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ОглавлениеPensamientos de ida
¿Cómo no comprender la irritación provocada por la indiecita de un metro cincuenta que, de buenas a primeras, implementando un “Estado paralelo”, hacía ella lo que el gobierno se olvidaba de hacer?
Acto por los quince años desde la fundación de la Tupac Amaru, en 2014.
“Yo no la voy a liberar”, dijo el gobernador, martilleándose el pecho con el índice. Yo. Lo rodeaban sus ministros y los jueces, designados, es de suponer, según las reglas del arte, tal como el propio gobernador –miembro de ese viejo Partido Radical que, salvo deshonrosas excepciones, fue digno de respeto– había sido votado por una importante mayoría. Sin embargo, ni él dudaba en pronunciar el pronombre personal, ni a nadie a su alrededor se le ocurrió murmurar, aunque fuera en sordina, la palabra “ley”.
Rumio la escena, sacada de algún diario argentino, a bordo de un largo vuelo París-Buenos Aires, seguido de inmediato por un breve, aunque azaroso, Buenos Aires-Jujuy. Quince horas de viaje que deberán acercarme al escenario de los acontecimientos, allí donde Milagro Sala está presa porque un gobernador llamado Gerardo Morales lo ha decidido. Él, en persona. Algo en ese “yo”, lanzado tranquilamente ante unos periodistas que no demostraron la más mínima sorpresa (de lo contrario le habrían preguntado por qué lo dijo, cómo era posible que un hombre político se arrogara el derecho de señalarse a sí mismo declarando, muy suelto de cuerpo, sus intenciones secretas), ha logrado arrancarme del apacible campito donde vivo, en el centro de Francia, y me ha impulsado a ir. A ver qué pasa, quién es ese señor que se autodenomina Yo y, por encima de todo, quién es Milagro. Sé muy poco sobre ella, apenas lo que todo argentino, sea cual fuere su lugar de residencia, ha leído en la prensa. Que está en la cárcel por asesina y por ladrona, según algunos y, según otros, por haberse atrevido a realizar aquello que creímos perdido entre las nieblas de la Historia: una revolución. En mi país, el abismo abierto entre una versión y otra no proviene de ahora: conocí desde siempre lo que en la actualidad se denomina “grieta”, hondo tajo que en los orígenes de nuestra ciudadanía separaba a federales de unitarios, luego a peronistas de antiperonistas y hoy, a kirchneristas de antikirchneristas. Étnicamente hay varias Argentinas, por suerte, pero política (y periodísticamente), solo dos.
Acerca de esa provincia de Jujuy, al noroeste del país y casi boliviana a ojos porteños, tampoco sé gran cosa, exceptuando la imagen de tarjeta postal con la llama y el cardo, aunque quizás me ayude el haber vivido justamente en Bolivia durante mi adolescencia. En los años cincuenta tuve el privilegio de asistir muy desde adentro a una de las primeras revoluciones latinoamericanas del siglo xx, la del MNR –Movimiento Nacionalista Revolucionario–, cuando los mineros armados desfilaban frente al Palacio Quemado, en La Paz. (Desde adentro, ya que mi propio padre trabajaba junto a esa revolución boliviana que, como tantas, terminó por caer). Entre varios otros pecados, cometidos o no, a Milagro se la acusa, sin ir más lejos, de haber atesorado quinientas armas para defender su movimiento, o para ir al ataque. Han de ser silenciosas, las armas, si se piensa que ni uno solo de sus seguidores –los militantes de la asociación barrial Tupac Amaru, creada por ella en homenaje al dirigente indígena alzado contra el poder colonial en 1780 y desmembrado en la plaza pública por cuatro caballos atados a sus brazos y sus piernas, lanzados hacia los cuatro puntos cardinales–, ni uno, decía, disparó un tiro desde que ella está detenida en el Penal de Alto Comedero, junto a la capital de la provincia.
Poco más tarde, a mi llegada a la ciudad norteña, el marido de Milagro, Raúl Noro, me entregará unas páginas de su autoría que servirán para ilustrarme acerca de una historia poco desarrollada en nuestros libros escolares, al menos los de mi época, donde la civilización del noroeste ocupaba un par de líneas, y eso con suerte. Historia que, de no ser por Milagro, tampoco ahora preocuparía a nadie.
