Simon Parnacute levantó la mirada con la mayor sorpresa posible.

—Pienso que… ¡bueno, bueno!… tal vez así haya sido —murmuró avergonzado—. El canto extraordinario, porque era extraordinario, sabe, y verlo al pobre batiendo las alas me entristeció.

El policía corpulento guardó su libreta de pronto y se acercó a la cama, de modo que su cara entró en el círculo de luz de la lámpara.

—En ese caso —exclamó—, ¡usted es el hombre que quiero!

—¡Yo soy el hombre que quiere! —exclamó el profesor con un sobresalto incontenible.

—El hombre que estoy buscando —repitió el otro, sonriendo. Su voz de pronto se había vuelto suave y maravillosa, como el tañer de un gong de plata, y en su rostro había una expresión de ternura anhelante que lo volvía absolutamente hermoso. Resplandecía. Como salida de un cuadro, nunca había visto el profesor una expresión como ésa en ningún semblante humano, ni había oído labios humanos emitir semejan­tes tonos. Pensó, fugaz y confusamente, en una mujer, en la mujer que nunca había encontrado; en un sueño, un encantamiento como de música o de una visión sobre los sentidos.

“¡Me está buscando!”, pensó alarmado. “¿Y ahora qué hice? ¿De qué nueva excentricidad se me acusa?”

Ideas extrañas y desconcertantes, de contorno borroso y carácter descabellado, se agolparon en su mente.

Una sensación de frío atrapó su fiebre y la subyugó, bañándolo en sudor, haciéndolo temblar, pero no de miedo. Un nuevo y curioso deleite había empezado a pulsar las cuerdas de su corazón.

Luego una sospecha extravagante cruzó por su cerebro, pero no era una sospecha del todo injustificada.

—¿Quién es usted? —preguntó, levantando la vista—. ¿De verdad es sólo un policía? —el hombre se acercó de manera que parecía, de ser posible, aún más enorme que antes.

—Soy un policía mundial —respondió—, un guardián, quizá, más que un detective.

—¡Santo cielo! —gritó el profesor, pensando en la locura y en los crímenes cometidos por locura.

—Sí —prosiguió el otro en esos tonos serenos y musicales que en poco tiempo empezaron a tener un efecto tranquilizante sobre su escucha—, y es mi deber, entre muchos otros, tener vigilada a la gente excéntrica; encerrarla cuando es necesario y, cuando su sentencia ha expirado, liberarla.

”Además —agregó imponentemente—, como en el caso de usted, sacarlos de su jaula sin dolor… cuando se lo han ganado.

—Ah, Dios mío, ¡válgame! —exclamó Parnacute, que no estaba acostumbrado a usar interjecciones, pero tampoco podía pensar en nada más que decir.

—Y a veces cuidar que sus jaulas no los destruyan; y que no se maten golpeándose contra los barrotes —continuó, con una sonrisa bastante maravillosa—. Nuestros deberes son muchos y muy variados. Soy parte de una fuerza numerosa.

El hombre instruido en Economía Política sintió que la cabeza le daba vueltas. Pensó en pedir ayuda. De hecho, ya había acercado la mano a la campana cuando un gesto de su extraño visitante lo contuvo.

—¿Entonces por qué me busca a mí, si se puede saber? —titubeó en vez de tocarla.

—Para anotarlo; y cuando llegue el momento, para sacarlo de su jaula de manera fácil y cómoda, sin dolor. Ésa es una recompensa por su bondad con el pájaro —los temores del profesor ahora habían desaparecido por completo. El policía parecía completamente inofensivo después de todo.

—Es muy amable de su parte —dijo débilmente, volviendo a meter el brazo bajo la ropa de cama—. Sólo que… eh… no era consciente, exactamente, de estar viviendo en una jaula.

Levantó la vista resignado hacia el rostro del hombre.

