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Milagro, primera visita

Entonces, ¿por qué Kirchner se quedó con Milagro, cómo la descubrió cuando recién comenzaba, a sus escasos cuarenta años, qué advirtió en la “negrita” para que decidiera darle tamaño apoyo?


2005, junto a Néstor Kirchner en el aeropuerto de Jujuy.

Cuando viene hacia mí, la reconozco. La he visto en fotografías, pero el recuerdo viene de lejos: Milagro parece salida de una estatuilla aymara. Más tarde, su marido me contará un sueño que confirma la idea, por el momento respondo a su abrazo, un abrazo demorado que repite con cada uno de sus visitantes, como si quisiera metérselos adentro, y que la obliga a ponerse en puntas de pie. Hasta conmigo, apenas dos centímetros más alta que ella, y eso contando con benevolencia.

–Hola, Milagro, soy argentina, escritora, vivo en Francia –le anuncio al desprenderme de la tenaza que da cariño y lo pide–, vengo a escribir un libro sobre vos para la editorial feminista francesa, ¿sabés?, la del Movimiento de Liberación Femenina.

Ella me dedica una sonrisa radiante y pasa a otra cosa. Ya me lo han advertido, “no esperes que se siente a conversar, Milagro va y viene”. Así es: me hace tomar asiento a un extremo de la mesa donde comen unos hombres y unas mujeres tristes, volcados sobre sus platos, y la veo saltar del uno al otro, abandonar a los de esta mesa para intercambiar una palabra con los demás, instalados en este patio carcelario rodeado por un sencillo alambre que parece fácil de franquear.

No es mi primera cárcel. He pensado en contárselo a Milagro, pero opto por callarme. El tiempo del que disponemos será breve, en realidad la brevedad es suya, un estilo nacido de una necesidad. Como no es mi primera cárcel, las rejas al cerrarse a mis espaldas me han resonado en el estómago. Ya me ha producido el mismo efecto la valla de la entrada, el quedarme esperando a que unas guardiacárceles morenas busquen mi nombre en sus listas (estoy anotada gracias a la responsable de prensa de la Tupac), me pregunten a quién visito, si soy amiga de Milagro, si pertenezco a una organización política, si vivo en la dirección que figura en mi documento, el cual quedará ahí, confiscado, hasta la hora de la salida.

En realidad, ya no vivo ahí, pero me resulta complicado contarles mi vida, mis mudanzas, así que asiento con la cabeza. De todos modos, no parecen comprobar la veracidad de nada, preguntan por inercia. Ni siquiera prestan particular atención cuando atravieso un portal como el de los aeropuertos, pero sin escáner, de lo contrario el cinturón elástico que llevo a causa de mi vértebra fracturada, para más datos, la L1, habría emitido un chirrido como lo hizo en Charles De Gaulle y en Ezeiza. No, en el Penal de Alto Comedero no hay escáner. Bueno saberlo, uno podría pasar un arma con toda tranquilidad.

La misma indiferencia demuestran las carceleras cuando me palpan detrás de una cortina y, para justificar la presencia del cinturón, les entrego una radiografía con el texto en francés, que ellas examinan frunciendo el ceño como si lo leyeran. Sin embargo, un poco más allá las veo clavando ferozmente un cuchillo en una torta de chocolate aportada por una visitante, que llegará destrozada a su destinataria, buscando ¿qué? ¿Será que se muestran menos severas con las “visitas extraordinarias” venidas de Buenos Aires, o del extranjero, que con las habituales, mujeres jujeñas agobiadas por el peso de sus bolsos para las detenidas y de su diario vivir? Son idénticas a las detenidas, las carceleras, aunque de mejor ver: el deporte, el uniforme oscuro, bastante sentador, la sensación de poderío que las colma de pies a cabeza las vuelve lindas, o casi, y su pelo tirante, azabache, los rodetes perfectos sostenidos por una redecilla también negra les dan cierto aire de bailarinas tailandesas; mientras que las presas y sus parientas están rodeadas en su gran mayoría por esas grasas que la miseria amontona alrededor de los cuerpos. Gordura protectora. (Milagro no se protege, a ella siempre la han apodado La Flaca, ahora no pesa más de 45 kilos, se ha vuelto seca, fibrosa, puro nervio). En próximas visitas me convertiré en “la señora de la vértebra”, y esas mismas guardianas que, al decir de Noro, ni bien se van las visitas regresan a su auténtica naturaleza, ¿u obedecen órdenes? –repentina transformación que las impulsa a golpear, a desnudar, a abrir las puertas para que sus hermanas prisioneras pierdan la intimidad, la dignidad–, me preguntarán respetuosamente si todavía me duele la columna, si ando mejor. Lo que no le cuento a Milagro: entre 1943 y 1945 mi padre, Carlos Dujovne, estuvo preso en la cárcel de Neuquén junto con todo el comité central del Partido Comunista argentino. Yo tenía cinco años cuando mi madre, la escritora feminista Alicia Ortiz, me llevó a visitarlo. El encuentro no se produjo en la celda sino en una pieza donde mi atención se concentró en el cinturón de un grueso policía, compuesto por unas cositas alargadas y engrosadas en la cintura, igual que el del carcelero. Las toqué con el índice. “Son caramelos”, sonrió mi padre, creyéndome idiota. A mis años aún ignoraba que fueran balas, pero de caramelos sabía y estos no eran.

