Читать книгу El valle perdido y otros relatos alucinantes - Algernon Blackwood, H. Bedford-Jones, V. A. Pearn - Страница 12
V
Оглавление“ASÍ, NOS HEMOS ENCARGADO de todos los animales de acuerdo con sus instrucciones —decía la carta final de los abogados—; sírvase ver la lista adjunta de los artículos asignados, así como las direcciones rurales a las que han sido enviados. Puede usted tener la certeza de que ahora están en hogares donde serán bien cuidados.
”Aún conservamos los siguientes animales, a la espera de sus instrucciones:
2 lagartos zonuros,
1 tortuga angulada,
2 pericos pálidos,
2 lori escuamiverdes.
”A este respecto, nos permitimos aconsejar…
”Mientras tanto, los pájaros enjaulados que usted desea que liberen los niños se están cuidando satisfactoriamente; y las instalaciones estarán listas para que se tome posesión de ellas a partir del 1 de junio…”
Y, con la ayuda de la enfermera, se puso entonces a remitir una serie de cartas a los papás de niños que conocía que vivían en el campo, anotando y tabulando las respuestas cuidadosamente, y haciendo pequeñas etiquetas blancas inscritas en letra clara con las palabras “Lote 1”, “Lote 2”, etc., precisamente como si se dedicara al negocio de los animales y estuviera preparando una venta.
Pero la venta que tuvo lugar una quincena después, el 1 de junio, no fue una venta común y corriente.
Era un día caluroso y brillante cuando Simon Parnacute, aún debilitado e inestable por su reciente enfermedad, se dirigió a la tienda del aficionado a los pájaros “retirado”. La venta del local y el inventario, y el alto precio obtenido, habían causado conmoción entre la gente, pero esto el profesor lo ignoraba sublimemente, y cruzó la calle frente a un truculento ómnibus motorizado y se quedó de pie frente a la sórdida casa de ladrillo rojo de tres pisos.
Sacó la llave que le habían enviado los señores Costa y Delay y abrió la puerta. El lugar se sentía fresco después del relumbre de la calle ardiente, y estaba deliciosamente silencioso. Recordó el coro de chillidos de pájaros que había recibido su última aparición. Ahora el silencio era elocuente.
“Bien, bien”, dijo para sí, con una discreta sonrisa, al ver el mostrador temporal que se había construido a todo lo largo de la primera habitación para dejar abrigos y paquetes, “de verdad, muy bien.”
Luego subió la escalera, con muchos esfuerzos, pues aún se agotaba con facilidad.
No había prácticamente ningún mueble en la casa, ni una pulgada de alfombra en el piso y las escaleras, pero los cuartos estaban barridos y trapeados; todo estaba fresco y escrupulosamente limpio, y el inquilino al que pensaba alquilarle no tendría queja en ese sentido.
En los cuartos del primer piso vio con gusto que las flores se habían acomodado por toda la duela como él había indicado. El aire era dulce y perfumado. Las ventanas del fondo —los marcos llenos de jarrones de rosas— daban a un pequeño tramo de jardín verde, y Parnacute se asomó para fuera y vio el cielo azul y las nubes blancas que lo cruzaban flotando, perezosas.
—Bien, muy bien —volvió a exclamar, sentándose un momento en la escalera para tomar aire. La emoción y el calor del día lo habían fatigado. Y, al estar ahí sentado, se llevó la mano al oído y escuchó con atención. Un sonido de pájaros cantando le llegó tenuemente de la parte superior de la casa—. ¡Ah! —dijo, inhalando profundamente, el color volviendo a sus mejillas—. ¡Ah! Ya los oigo.
El sonido del canto se acercó, como traído por el viento. Subió trabajosamente hasta el último piso y luego, después de descansar otra vez, trepó por una escalera vertical a través de un tragaluz abierto hasta la azotea. En el momento en que su rostro sudoroso asomó sobre las tejas, un coro salvaje de pájaros cantores lo recibió con un sonido como de toda una campiña en primavera.
—¡Quisiera que mi amigo, el policía del parque, pudiera ver esto! —dijo en voz alta, con una risita jovial—, ¡y oírlo! —Encontró un precario lugar para descansar en la base del cañón de una chimenea, enjugándose la frente.