—Sólo se da uno cuenta cuando sale —respondió—. Así es con todos. El pájaro no acababa de entender lo que pasaba, sólo sabía que era desdichado. Es igual con usted. Se siente infeliz en ese cuerpo que tiene y en esa mentecita cuidadosa que ha regulado tan bien, pero, por mucho que lo intente, no logra entender cuál es el problema. Quiere espacio, independencia, probar la libertad. ¡Quiere volar, eso es lo que quiere! —exclamó, levantando la voz.

—¿Yo… quiero… volar? —dijo el inválido con voz en­trecortada.

—Oh —sonriendo otra vez—, nosotros, los policías mundiales, tenemos miles de casos como el suyo. Nuestro campo es extenso, muy extenso en verdad.

Entró más de lleno a la luz y se volteó de perfil.

—Aquí está mi insignia, si la quiere ver—dijo orgulloso.

Se encorvó un poco para que los ojitos brillantes del profesor pudieran enfocar fácilmente el cuello de su abrigo. Ahí, igual que las letras en el cuello de cualquier policía londinense, sólo que en oro brillante en vez de plata, resplande­cía la constelación de las Pléyades. Luego se volteó para enseñarle el otro lado, y Parnacute vio la constelación de Orión inclinada hacia arriba, como a menudo la había visto en el cielo nocturno.

—Ésas son mis insignias —repitió con orgullo, enderezándose nuevamente y retrocediendo otra vez a la sombra.

—Son muy bonitas —dijo el profesor, pues su creciente agotamiento no le sugería ningún comentario mejor. Pero al ver esas figuras estrelladas le había llegado un extraño aire de cielos abiertos, espacio y viento: los vientos del mundo.

—De modo que cuando llegue el momento —retomó el policía mundial—, puede estar tranquilo. Lo dejaré salir sin dolor ni miedo tal como usted dejó salir al pájaro. Y, mientras tanto, más vale que se dé cuenta de que vive en una jaula igual de apretada y alejada de la luz y la libertad que la del mirlo.

—Gracias; desde luego, lo intentaré —susurró Parnacute, que casi se desmayaba de cansancio.

Siguió una pausa, en la que el policía se puso su casco, se apretó el cinturón y luego empezó a buscar vigorosamente algo en los bolsillos del faldón de su abrigo.

—Y ahora —se aventuró el hombre enfermo, sintiéndose mitad temeroso, mitad feliz, aunque sin saber exactamente por qué—, ¿hay algo más que pueda hacer por usted, señor policía mundial? —era consciente de que sus palabras eran peculiares, pero no podía evitarlo. Parecían salir por cuenta propia.

—No hay nada más que usted pueda hacer por , señor, gracias —respondió el hombre en sus tonos más brillantes—. ¡Pero hay algo más que yo puedo hacer por usted! Y eso es darle una probada preliminar de la libertad, para que pueda darse cuenta de que está viviendo en una jaula, y esté menos confundido y desconcertado cuando le toque hacer el escape final —Parnacute recuperó el aliento bruscamente… mirando boquiabierto.

De una sola zancada el policía recorrió el espacio entre él y la cama. Antes de que el debilitado y febril profesor pudiera emitir palabra o grito, el otro levantó su exangüe cuerpo de la cama, sacudiéndole las cobijas como el papel de un paquete, y sin mayor ceremonia lo echó sobre sus gigantes hombros. Luego cruzó el cuarto, sacó una llave del bolsillo del faldón de su abrigo y la metió directamente en la pared sólida. La giró y todo ese lado de la casa se abrió como una puerta.

Por un segundo, Simon Parnacute volteó hacia atrás y vio la lámpara y la chimenea y la cama. Y en la cama vio su propio cuerpo acostado, inmóvil, profundamente dormido.

Luego, mientras el policía se balanceaba, suspendido en el borde vertiginoso, miró hacia fuera y vio la red de luces del alumbrado público abajo muy lejos, y oyó el profundo rugido de la ciudad golpear sus oídos como el estruendo de un mar.

Un momento después el hombre dio un paso al vacío, y vio que se elevaban rápidamente hacia la oscura bóveda del cielo, donde las estrellas titilaban sobre ellos entre delgados jirones de nubes voladoras.

El valle perdido y otros relatos alucinantes

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