A mi segunda cárcel entré en 2008, durante una investigación acerca de las cooperativas de cartoneros que desarrollé en los asentamientos de José León Suárez, en los alrededores de Buenos Aires, construidos sobre viejas descargas de basura y junto a la montaña de basura, fuente de trabajo y alimentación para esa población abandonada de Dios. La Universidad de San Martín se proponía inaugurar un taller literario destinado a los presos y me propusieron ser la madrina. Eran todos muchachos del barrio que pasaban del “barro de la calle” al de la cárcel, según la expresión de uno de esos poetas en ciernes apodado Mosquito que, aludiendo al pantano donde la belleza puede crecer, tuvo la idea de llamar al taller “La flor del loto”. Jóvenes uniformemente morochos a quienes el racismo o la autoxenofobia argentina califica de “negros”, los detenidos del Pabellón 48 de alta seguridad (ellos recalcaron el dato, como para advertirme que no estaban allí por haberse robado cualquier zoncera) me impresionaron por la dulzura de su mirada. Ahora, al entrar a mi tercera cárcel, ya sé que los pibes en los que se apoyó Milagro miran igual.

Ella está hablando para todos, pero de vez en cuando me arroja una mirada. Rápida. Ni me esquiva los ojos ni me los clava. Me observa, nos observamos. Describe las patadas propinadas por las carceleras casi bonitas de aspecto tailandés. No solo a ella, también a las demás: una fractura, una herida en la mano sufrida por una detenida a la que arrojaron encima de un vidrio. Sin embargo, lo que ella misma padece demoró en denunciarlo, sus abogados le rogaban que lo hiciera y ella se negó durante largo tiempo.

–¿Y por qué?

–¡Por miedo!

Lo dice abriendo los brazos como si fuera lógico. La respuesta cae por su peso, no hay nada que agregar. Pero el marido explica:

–Hay represalias. Las carceleras se vengan cuando cae la noche.

–Hoy vamos a esperar que llegue el director –sigue Milagro–, Ochoa es un tipo piola, las que nos pegan son las que heredaron la manera de la Patricia Balcarce, esa que ahora la trasladaron porque nos torturaba peor. Le vamos a decir al director que no entramos a las celdas hasta que no nos escuche. Aunque tengamos que pasar la noche al descampado.

Milagro decide por todas, son presas comunes en su mayoría, pero ella las organiza, las encabeza. Yo tirito de solo pensarlo, hace más frío aquí que en el Berry, mi campito apacible pero de inviernos tan escarchados. Milagro no siente el frío, será porque nunca se queda quieta. “Es como el viento, no se puede guardar el viento en un frasco”, murmura Noro con voz de enamorado.

Ella, más prosaica, cuenta que es futbolera, de River, y en ese momento recuerdo al personaje de una vieja película argentina, la Raulito. Otra chica de la calle que adoraba el fútbol. No se parecen de cara sino en la forma de pararse, de caminar, a saltitos, como un pájaro, pero un pájaro líder, compadrón, un pájaro que domina su territorio.

Es entonces cuando me animo. Me han aconsejado invitarla a caminar por el patio, único modo de conversar a solas. Hasta me han soplado el gesto que debo hacer para que acepte el convite, ponerle la mano sobre el hombro e iniciar la marcha. Ella no se hace rogar. Estamos lado a lado y damos vueltas en redondo sobre un perímetro embaldosado (en el resto del patio crece un pastito ralo, áspero). Me aclaro la garganta y le pregunto por la importancia de la mujer dentro de la Tupac Amaru.