A su alrededor, el mar de tejados y chimeneas londinenses se extendía como un océano negro, pero aquí, como un oasis en el desierto, había una azotea de extensión limitada, y no muy alta comparada con otras, convertida en un perfecto jardín. Flores… pero, ¿para qué describirlas, cuando él mismo no sabía ni los nombres? Lo importante era que sus órdenes se habían cumplido a su entera satisfacción y que esa pequeña azotea era un mundo de colores vivos, moviéndose en el viento, perfumando el aire, recibiendo la luz del sol.
Por todos lados, entre las macetas y cajas de flores, estaban las jaulas. Y en las jaulas los mirlos y los zorzales, las alondras y los pardillos, cantaban apasionadamente en un coro que era más exquisito, pensaba él, que cualquier cosa que hubiera oído en la vida. Y ahí en el rincón junto a la gran chimenea, cuidadosamente resguardada del brillo del sol, estaba la jaula grande con los búhos.
—Casi podría creer que han adivinado mi intención, después de todo —exclamó el profesor.
Durante un largo rato se quedó ahí sentado, recargado en la chimenea, sin percatarse del cuello tiznado, escuchando el canto y deleitando sus ojos en el jardín de flores que lo rodeaba. Luego el sonido de una campana en la planta baja lo incitó repentinamente a la acción y volvió a bajar con dificultad hasta la puerta del recibidor.
“Aquí vienen”, pensó, sumamente emocionado. “Válgame, espero no cometer ningún error.”
Palpó su bolsillo y encontró su libreta, y luego abrió la puerta que daba a la calle.
—¡Ah, sólo es usted! —exclamó, mientras su enfermera entraba con los brazos llenos de paquetes.
—Sólo yo —rio ella—, pero traigo la limonada y las galletas. Los demás llegarán en cualquier momento. Ya pasa de las tres. Apenas hay tiempo para acomodar los vasos y los platos. Deben llegar unos cincuenta, de acuerdo con las cartas que recibió. Y tenga cuidado de no fatigarse.
—¡Oh, yo estoy bien! —respondió él.
La enfermera subió corriendo. Antes de que se oyera su primer paso en el piso de arriba, un landó de dos caballos se detuvo a la puerta y un lacayo se acercó sin demora a preguntar si el profesor Parnacute estaba en casa.
—Estoy, en efecto —respondió el anciano, sonrojándose y riendo al mismo tiempo, y luego salió hasta el carruaje para recibir en persona a la niña y el niño que bajaron. Se inclinó tiesa y torpemente ante la hermosa dama, quien le agradeció su bondad con palabras que él no pudo oír bien, y luego condujo a sus invitados a la casa. Al principio estaban muy tímidos, y no sabían muy bien qué pensar de todo aquello, pero una vez dentro, el sentido de aventura del niño despertó al ver la tienda vacía, y el mostrador, y la extraña variedad de flores en el piso.
Recordó la carta del profesor Parnacute que su padre les había leído hacía una semana.
—Mi lote es el número 7, ¿verdad, profesor? —exclamó—. Voy a liberar una jaula de pardillos, y me tocan una cobaya y un lori-no-sé-qué de regalo, ¿no?
El señor Parnacute, tembloroso y radiante, consultó su libreta presurosamente y respondió que estaba “perfectamente en lo cierto”.
—Señorito Edwin Burton —leyó—; para liberar: lote 7. Para llevar: una cobaya y un lori escuamiverde.
—Yo tengo el lote 8, por favor —dijo la vocecita de la niña, parada a su lado con los ojos desorbitados.
—Ah, no me digas, querida —dijo él—. Sí, sí, creo que tienes razón —volvió a batallar con su libreta.
”Aquí está —agregó, leyendo otra vez en voz alta—. Señorita Angelina Burton… —se acercó la libreta para descifrar la escritura en la penumbra—; para liberar: lote 8. Ése es de alondras totovías, ¿sabes, querida? Para llevar: una tortuga angulada. Correcto, sí; es correcto.
Llamó a la enfermera, que estaba arriba, para que les enseñara a los niños sus regalos, escondidos en cajas entre las flores —el escuamiverde y la tortuga—, y luego regresó a la puerta a recibir a sus demás invitados, que ahora empezaron a llegar en un flujo continuo. Hasta sumar veinte o treinta siguieron llegando, y no había uno solo que pareciera mucho mayor de doce. Y casi todos dejaron a sus mayores en la puerta y entraron sin acompañante.
