Читать книгу El valle perdido y otros relatos alucinantes - Algernon Blackwood, H. Bedford-Jones, V. A. Pearn - Страница 14

I

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—TENGO MÁS DE CUARENTA AÑOS, Frances, y estoy muy habituado a mis maneras —dije de buen humor, listo para ceder si ella insistía en que su felicidad dependía de que la acompañara a su visita—. Ahora mismo se me ha acumulado mucho el trabajo, como bien sabes. La pregunta consiste en saber si podré trabajar ahí, con un montón de gente desconocida en la casa.

—Pero Mabel no menciona a otros invitados, Bill —replicó mi hermana—. Tengo entendido que no hay nadie con ella, y también que se siente sola.

Noté su indudable decepción al verla mirar por la ventana hacia donde nada había, pero para mi sorpresa no me presionó; la invitación de la señora Franklyn sobre su regazo, escrita en una caligrafía infantil, evocaba la imagen de la viuda del banquero con su tímida e insignificante personalidad, sus ojos de color gris pálido y su expresión de niña retrasada. También recordé la espaciosa mansión que su difunto marido alteró para adaptarla a sus necesidades particulares. Varios años antes hicimos una visita, y sus enormes espacios infecundos me sugirieron una nave del Museo de Kensington provisionalmente adaptada para comer y dormir. La comparación mental con el diminuto departamento de Chelsea en donde mi hermana y yo vivíamos modestamente hizo acudir a mi memoria otros pormenores poco valiosos pero seductores: una buena biblioteca, el órgano, la habitación tranquila para trabajar que me sería asignada, el servicio perfecto, la deliciosa taza de té por las mañanas y los baños calientes a cualquier hora del día ¡sin tener que ir a prender el calentador!

—Sería una visita más bien larga, como de un mes, ¿verdad? —aventuré, sin querer comprometerme todavía, pero sonriendo al recordar aquellos detalles, un poco avergonzado de mi egoísmo masculino, pero a sabiendas de lo que Frances esperaba de mí—. La visita tiene ventajas, lo admito. Si estás decidida a que yo te acompañe, creo que podré soportarlo perfectamente.

Dije todo aquello porque mi hermana no me contestaba. Vi sus ojos fatigados recorrer las fealdades de la calle Oakley y sentí que me hería una punzada. Tras una pausa durante la cual ella se quedó en silencio, añadí:

—Mira: cuando le respondas, podrías insinuar que yo trabajo toda la mañana y que no soy un visitante muy social que digamos. Así le será más fácil entender, ¿no te parece?

Me levanté con la idea de volver a mi pequeño despacho, donde me esclavizaba un absorbente ensayo sobre los valo­res estéticos comparativos entre los ciegos y los sordos. Pero Frances no hizo movimiento alguno. Mantuvo sus ojos grises sobre la triste perspectiva de la calle Oakley, donde la neblina del anochecer se alzaba sobre el río. Estaba por finalizar el mes de octubre. Podíamos oír los autobuses que cruzaban estruendosos el puente. La monotonía de la ca­lle an­cha y sin ningún carácter resultaba más deprimente que de costumbre. Esa atmósfera funeral permanecía aún bajo el sol de junio, pero en el otoño la melancolía se metía a cada una de las casas entre King’s Road y el Embankment. La calle corría hacia el pasado, en lugar de invitar a un futuro lleno de esperanza. Para mí, su fácil anchura ofrecía camino a mensajes rastreros que transmitían la depresión de los barrios pobres, tan numerosos y anónimos. Siempre consideré que principalmente por ahí entraba el invierno a Londres. Cada noviembre llegaba el mismo desfile de niebla, fango y oscuridad, que ondeaba sus antipáticos estandartes hasta que marzo los expulsaba. El único atributo amable era el viento del sur que a veces soplaba libremente por la calle y traía suaves sugerencias del mar. Yo guardaba para mi caletre esas lúgubres reflexiones, aunque nunca dejé de arrepentirme por elegir el pequeño departamento que nos atrajo por barato. Mirando el rostro impasible de mi hermana me di cuenta de que tal vez también ella sentía lo mismo que yo, aunque era demasiado valiente para lamentarse.

—Además, Fanny —le dije, cruzando el cuarto para ponerle la mano sobre el hombro—, te vendrá muy bien a ti. Tus labores caseras te tienen agotada. Mabel es tu más vieja amiga y apenas la has visto desde la muerte de aquel

—Estuvo fuera del país todo un año, Bill, y acaba de volver —interpuso mi hermana—. Un regreso inesperado, aunque jamás pensé que ella quisiera vivir en esa casa…

Se detuvo abruptamente. Comprendí que tenía en mente otras cosas que prefería no mencionar.