–Desde que empezamos a construir las casas yo dije “la mujer a la par”. Mirá, acá tenés a otra compañera detenida (no recuerdo si me nombra a Mirta o a Gladys) que al principio trabajó en nuestro taller de costura, pero cuando comenzaron las obras dejó la aguja para agarrar la pala de albañil.

El tema femenino está agotado, ¿para qué decir más? Milagro le está corriendo una carrera al tiempo. Visiblemente. Cada uno de sus gestos lo proclama. Pienso en Evita, he trabajado durante años para tratar de entenderla, he escrito sobre ella, aunque de otra manera (no es lo mismo apoyarse en testimonios acerca de una muerta que tener al personaje ante los ojos, verlo sufrir en vivo). Ahora su recuerdo surge sin que nadie lo llame, y seguirá surgiendo a medida que descubra a Milagro. Evita siempre usaba esas mismas palabras, “una carrera contra el tiempo”; ella porque tenía un enemigo que no esperaba llamado cáncer, Milagro porque tiene un gobernador que hace las veces de enfermedad mortal.

Después se lanza a hablar. Elimina sistemáticamente todas las consonantes finales, tal como lo hace el pueblo de su provincia y de varias otras. Quizás sea también un modo de abreviar, se ganan algunos segundos diciendo “vo” en vez de vos, “comé” en vez de comer. Lo que me quiere contar es esto y hasta el final no para:

–Nosotros hacíamos trabajo asistencial, por cuenta nuestra. Yo desconfiaba del Estado. Mirá Menen, si no, que es peronista y morocho y sin embargo vendió el país. (Evito objetarle que el presidente Menem, responsable de ese liberalismo salvaje que hundió en la miseria a los muchachos de José León Suárez, o a los de Jujuy, es morocho por árabe, no por indígena). Un día sube Néstor y me llama. Sí, Kirchner. En 2004. Lo han elegido un año antes, parece que se mueve, que hace las cosas bien. Yo lo discuto con la gente de la asamblea, en la Tupac: que el presidente de la Nación me propone ayudarnos y que qué hago. La gente dice: “Si él nos quiere dar que nos dé, pero nosotros con la política nada que ver, todas mentiras”. Voy a la residencia de Olivos, Néstor me pide que lo tutee, yo le contesto “¡pero no, qué lo voy a tutear si usted es el presidente!”, y ahí nomás le vengo con que si la propuesta es por los votos no me interesa, además Jujuy es chiquita, qué votos va a ganar. “Te entiendo –dice Néstor–, pero no voy a pedirte nada. ¿Vos amás a tu patria?”. Me lo quedo mirando (no puedo reprimir una sonrisa ante la imagen de una Milagro minúscula junto a un Néstor Kirchner de elevada estatura, blanco, bizco y narigón, siempre con su traje cruzado, a cuadritos, y su sonrisa alegre, un Néstor Kirchner en su momento glorioso, inesperado ganador de las primeras elecciones después de aquella crisis de 2001 en la que el pueblo gritaba en la Plaza de Mayo: “¡Que se vayan todos!”). “¿La patria? Cuando vinieron los colonizadores no había patria ni frontera –le digo–, yo soy de América”. “Te entiendo”, me repite, y entonces me lo larga de golpe: “¿Querés hacer viviendas?”. “Sí”. “¿Tenés cooperativas, tierras, ingenieros?”. “Sí, claro”. ¡Y no tenía nada!

Aunque esta vez la comparación parezca traída de los pelos, ahora me acuerdo de Teresa, otra mujer a la que también le consagré unos cuantos años. Teresa de Ávila, la santa marrana, la Doctora de la Iglesia que ocultaba bajo el manto a un abuelo judío, la que construyó catorce conventos “sin blanca”, como ella misma confesaba, esto es, en argentino, sin un peso. Teresa, con Milagro, se habría entendido de maravilla, y las dos, con Evita. En todo, virtudes y defectos, ¿acaso la Madre Superiora no caminaba como la dirigente indígena, revoleando los hombros, acaso no desafió a la Inquisición tal como Milagro desafió a ese poder que se la tiene jurada? Con más diplomacia, eso sí. A Teresa en la astucia se le notaba lo marrano, Milagro es “calentona” –se lo digo y lo acepta muerta de risa– y, testaruda, no da el brazo a torcer.