Poner en orden a esta variedad de jóvenes entre los pájaros y las flores fue una cuestión de cierta dificultad, pero aquí la enfermera salió al rescate del profesor con energía y experiencia, de modo que él pudo economizar fuerzas y los niños se acomodaron sin peligro para nadie.
Y en esa pequeña azotea el espectáculo ciertamente era único. Ahí estaban todos parados, una extraordinaria mezcolanza de colores para los tejados del suroeste de Londres: los brillantes vestidos de las niñas, el plumaje de las aves, los azules y amarillos y escarlatas de las flores; mientras que el canto y las voces formaron un coro que trajo numerosas caras sorprendidas a las ventanas de los edificios más altos alrededor de ellos e hizo que la gente se detuviera, abajo en la calle, y se preguntara con expresión desconcertada de dónde rayos provenían esos sonidos en esa tranquila tarde de junio.
—¡Listo! —gritó Simon Parnacute cuando todos los lotes habían sido colocados con cuidado junto a sus dueños—. En el momento en que dé la instrucción, ¡abran sus jaulas y dejen escapar a los prisioneros! Y apunten en dirección del parque.
Los niños se agacharon a recoger sus jaulas. Las voces y el canto de cien gargantas diminutas cesaron. Se hizo silencio en la azotea y en esa extraña reunión. El sol se derramaba resplandeciente sobre todas las cosas y el rostro del profesor goteaba.
—¡Una —gritó con la voz trémula de emoción—, dos, tres… y a volar!
Se oyó el traqueteo de las puertitas que se abrían y los barrotes de alambre… y luego un repentino estallido de “Aaaahs” largos y medio contenidos. De inmediato siguió una conmoción de plumas aleteando, una rápida vibración del aire, y la pequeña horda de prisioneros salió disparada como una nube hacia el cielo, y un momento después con un gran zumbido de alas había desaparecido tras los muros más allá del bosque de chimeneas y se perdió de vista. Zorzales, mirlos, pardillos y pinzones desaparecieron en un instante, tanto que el ojo apenas los podía seguir. Sólo las gaviotas, perplejas por su libertad repentina, con las alas aún entumidas por la estrechez de su alojamiento, permanecieron unos minutos en la orilla de la azotea, mirando a su alrededor desconcertadas, hasta que ellas también descubrieron su libertad y zarparon hacia el cielo abierto en busca de los esplendores del mar.
Un segundo silencio, aún más profundo que el primero, se apoderó de todos por un momento, y luego los niños en el mismo acorde estallaron en alaridos de deleite y explicación, gritando, para el que quisiera escuchar, los detalles de cómo sus pájaros, respectivamente, habían volado; adónde se habían ido; cómo eran y qué pensaban, y un centenar de cosas más sobre dónde harían sus nidos y cuántos huevos pondrían.
Y luego todos bajaron por sus regalos y los refrigerios. Uno por uno se acercaron al profesor; en la mano traían el boleto con el número de su “lote” y la descripción del animal que iban a recibir para darle un hogar. Los pocos que iban acompañados por adultos pasaron primero.
—¿Los búhos, me parece? —dijo el pastor de cara rosada que había venido acompañando a varios niños aparte de los suyos, abriéndose camino por la azotea cuando la multitud bajó por la claraboya.
”Dos búhos —repitió, con una sonrisa—. En las ventosas torres de mi campanario bajo las colinas de Mendip, espero…
—Oh, es perfecto, el lugar perfecto —respondió Parnacute con placer, recordando su correspondencia. Pues, desde luego, los búhos no habían sido liberados con los demás pájaros.
—Y para mi pequeña usted había pensado que tal vez un lorito…
—Un loriescuamiverde, papá —interrumpió ella, con un grado de emoción demasiado intenso para las sonrisas, y pronunciando el nombre como lo había aprendido: en una sola palabra—, y una lagartija.
Se dirigieron al tragaluz, la jaula de los búhos bajo el brazo del pastor. Abajo recibirían el lori y la lagartija al darle su boleto a la enfermera.
—Y recuerda —agregó Parnacute pícaramente, hablándole a la niña—, ¡hay que peinar sus pantalones de plumas con un peine muy fino!
El pastor volteó un momento desde la claraboya mientras ayudaba a pasar a los niños y los búhos, que apenas cabían.
—Tendré algo que decir sobre esto en mi sermón del próximo domingo —dijo. Sonrió y desapareció su cabeza.