—Lo más probable —continuó al fin— es que Mabel tenga la intención de revivir sus viejos vínculos.

—Y naturalmente tú eres el más importante —comenté. Dejé pasar en silencio la referencia disimulada a la casa. Implicaba iniciar una discusión sobre el difunto marido, entre otras cosas.

—Siento que yo debo ir —retomó ella—, pero será mucho más agradable si tú también vienes. Sin mí, tú aquí te vas a hacer líos y comerás mal y se te olvidará ventilar la casa y… ¡oh, todo!

Alzó los ojos riéndose.

—Tu único problema será que no podrás ir al Museo Británico…

—Pero allá hay una gran biblioteca —repuse— con todos los libros de referencia que pudiera necesitar. Yo estaba más bien pensando en ti. Podrías ponerte a pintar de nuevo; siempre vendes la mitad de los cuadros que haces. Te servirá de descanso, y en Sussex uno puede dar excelentes paseos. Por muchas razones, Fanny, te recomiendo que…

En ese punto nos miramos a los ojos mientras yo tartamudeaba para esconder lo que ambos estábamos pensando. Mi hermana sentía una debilidad por diversas teorías “nuevas”, y Mabel, antes de casarse, perteneció a sociedades estúpidamente dedicadas a investigar la vida futura menospreciando la presente, y siempre apoyó esas tendencias indeseables de Frances. El temperamento de mi hermana, amable y fácil de impresionar, se abría a cada viento sobrenatural que soplara. A mí todo aquello me parecía deplorable, pues detestaba ese tipo de cosas. Principalmente aborrecí la influencia posterior del señor Franklyn sobre su esposa, pues sus sombrías doctrinas la capturaron en cuerpo y alma. Temí que también mi hermana cayera en ellas.

—Ahora que está sola de nuevo…

Me interrumpí. Fingir se volvió imposible, pues nos lo dijimos todo con los ojos. La verdad inevitable se derramó estúpidamente, aunque no fue expresada en un lenguaje definido. Mi hermana y yo nos reímos, volviendo la cara para mirar otras cosas en la habitación. Frances tomó un libro y examinó la portada como si descubriera en ella algo importante, mientras que yo saqué mi cajetilla y encendí un cigarro, aunque sin deseos de fumar. Ahí dejamos el tema. Salí del cuarto antes de que nuevas explicaciones causaran mayor tensión. Los desacuerdos evolucionan a discordias por las menores causas: adjetivos erróneos o cambios casuales de inflexión en la voz. Frances tenía el mismo derecho que yo a sus ideas sobre la vida. Una reflexión me dio consuelo: por lo menos logramos separarnos estando de acuerdo, y lo reconocimos mutuamente sin necesitar declaraciones.

El acuerdo, por raro que parezca, reflejó la manera en que considerábamos a alguien ya difunto. Pues tanto a ella como a mí nos disgustaba sobremanera el marido, y durante los tres años que duró el matrimonio fuimos a su casa tan sólo en una ocasión: una visita de fin de semana, en la que llegamos el sábado por la tarde y nos marchamos el lunes después del desayuno. Atribuí en aquella ocasión la antipatía de mi hermana a celos naturales por perder a su vieja amiga, y me limité a declarar que el tipo no me agradaba. Pero ambos supimos que nuestras emociones reales se movían a mayores profundidades. Siendo una criatura leal y honorable, Fran­ces no dijo más, solamente que la casa y el terreno —la primera alterada y el otro aplanado— le causaban angustia en tanto que expresaban la personalidad de aquel hombre (“angustia” fue la palabra que ella utilizó), y no quiso ofrecer ninguna explicación adicional.

El desagrado que nos producía su personalidad se justificaba hasta cierto punto, ya que mi hermana y yo compartíamos la noción artística de que un credo, una vez reducido a su verdadera medida y puesto a secar, era cosa fea, y que un dogma que el creyente debiera aceptar o perecer por toda una eternidad significaba una barbarie sustentada en la crueldad. Mi devoción abstracta por la belleza formaba las bases de mi rechazo, pero en el caso de mi hermana había que considerar otra vuelta de tuerca, pues gracias a las “nuevas” tendencias ella creía que todas las religiones presentaban aspectos de la verdad, y que nadie, ni siquiera la persona más vil, se libraría a largo plazo de entrar en el Cielo.

