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IV

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EL PROGRESO DEL PROFESOR PARNACUTE hacia la recuperación fue lento y tedioso, pues la enfermedad había sido severa y lo había dejado con el corazón peligrosamente debilitado.

Y por la noche aún se deleitaba con los sueños de vuelo. Sólo que, para entonces, ya había aprendido a volar solo. Su amigo fantas­ma, el corpulento policía mundial, ya no lo acom­pañaba.

Y su principal ocupación en estas tediosas horas de convalecencia fue curiosa y, a juicio de la enfermera, no muy apropiada para un inválido, pues se pasaba el tiempo en cálculos interminables, repasando detenidamente la lista de sus pocas inversiones y sumando incontables veces el total de sus ahorros de casi cuarenta años. La cama estaba cubierta de papeles y documentos; siempre se perdían los lápices entre las sábanas, y cada vez que la enfermera recogía toda la parafernalia y la ponía a un lado, él esperaba a que ella saliera del cuarto y se arrastraba hasta la mesa y se lo llevaba todo otra vez a la cama.

Finalmente, ella dejó de pelearse con él y cedió, pues su inquietud crecía y no se podía dormir hasta que sus amados papeles y lápices estaban desparramados sobre el cubrecama, donde los podía alcanzar al instante.

Hasta el menos observador podía ver que el profesor estaba tramando los detalles preliminares de un plan profundo.

Y su primer visitante, en cuanto le dieron permiso de recibir gente, fue un caballero con piel de pergamino y ojos duros, secos y fisgones que había venido a solicitud expresa: un abogado, de la firma de los señores Costa y Delay.

—Averiguaré el precio de la tienda y el inventario y le informaré del resultado en la primera oportunidad, profesor Parnacute —dijo el hombre de leyes con su áspera voz profesional, cuando finalmente se despidió y salió del cuarto del enfermo con el rostro inexpresivo de aquel a quien las excentricidades de la naturaleza humana nunca podrían resultarle nuevas ni sorprendentes.

—Gracias; estaré ansioso por saberlo —respondió el otro, volteándose en su sillón largo para guardar sus papeles y, al mismo tiempo, para defenderse de los regaños de la bondadosa enfermera.

”Ya sabía yo que iba a tener que pagarlo —murmuró, pensando en su pecado original—; pero espero —aquí volvió a consul­tar sus cifras en lápiz—, creo que puedo lograrlo… apenas. Aunque con los consolidados tan bajos… —Otra vez cayó en cavilaciones—. Aun así, siempre puedo subarrendar la tienda, desde luego, como sugieren —concluyó con un suspiro, volviéndose para recurrir a la desconcertada enfermera y percatándose por primera vez de que ella había salido del cuarto.

Cayó en reflexiones profundas. Finalmente, la “lista adjunta” de los abogados le llamó la atención entre las almohadas, y empezó a examinarla sin energía. Estaba escrita a máquina y abarcaba varios folios. Estaba dividida en secciones tituladas “Lote 1, Lote 2, Lote 3” y así sucesivamente. Empezó a leer lentamente medio en voz alta para sí mismo; luego con creciente emoción:

50 pardillos, garantizados, no recién traídos del campo, todos enjaulados.

10 pardillos cantores salvajes.

10 zorzales machos grandes, en plenitud de canto.

5 jilgueros de peral, con mancha brillante y cuadrada, bien definida y descubierta.

4 alondras totovías de Devonshire, canto completo garanti­zado; enjauladas tres meses.

El profesor se enderezó y apretó el papel con fuerza. Su rostro lucía una expresión afligida, intensa. Un movimiento convulso de los dedos, automático tal vez, arrugó la hoja de papel y por poco la rompe por el medio. Siguió leyendo, apartando las cobijas y almohadas como si lo oprimieran. Su respiración se aceleró un poco.

5 tordos machos, plumaje completo, magníficos cantores.

1 mirlo cantor, jaula de exhibición y cesto; espléndido silbador, pájaro selecto.

1 hermosa alondra cantora, grande y espigada; canta todo el día; lleva enjaulada cinco meses seguro.

Simon Parnacute emitió un curioso grito quedo. Fue en lo profundo de su garganta. Estaba consciente de un deseo ardiente de ser rico: un millonario; poderoso; un monarca autocrático. Después de una pausa regresó su atención con esfuerzo a la página escrita a máquina para seguir repasando los “lotes”:

3 alondras macho; se oyen a casi 200 metros cuando cantan.

A casi doscientos metros cuando cantan —masculló el profesor en la única almohada que le quedaba.

Siguió leyendo, dando patadas, un tanto furiosas para un hombre enfermo, contra el reposapiés de mimbre al final del sillón largo.

1 alondra macho cantora, especial, selecta; enjaulada tres meses, garantizada; canta su nota salvaje.

De pronto arrojó la lista a un lado. El sillón entero crujió y gimió con la violencia de su movimiento. Pateó tres veces seguidas el reposapiés de mimbre, y evidentemente se regocijó de ver que seguía suficientemente firme como para que valiera la pena volverlo a patear… más fuerte.

—¡Ay, si tuviera todo el dinero del mundo! —exclamó para sí, dejando que sus ojos vagaran hasta la ventana y los espacios azules despejados entre las nubes—. ¡Todo el dinero del mundo! —repitió con creciente excitación. Vio una de las gaviotas de Londres volando en círculos muy, muy alto. La observó varios minutos, hasta que navegó frente a un tramo deslumbrante de nube blanca y se perdió de vista.

Canta su nota salvaje… enjaulada tres meses, garantizada… se oyen a casi doscientos metros.” Las frases ardían en su cerebro como flamas devastadoras.

Y así seguía la lista. Estaba ojeando la última página cuando sus ojos se toparon de pronto con un artículo que describía un lote de:

8 pardillos enjaulados cuatro meses; locos de canto.

Soltó la lista, se levantó con dificultad de su sillón y dio pasos por el cuarto, mascullando para sí “locos de canto, locos de canto, locos de canto”. Sus mejillas hundidas estaban sonrojadas, sus ojos encendidos.

—Enjaulados, enjaulados, enjaulados —repitió entre dientes, mientras sus pensamientos viajaron a ese vuelo acelerado sobre Europa, sobre mares y montañas.

“¡Canta su nota salvaje!” Volvió a oír el silbido del viento alrededor de sus orejas cuando volaba por las zonas de aire caliente sobre las arenas del desierto.

“¡Locos de canto!” Recordó la pasión de su propio grito: ese extraño arrebato lírico de su corazón cuando la magia de la libertad se apoderó de él y se remontó a voluntad por las ignotas regiones de la noche.

Y luego vio otra vez al búho que parpadeaba, cegado por el polvo de la calle londinense, sus orejas emplumadas crispándose al oír que el viento pasaba suspirando por la puerta abierta de la sórdida tienda.

Y otra vez el mirlo lo miró a la cara y derramó el embeleso de su canto primaveral.

Y media hora después estaba tan exhausto por la inusitada emoción y el ejercicio que la enfermera se vio obligada a escribir ella la carta que él le dictó en respuesta a los abogados, los señores Costa y Delay de Southampton Row.

Pero la carta se mandó esa misma tarde y el profesor, aún mascullando para sí algo sobre “tener que pagarlo”, se fue a acostar a la primera hora de oscuridad y se zambulló directamente en otro de sus deliciosos sueños de vuelo casi en el mismo momento en que cerró los ojos.

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