—Pero, espere, mi estimado señor… —gritó el profesor, tropezándose con una maceta de tan contento y abochornado que estaba, y sólo alcanzó el tragaluz a tiempo para añadir—: ¡Y recuerden, en el piso de abajo hay pasteles y limonada!
A todos los animales se les encontró un hogar feliz; el último carruaje ya se había ido, y la enfermera había salido a buscar al señor de las flores. Parnacute esparció comida en la azotea, y musgo y jirones de tela para poder hacer nidos, en caso de que alguno de los pájaros regresara. Solo, se quedó parado viendo el ocaso derramar su oro sobre incontables casas: las jaulas de los hombres y las mujeres de la ciudad de Londres.
Se sentía exhausto; el cielo era reconfortante y agradable de contemplar…
Se sentó a descansar, consciente de una gran debilidad ahora que había pasado la emoción y empezaba a sentir el efecto. Probablemente se había extralimitado.
Su mente volvió a su primera excentricidad impulsiva de hacía dos meses.
—Ya sabía yo que iba a tener que pagarlo —murmuró, con una sonrisa—, y así fue. Pero valió la pena. —Paró repentinamente para tomar aire un momento. Estaba absolutamente agotado; la emoción de todo lo sucedido había sido demasiada para él. Debía llegar a casa lo antes posible para descansar.
La enfermera regresaría en cualquier momento.
Un sonido de alas batiendo rápidamente en el aire pasó sobre su cabeza, y volteó para arriba y vio el vuelo de las palomas que pasaban. Le pareció, también, que apenas alcanzaba a oír las notas de un mirlo cantando a lo lejos, en el parque al final de la calle. Recordó las frases de aquella inquietante y terrible lista. “Canta su nota salvaje”, “Se oye a casi doscientos metros”, “Loco de canto”. Un espasmo momentáneo recorrió su cuerpo. En el aire, muy lejos, las gaviotas aún circulaban, tomando camino con todo el esplendor de la verdadera libertad hacia el mar.
“Hoy en la noche”, pensó, “anidarán en las ciénagas o en lo alto de los riscos solitarios. Bien, bien, ¡muy bien!”
Se puso de pie, tieso y con dificultad, para ver mejor a las palomas y para oír al mirlo, y en ese momento sonó la campana en la planta baja; estaban a la puerta la enfermera y el señor de las flores.
“Qué raro”, pensó. “¡Le di la llave!”
Se dirigió hacia el tragaluz, con paso vacilante entre las cajas de flores; pero antes de que llegara, una cabeza y unos hombros aparecieron repentinamente por la abertura.
“Qué raro”, volvió a pensar, “que haya subido tan rápido…” Pero no completó el pensamiento. No era la enfermera en absoluto. Una figura muy diferente siguió al surgimiento de la cabeza y los hombros, y ahí enfrente de él, parado en la azotea, estaba… un policía.
Era el policía.
—Oh —dijo Parnacute en voz baja—, ¡es usted! —un tumulto salvaje de anhelo y felicidad se apoderó de su corazón e hizo que le resultara imposible pensar en algo más que decir.
La enorme figura azul sonrió con su sonrisa resplandeciente.
—Un vuelo más, señor —dijo respetuosamente la voz argéntea y resonante—, y el último.
Las palomas pasaron volando sobre ellos con un agudo zumbido de aleteos. Los dos hombres voltearon hacia arriba elocuentemente y vieron su contorno desaparecer sobre los tejados. Un silencio profundo se abrió entre ambos.
Parnacute era consciente de que estaba sonriendo y contento.
—Estoy listo, me parece —dijo en tono bajo—. Usted prometió…
—Sí —respondió el otro con una voz que era como el tañer de un gong de plata—, lo prometí: sin dolor.
El policía se acercó suavemente a él; no hizo ningún sonido; las constelaciones de Orión y las Pléyades resplandecían en el cuello de su abrigo. Hubo otro zumbido veloz de las palomas que volvieron a sobrevolar y giraron abruptamente, pero esta vez no había nadie en la azotea para contemplarlas, y parecía que su formación en V, al irse perdiendo de vista entre destellos, era más grande y oscura que antes…
Y cuando la enfermera regresó con el señor para llevarse las cajas, subieron a la azotea y encontraron el cuerpo de Simon Parnacute, profesor de Economía Política retirado, tendido boca arriba entre las flores. La jaula humana estaba vacía. Alguien había abierto la puerta.