Samuel Franklyn, el banquero adinerado, gozó de admiración y respeto universales. La novedad de su casamiento fue recibida con aplausos, aunque Mabel era quince años más joven que él. La novia disfrutaba por su parte de una herencia proveniente de empresas cerveceras; el relato de su conversión en una ceremonia evangelista, en la cual Samuel Franklyn predicó fervoroso sobre el Cielo y aterradoramente sobre el pecado y la perdición, tenía incluso un aspecto de genuino romance. Ella se identificó con una antorcha salvada del fuego. Ingresó en el Cielo impulsada por la minuciosa elocuencia de Franklyn; la salvación llegó justo a tiempo: sus palabras la rescataron del borde de aquel lago de fuego y azufre en el que el gusano no muere y el fuego no se apaga jamás. Ella lo consideró un héroe, se acogió suspirando a su abrazo santificador y aceptó la paz que él le brindaba con resignación y gratitud.

Su marido fue un “hombre religioso” que combinaba triunfalmente sus grandes riquezas con la encantadora ocupación de salvar almas. Corpulento, alto, con grandes manos de dedos rojos y rechonchos, su dignidad, que apenas se libraba de ser pomposa, tenía algo de implacable. Sus ojos proyectaban certeza sin ningún remordimiento, sobre todo cuando predicaba. Las amenazas que profería sobre el fuego del Infierno sin duda asustaron a almas más fuertes que la tímida y receptiva Mabel, con quien se casó. La vestimen­ta del banquero consistía en largos abrigos que se abrochaba saltando botones, grandes botas cuadradas y pantalones que siempre formaban bolsas en las rodillas y le quedaban algo cortos. Usaba cuellos bajos, a veces polainas y un alto sombrero negro que no era de seda. Su voz alternaba entre la dureza y la untuosidad, y consideraba los teatros, los salones de baile y los hipódromos como antesalas del lago de azufre, cuya geografía presumía conocer tan detalladamente como las oficinas de su banco. Nadie dudaba, sin embargo, de su total sinceridad. Su filantropía, la firmeza de sus convicciones y la fe proveniente de su modo de vivir quedaban demostradas al aparecer su nombre como tesorero, donador principal o dirigente de abundantes asociaciones admirables. En el mundo de hacer el bien, el bulto de su presencia dominaba y constituía una roca amplia y majestuosa en el combate contra la maldad. Además, tenía un corazón genuinamente tierno y bondadoso hacia los demás… siempre y cuando creyeran lo mismo que él.

No obstante, a pesar de su auténtica compasión frente al sufrimiento y su deseo de ayudar, era igual de estrecho que un cable de telégrafo y más inflexible que una columna de iglesia. Mantenía una actitud intensamente egoísta, no menos intolerante que un ministro de la Inquisición; su alma burguesa edificaba una repugnante imagen del Cielo reproducida en miniatura en todas sus acciones y planes. La fe representaba el sine qua non de la salvación, y entendía por dicha “fe” la creencia en sus puntos de vista personales, “una fe que, exceptuando a aquellos que se conservan comple­tamente puros y sin mancha, condena a todos a la eterna destrucción”. El mundo entero, menos su propia secta mínima y exclusiva, quedaba sentenciado a la maldición eterna… Una lástima, pero inevitable. Él necesitaba tener razón.

Sin embargo, rezaba sin cesar y socorría a los pobres generosamente. Solamente era incapaz de dar grandes ideas a su deidad suburbana. Más mezquino que un insecto, más obstinado que una mula, expresaba la humildad superior y pulcra de un “elegido”. También se desempeñaba como mayordomo de la iglesia. Leía las lecciones en algún “lugar de oración”, que solía ser demasiado frío o excesi­vamente cálido, donde no se permitían órgano, vestiduras ni velas encendidas, pero tan sólo el olor a champú en las cabezas de los niños de las últimas filas llenaba todo el edificio.

Tal vez resulte un poco exagerado semejante retrato del banquero, dedicado a acumular riquezas tanto en la tierra como en el Cielo, pues Frances y yo teníamos un “temperamento artístico” que rechazaba a ese tipo de gente y los consideraba indignos de confianza, casi merecedores de desprecio. La mayoría valoraba a Samuel Franklyn como buen ciudadano. Y seguramente la mayoría tenía una perspectiva más saludable. De haber vivido unos cuantos años más le habrían otorgado algún título nobiliario. Alivió muchos su­frimientos en el mundo, al menos al mismo grado en que su énfasis en la condenación causó agonías de miedo y tortura en muchas almas. Habríamos sido menos severos si pudiéramos encontrar un rasgo de belleza en su persona; sin embargo, no fue así, aunque admito que tampoco nos esforzamos demasiado por hallarlo. No podré olvidar nunca la mirada de agrio perdón con que oyó nuestras excusas por no acudir a las oraciones matutinas aquel domingo temprano en la única visita que hicimos a las Torres. Mi hermana supo que poco después se efectuó un cambio, y las oraciones “conducidas” por él a primera hora de la mañana se trasladaron a después del desayuno.