El texto de Noro me permitirá refrescar ciertas nociones, bienvenidas para entender las diferencias entre el noroeste y “nosotros”, vale decir, los argentinos del centro y del sur. Diferencia geográfica, diferencia histórica: entre mis pampas originarias –las de Buenos Aires, las de Santa Fe, las de Entre Ríos, donde se aposentó, en el siglo xviii, mi familia materna y, a comienzos del xx, la paterna– y esta región reseca, enclavada entre montañas violetas, no hay muchos puntos en común. Llanuras húmedas, infinitas, las de la pampa, donde las vacas escapadas de los barcos españoles se volvieron un ganado salvaje y donde el caballo pareció convertir a los indios tehuelches o pampas en lo que de verdad eran, como si desde siempre les hubiera estado faltando entre las piernas y al montarlo se completaran. Indígenas que nunca habían construido nada, ¿para qué?, si bastaba con hacerse una carpa, que nunca habían sembrado nada, ¿para qué?, si era suficiente con enlazar una vaca sin dueño y, cuando lo tuvieron, con organizar malones que se alzaban con esas vacas y, de paso, con las mujeres blancas, pero que adoptaron el animal venido de lejos como si lo reconocieran. Ellos robaban caballos, vacas y mujeres; los españoles y después los argentinos les robaban las tierras: el origen de las estancias argentinas fue la “oreja de indio”, prueba fehaciente a presentar ante las autoridades a fin de recibir, por cada indígena debidamente desorejado, inmensos territorios. Libres, señores del desierto, y condenados a no dejar ni un rastro de su paso, pampas o tehuelches desaparecieron hasta el último durante la Campaña del Desierto del General Roca que, hacia 1870, los eliminó del mapa a fin de permitir el trazado del ferrocarril inglés. Último episodio, la inmigración. Al aprovechar las posibilidades de una tierra donde todo crece, italianos, judíos, alemanes, gallegos, suizos, galeses, búlgaros, sirio libaneses iniciaron una era desconocida en un país donde nadie había visto hasta entonces una lechuga.
En Jujuy hubo más burros o mulas que caballos, difícil galopar por terreno escarpado. Tampoco hubo inmigrantes, lo que equivale a decir que no hubo sangres múltiples: exceptuando a las clases altas de origen español, la población es indígena pura, o bien, un puro producto del mestizaje indígena-español. Dicho en otras palabras, un genuino producto de la violación. Lo que sí hubo, retrocediendo en el tiempo, fue un imperio, el incaico, que edificó ciudades y dominó a otros pueblos, entre ellos los aymaras. Imperio cuya organización demasiado perfecta (Carlos Fuentes calificó de fascistas a los regímenes inca y azteca) dejaba escaso margen para la libertad individual, lo que sirvió a los españoles para someter a una población acostumbrada a la obediencia. Muerto el Inca, y con alguna salvedad –la sublevación de Tupac Amaru o la que en Jujuy culminó en la batalla de Quera con la derrota indígena–, los súbditos del imperio vencido siguieron inclinándose igual que siempre.
(Una anécdota de mis quince años: voy caminando por una vereda estrecha, en La Paz, y una viejita de polleras, manta y galerita viene hacia mí. Cuando estoy por cederle la pared en signo de respeto, es ella quien se baja a la calle murmurando: “Perdón, mamacita”. Dudo que en la Bolivia de Evo –y no Gerardo– Morales los alcaldes de los pueblos sigan arrodillándose para besar la mano del visitante blanco –y a la vez escupirla con disimulo–, pero mi recuerdo se remonta a 1953, no a la Conquista ni a la Colonia, y en ese tiempo juro que aún lo hacían).
Qué necesaria ha sido, me repito a bordo de ese Buenos Aires-Jujuy que parece estarme llevándome hacia otras épocas, además de a otras tierras, sí, qué necesaria la aparición de esta Tupac Amaru mujer, a la que hoy descuartizan sin caballos –las cosas cambian–, pero con un encarnizamiento mediático de similar potencia. Pronto –estamos a fines de mayo de 2017– se cumplirán los quinientos días de una detención a la que Amnistía Internacional, la ONU y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos han declarado arbitraria; llamados de alerta nacionales e internacionales que no ejercen la menor influencia sobre un poder feudal, blanco y masculino, simbolizado por el gobernador del pronombre personal.
