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La locutora

Nos decía “si no están formados no pueden hablar con el gobernador, si no se cuidan y están sanos tampoco, tenemos que vestirnos prolijos, ponernos los dientes, ¿por qué no se los ponen si ahora los tienen gratis?”.


El centro odontológico creado y autogestionado por la Tupac Amaru.

Todo está cerca, por suerte, camino algunos metros y me hallo en la sede central de la Tupac Amaru. Cuando pregunto si puedo entrar, un grupo de morenas redondas me señala el museo con el índice. Son vitrinas con maquetas ingenuas, muy precisas, como pensadas para chicos que preguntan por los detalles y a los que les encantan las miniaturas, las versiones minúsculas de la realidad. Distintos pueblos indígenas de la Quebrada de Humahuaca, o de Las Yungas, en la selva, su vida cotidiana, sus artesanías, sus sembrados, sus guerras.

Como nadie me detiene, subo y bajo escaleras, curioseo. Hay varios pisos, todo monumental, todo desierto. El ascensor no funciona. Casi todas las oficinas están cerradas. Los carteles indican el destino que alguna vez tuvieron, Derechos Humanos e Inmigrantes, ANSES: estado de trámite, Personería jurídica, Jubilados, Biblioteca. Nada ha sido olvidado, ni nadie, también hay grandes afiches con las Marchas del Orgullo Gay. En el piso de abajo veo una cancha enorme, ¿de vóley?, y un jardín con sillas, con mesitas. Espacios amplios, aulas, salas de actos, gimnasios, salones de baile, fotos de los desfiles de la Tupac con sus banderas blancas.

En otras oficinas, igualmente cerradas, se lee Ensamble musical, Guitarra y charango, Yoga, en otras, Laboratorio dental, Odontología, Clínica médica, Rayos X, Ecografía y, lo más alucinante, Tomografía computarizada. Tengo Seguridad Social en Francia, pero no en la Argentina, una vez en Buenos Aires me recetaron una tomografía y para pagarla empeñé hasta las joyas de la abuela. Aquí era gratis. Todo. En el inmenso salón de actos se ve un cartel que dice “Campesino, tu patrón no comerá más de tu pobreza”.

La bandera coya, la wiphala, aparece expuesta y explicada punto por punto. Cuarenta y nueve cuadrados que representan la vinculación espiritual entre el hombre, el cosmos y la naturaleza. El amarillo es el sol. El naranja, el símbolo de la buena salud. El rojo, la sabiduría práctica. El verde, la Pachamama. El violeta, la organización social. El blanco, la observación intelectual. El azul, el infinito.

Un cuadro necesariamente gigantesco representa a Tupac Amaru con el cóndor, el puma, la serpiente, el sol y la luna.

“Cuando la voluntad existe, hay mil recursos, cuando no existe, hay mil pretextos”, reza otro cartel, y otro: “Hay que endurecerse sin perder la ternura jamás” (no podría asegurarlo, pero me parece que esto lo dijo el Che).

Todo no está cerrado, no todavía: de pasada oigo música y asisto a una clase de zumba para chicos y jóvenes con aptitudes especiales. No discapacitados, y ni siquiera diferentes, no: especiales, pero llenos de aptitud.

Las morenas redondas de la entrada vuelven a señalar con el índice, esta vez hacia el último piso donde aún funciona el buffet. Buena idea, es mediodía. Mis afanes son recompensados con una tarta y un jugo de fruta fresca, enorme, claro. Otra morena redonda me mira con ojos dulces.

–Soy Laura, te vi en el Penal, terminá de comer y hablamos.

En la terraza hay otro cartel donde se lee Prensa y radio. Le pregunto con cierta incredulidad si ella es la locutora y me contesta con un “sí” cuyo significado capto en un relámpago. Un sí que tácitamente se completa con la pregunta “¿y qué?”, o bien “¿y por qué me lo preguntás?”. La velocidad con que traduzco el tono de la afirmación proviene de un recuerdo. Hay una pequeña reunión en casa de un amigo, en París. Estamos esperando a mi traductor. Un invitado que no me conoce me mira con asombro: “¿Vos tenés un traductor?”. Con ese mismo tono le contesto que sí, él baja la cabeza, ha comprendido. Ahora lo comprendo a mi vez, ni yo tengo aspecto de escritora para el gusto francés, ni Laura tiene aspecto de locutora radial para el gusto porteño.

–En los años 90 –comienza con esa misma urgencia que a todos los tupaqueros sin excepción, oídos y por oír, los mueve a relatar, a explicarse–, mi mamá trabajaba de vendedora ambulante y mi papá era canillita, diariero. Trabajo seguro nadie tenía, un puchero nos tenía que durar la semana entera. Conocí a Milagro mientras vendía pirotecnia. Se acercó, me preguntó si estudiaba, yo le dije que sí, ahí nomás me juntó con otros jóvenes y nos dijo “¿por qué no hacen la Copa de Leche en los barrios?”. Era para que ningún chico se quedara sin desayuno, que todos tuvieran algo calentito en el estómago. Por lo menos mate cocido y bollos tenía que ser, había chicos que en todo el día comían pan con agua. Íbamos casa por casa, que no éramos un partido político, decíamos, que era solo por ayudar. Nos abrían la puerta, cada mamá contaba sus problemas, un hijo en la cárcel porque robó una gallina para alimentar a la familia, el abuelo enfermo, adolescentes embarazadas. Así que con la Copa de Leche no nos bastó.

La cara no será de locutora, pero la voz lo es, una voz redonda como ella y dulce como sus ojos. Y un discurso didáctico: me va aclarando todo como la maestra en el colegio. Se nota que lo ha ensayado y comprendo por qué: frente a las “distorsiones”, como dice María Molina, hay que expresarse con calma y precisión, lenta, pausadamente.

Milagro

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