–Néstor me dice que vaya a hablar con el ministro de Obras Públicas. Llego y no está. Me atiende un gordo enorme que me dice: “¿Qué querés, negrita?”. Yo: “Néstor me prometió 600 casas”. “No sé, no puedo, dejame pensar”. “Al Perro Santillán bien que se las dieron, las 600”. (El Perro, ese otro dirigente jujeño al que Milagro le quitó el papel principal, dejándolo como figura secundaria, cosa que nunca perdonó). “No seas chusma”, me dice el gordo. “Bueno, ¿me vas a dar o no? Si no, me voy”. Y me fui. Ya estaba en el aeropuerto cuando suena el teléfono. Néstor. “¿Qué pasó? Venite a Olivos”. “Nada de Olivos, no voy a perder mi boleto de vuelta”. “Yo te lo retribuyo”. Fui, él me volvió a prometer lo que me había dicho y me volví a Jujuy para armar las cooperativas.

“Imposible juntarlas antes de dos meses”, me explican. Pero yo no puedo esperar, tiene que ser ahora, ya. Raúl trabajaba en las cooperativas del Banco Credicoop (un banco solidario que pertenece al Partido Comunista). En unos días consigo las cincuenta cooperativas, viajo de nuevo a Buenos Aires con una caja enorme llena de papeles, falta algo, lo hago, lo fotocopio. Y así empezamos.

Bruscamente se va. Me ha dicho lo que tenía ganas de decir, ahora pasa a otra cosa. Es urgente que vaya a hablar con alguien a quien tampoco le dedicará más de algunos minutos, ella tiene que ir picoteando de grupo en grupo, no aguanta estar de a dos, siempre de a muchos. Aun a riesgo de cansar, me veo obligada a repetir “Evita”, esa gitana, esa bohemia acostumbrada a vivir en tribu que tampoco soportó nunca la soledad.

Mientras espero al Diablo en la puerta de la cárcel –pese a su sobrenombre, Iván es un muchacho tranquilo, nada diabólico, alicaído pero fervoroso, un tupaquero de alma obligado a hacer changas como chofer “por no venderse a Morales” como lo hicieron otros–, me quedo pensando en Kirchner, en su percepción, en su olfato. La crisis de 2001 que él logró resolver, por lo menos en parte, al asumir la presidencia en 2003, llenó los barrios pobres de infinitas Milagros. Ella estuvo lejos de ser la única: durante mi recorrido por “el país de los cartoneros” conocí a varias. Lorena Pastoriza, Alicia Duarte, mujeres cacicas que construyeron centros comunitarios y culturales donde se dictan talleres de poesía, de teatro, todo junto a la basura y por encima de la basura. ¿Entonces por qué Kirchner se quedó con Milagro, cómo la descubrió cuando recién comenzaba, a sus escasos cuarenta años, qué advirtió en la “negrita” para que decidiera darle tamaño apoyo?

Para abreviar, y porque la célebre grieta nos conduce a eliminar sutilezas y a aceptar la polarización como una fatalidad argentina, suelo declarar que nunca fui kirchnerista. En realidad, sí, al principio, justamente en la época a la que se refiere Milagro, cuando Néstor apareció de repente con su idea de la transversalidad, una línea, decía, que recorriera en forma oblicua varias tendencias, varios partidos, incluyendo al radical, ese mismo al que pertenece nuestro Gerardo Morales. Qué alivio, pensamos muchos, ¿entonces la verticalidad del peronismo era capaz de reclinarse un poco, a la manera de la escritura barroca, distinta de la clásica porque no avanza en línea recta sino torcida, creadoramente torcida; y esa actitud abarcadora, unificadora, era posible en nuestro país? El sueño duró lo que duran los sueños. Ya antes de su muerte, a la de Kirchner me refiero, el kirchnerismo iba retomando la posición vertical, volviendo a la tradicional división en blanco o negro, sin grises, e impidiendo esas diferencias de opinión que tampoco entre los antikirchneristas viscerales se estilan mucho, ¿aunque acaso en la Argentina existe algo que no transite por las entrañas? Hay una samba que define al Brasil como “un país tropical”, podrían componer algún tanguito que describiera a la Argentina como un “país visceral”, ¿no te parece, Diablo?

No, esto no se lo estoy diciendo al conductor del autito, sentada en el asiento trasero (en próximos viajes me ubicaré a su lado, para charlar mejor y para que no lo acusen de trabajo ilegal), pero lo pienso tan fuerte que a lo mejor me oye. Sobre todo porque él conoce esa palabra, “verticalidad”, que a Milagro sus críticos le aplican y que personalmente no utilizo para ennegrecer el cuadro, sino para enriquecerlo con algunos matices.

Milagro

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