No es necesario haberse especializado en el pasado de Jujuy para entender que el odio visceral de Gerardo Morales y de toda una capa social de la provincia hacia Milagro Sala hunde sus raíces en esa historia de colonización. Durante siglos, cinco para ser más precisos, los sobrevivientes del incario se vieron condenados a servir, a callarse la boca y a esconder su propia cultura. En el siglo xvii, muchas mujeres que continuaban practicando las ceremonias ancestrales fueron quemadas como brujas. Dentro del Virreinato del Río de la Plata no hubo Inquisición, es cierto, pero tratándose de indígenas, la justicia ordinaria podía enjuiciar por brujería. La bruja Milagro llegó más lejos: no contenta con reivindicarse –o reinventarse– como mujer indígena, se apoyó en una población de marginales, jóvenes desocupados a quienes el liberalismo salvaje de los años noventa y, sobre todo, la crisis de 2001, habían abandonado a su suerte. Hija adoptiva, ella misma conoció los barrios bajos, la droga, la violencia callejera y la cárcel, desde aquel día en que, a los catorce años, huyó de una casa de clase media para integrar el batallón de los excluidos; voluntario regreso a los orígenes que de a poco se convirtió en ganas de actuar, unas ganas febriles, devoradoras. ¿Los chicos tenían hambre? Ella juntó a su gente, adolescentes drogadictos y madres maltratadas, y les dijo: “Hay que hacer algo. Organicemos las Copas de Leche”. Nadie tenía nada. Pero una mujer desdentada trajo un puñadito de yerba, la otra, un poco de azúcar, los muchachos fueron al monte a buscar leña y de pronto, en una villa miseria, irónica denominación acuñada en la Argentina para los barrios de lata y de cartón, un cartelito y unos globos anunciaron la cacerola humeante.
En 2004, sus proyectos, cada vez más ambiciosos, atrajeron la atención de un presidente recientemente electo, Néstor Kirchner, que le ofreció dinero para la construcción de ciento cincuenta viviendas populares. Ella contó la plata, sonrió para su coleto y se dijo: “Yo con esto hago el doble en la mitad del tiempo”. Y construyó ocho mil. En Jujuy. La cuenta no incluye a las otras provincias donde se alinean también las casas de Milagro, ingenuas, rosas, celestes o de un lila clarito, todas idénticas, todas surgidas de una estética que habla de espíritu comunitario, ¿y acaso las malas lenguas periodísticas no han acusado a los “tupaqueros” de estar uniformados, con esas camisetas también idénticas que lucen en el pecho y la espalda la leyenda “Tupac Amaru” y el retrato del héroe, como si esa ropa de trabajo no estuviera marcada por un signo identitario, sino militar? También levantó colegios y hospitales, Milagro, y llenó su provincia de gigantescos parques acuáticos, su gran obsesión desde que, siendo niña, se le prohibió la entrada a las piscinas debido a su carita de coya y a su color de piel.
¿Cómo no comprender la irritación provocada por la indiecita de un metro cincuenta que, de buenas a primeras, implementando un “Estado paralelo”, hacía ella lo que el gobierno se olvidaba de hacer? Insoportable desafío, el de esta mujer que, rodeada por una multitud y en pleno centro de la ciudad, celebraba a la Pachamama, la diosa tierra; o mandaba a cortar las calles céntricas en reclamo de mejoras salariales; o, acto final de la tragedia, organizaba durante semanas un “acampe” frente al Palacio de Gobierno: los “negros” durmiendo, comiendo y arrojando cáscaras de banana bajo las propias barbas del señor gobernador. Invasión intolerable para la clase alta y para las clases medias, aterradas ante la perspectiva de ser confundidas con ese pueblo maloliente. Milagro fue detenida en diciembre de 2015 durante el célebre acampe, que incluía grandes tiendas para albergar a las familias tupaqueras y hasta pequeñas piletas para los niños, porque hacía calor y ella siempre había pensado en todo. Milagro, madre de dos hijos propios y de doce adoptivos, esos que en la provincia se llaman “hijos del corazón”.
¿Cuántos le quedarán ahora, cuántos la visitarán en la cárcel, arriesgándose a afrontar las amenazas, la represión policial? Es lo que me propongo averiguar, a mis setenta y ocho años, la edad justa para largarse a la aventura, sola, con la mochilita a la espalda, rogando porque Milagro sea tal como me la imagino y tal como en la Argentina algunos la han llamado, a causa de esa manía suya de regalar a los pobres cosas de ricos: la Evita negra.