Las Torres se alzaban solemnes sobre una colina de Sussex, en medio de un terreno parecido a un parque moderno, pero no es posible describir la casa —entre otras razones, por­que sería demasiado fatigoso—, a menos que se califique como un cruce entre una villa de Norwood pretenciosa y excesivamente grande, y uno de aquellos institutos saturninos para lisiados frente a los que pasa avergonzado el tren al atravesar el sur de Londres para llegar a Surrey. Estaba amueblada con gran ostentación y a primera vista parecía im­ponente, pero un examen más minucioso descubría una personalidad paupérrima, estéril y austera. Uno esperaba encontrar en las paredes una lista de reglas y obligaciones, todas firmadas por la Orden. La mansión venía a ser una cárcel que aprisionaba al “mundo exterior”. Por supuesto, no incluía salones para fumar ni mesas de billar ni habitaciones dispuestas para otros juegos, y el gran espacio al fondo, que fue antes una capilla y pudo ser destinada a bailes y funciones teatrales, entre otras diversiones inocentes, la consagró el banquero a reuniones de diversas clases, sobre todo brigadas y sociedades de templanza y evaluación de misiones. En un extremo se arrinconaba un armonio, y al otro lado, sobre el mismo nivel, se alzaba un estrado. Arriba, una galería se destinaba a las habitaciones de sirvientes, jardineros y cocheros. La calefacción consistía en tubos de vapor y las paredes estaban ornadas con cuadros de Doré, aunque pronto se juzgaron demasiado poco espirituales y se desterraron al ático. La madera pulida y brillante contribuía a darle el aspecto de una miniatura del pequeño y exclusivo Cielo que siempre lo acompañaba y manifestaba en todas sus actividades y disposiciones, incluso en los jardines en torno a la mansión.

Frances me comentó que los cambios a las Torres se llevaron a cabo durante el primer año de viudez que pasó Mabel en el extranjero: puso un órgano en el pabellón principal, recatalogó la biblioteca e hizo habitable la mansión, una vez que era permisible suponer que había vuelto a encontrar su propia alma y podía retornar a su vida normal y saludable, que incluía juegos y diversiones, literatura, música y arte, sin el toque de trivialidad que suele calificarse de mundano. La señora Franklyn, tal como yo la recordaba, era una mujer tranquila, quizá de poca profundidad y fácil de influir, pero con una sinceridad canina y muy leal en sus amistades. En su corazón, sus gustos eran católicos, sencillos y poco dados a imaginar cosas. Su afición por los diversos movimientos de moda no era más que un signo de que buscaba dentro de su camino limitado alguna creencia que le proporcionara un poco de paz. En realidad, se trataba de una mujer muy ordinaria, de calibre algo inferior al de Frances. Yo estaba al tanto de que ellas hablaban de toda clase de teorías, pero como nunca las llevaban a la acción llegué a creer que no les harían ningún daño. Con todo, no lamenté su casamiento, y tampoco di la bienvenida a la renovación de su antigua intimidad. El filántropo no le dio hijos; de otro modo, habría sido una madre buena y sensata. Sin duda se casaría de nuevo.

—Mabel menciona que desde finales de agosto ha estado sin nadie más en las Torres —me contó Frances mientras tomábamos el té—. Estoy segura de que se siente sola y fuera de contexto. Ir será un acto de bondad. Además, ella me agrada desde siempre.

Manifesté mi aprobación, pues me encontraba recuperado de mi acceso de egoísmo.

—Ya le avisaste que aceptábamos —dije, preguntando a medias.

Frances asintió.

—Le agradecí de tu parte —añadió en voz baja—, diciendo que por el momento no estabas libre, pero que poco después podrías acompañarnos por un tiempo, si no le resulta inconveniente.

Me quedé mirándola. Frances en ocasiones decide cosas con la mayor independencia. Quedé así condenado y de paso sentenciado.

Por supuesto discutimos e intercambiamos explicaciones, como corresponde a hermanos afectuosos, pero registrar aquella conversación reviste poco interés. Las cosas quedaron así dispuestas y ambos nos sentimos satisfechos. Dos días después ella se marchó a las Torres y me dejó solo en el depar­tamento después de dejar todo listo para mi comodidad y buena conducta, ya que le agradaba tiranizarme discretamente. Sus últimas palabras cuando la dejé en la estación de Charing Cross permanecieron en mi mente durante mucho tiempo después de su partida:

—Te escribiré y te haré saber cómo me va, Bill. Come bien, y si algo no anda como es debido me lo dices.

Agitó la manita enguantada, asintió con la cabeza hasta que los cabellos rozaron el vidrio, y partió.

El valle perdido y otros relatos alucinantes

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