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Miguel Ángel Bustos y la doble red

Los ojos y las venas de los brazos, azules, la lechosa piel de las sienes y de las muñecas son parte de un tejido aéreo, de una especie de tela de araña con la que, evidentemente, está entrelazado, y en la que, evidentemente, está atrapado. La frente angosta, ligeramente deprimida y con unos gruesos surcos de campesino que parecen entrar hasta el hueso en el esfuerzo por comprender, es parte de una madeja terrestre maternal (léase la vida) todavía no cortada y todavía fresca en alguna que otra sonrisa. Pero el tejido celeste gana.

Miguel Ángel Bustos, joven poeta, autor de Cuatro murallas (1957), Corazón de piel afuera (1959), Fragmentos fantásticos (1965), Visión de los hijos del mal (1967, Segundo Premio Municipal) y El Himalaya o la moral de los pájaros (1970), ha expuesto recientemente una colección de dibujos y témperas que lo demuestra. Porque un tejido celeste tiene varias maneras de ganar; para simplificar, tiene dos: “benigna” y “maligna”. División que no incluye, necesariamente, un ele-mento ético sino que se refiere a dos formas de actuar de lodivino, a dos estilos sagrados de acercársenos: el éxtasis gozoso y el espanto. Los dibujos y témperas de Miguel Ángel Bustos vienen del espanto; la desnudez de sus colores viene del espanto. En este sentido, un violeta puro y agudo como una puñalada puede ser “celeste”, celeste del lado del horror.

Dije que es joven, que tiene un Premio Municipal; no dije que su último libro, El Himalaya o la moral de los pájaros, es best seller (para los que no están en el tema aclaro que la poesía jamás es best seller), ni que se vendió la casi totalidad de los cuadros de su exposición, ni que esta es su primera exposición, porque Miguel Ángel Bustos no pintaba antes pública y oficialmente. De modo que, para empezar, le pregunto desde cuándo dibuja, si estudió “bellas artes” y qué significan sus pinturas.

–Hace cinco años comencé a dibujar. No estudié –contesta–. Estoy haciendo, desde entonces, un diario gráfico y ya tengo dos volúmenes completos de quinientas páginas cada uno. Las imágenes corresponden a los días, en un intento de fusionarlas con lo verbal. Es la palabra dibujada, escribir en imágenes, tratar el verbo como algo manual, visible, como lo hacían los códices aztecas y con la misma adoración por la palabra de la mística judía, de la Cábala. Además, es la pintura de mis obsesiones. He dibujado casi literalmente lo que veía “filmado” en la pared. Cuando dibujo tengo estados a los que no sé si llamar alucinatorios; en todo caso, las imágenes aparecen ahí, sobre la pared, y yo las veo actuar y sigo su recorrido.

–¿Las imágenes de su poesía también “se le aparecen” de golpe, ya construidas, dictadas?

–Sí, el Himalaya lo escribí de un solo tirón, con la misma sensación de certeza. Y también es una poesía con el ambiguo sentido que Rimbaud le daba a la palabra “iluminación”: a la vez iluminación del espíritu y pintura. En mis dibujos, concretamente, recorro el doble camino: ilumino un manuscrito y sigo el dictado de algo que me llega.

–¿Que le llega de afuera? ¿Lo siente como una presencia exterior con la que entabla un diálogo?

–Viene de la perfecta ausencia de uno mismo, de la despersonalización. Cuando uno está limitado a un yo limitado, limita lo que le llega. Pero si se hace el vacío total, si uno se vuelve cóncavo, entonces cabe la presencia de lo que debe llegar.

–¿Provoca esos estados o vienen solos?

–Me han llegado solos. Pero usted sabe que yo padezco una grave enfermedad (la epilepsia), por la cual estuve internado en el Instituto de Neuropsiquiatría.

–En la antigüedad se consideraba que la epilepsia era una enfermedad sagrada, y Dostoievsky describe la espera del ataque en términos de iluminación...

–Sí, los médicos me han dicho que mi caso es similar al de Dostoievsky. El estado previo al ataque es un momento de aura y advenimiento, una exaltación de la lucidez y la euforia. Es como si se gozara de todo el cosmos a la vez. Imposible transferir ese sentimiento a la gente, porque no es que la gente no contemple sino que usa una mínima parte de sus posibilidades para no quedar anonadada. El horror de mi situación es, precisamente, un continuo, un insoportable estado de lucidez.

–¿Siempre conoce momentos de espanto? ¿Nunca los éxtasis, los arrobamientos, la parte amorosa de la experiencia?

–Casi nunca, solo por instantes, curiosamente a través de los gatos. Ellos pueden darme un atisbo de lo que es el éxtasis feliz.

–¿Y la naturaleza, los bosques? En su poesía siempre aparecen “bosques de coágulos”, nunca bosques verdes.

–La naturaleza no me transmite más que su atrocidad. Un vivero me parece un conjunto de fantasmas porque puedo alucinar lo que veo, deformar un objeto hasta sus proporciones cósmicas. Un pájaro se convierte en un Ángel. Es como un aparato de proyección que me permite leer en los seres mi propia cosmogonía. Y todo lo que percibo es terrible. Tengo la sensación permanente de que algo acecha en el cielo, de que se van a venir abajo los planetas, de que los seres humanos que están conmigo se van a fugar y me van a dejar solo en un desierto helado, mineral, de cuarzo.

–El “cristal” de sus poemas: un dios implacable, pagano, que lo acompaña desde la infancia. Pero, además, hay una mística del sol.

–El Himalaya está dividido en ciclos solares; en cada convulsión del Sol se produce un cambio en nosotros. De alguna manera somos soles, aunque cueste admitirlo en lo cotidiano. Adoro el sol y me aterra la noche, no la soporto en soledad, lo mismo que me atemorizan la suciedad, los insectos, las ratas, todo lo subterráneo de las ciudades.

–Antes lo llamó lucidez. ¿Es estar demasiado despierto?

–Sí, quisiera no darme cuenta de las cosas pero las siento confluir todas al mismo tiempo, y este sentimiento de totalidad, si va acompañado de paz, es la santidad, y si no, es el infierno. Yo no soy un santo.

–¿No hay otro camino que la santidad? ¿No puede existir una vía sensorial, una mística de los sentidos que dulcifique la experiencia?

–No, yo siento los perfumes y los colores como algo atroz. Me veo en manos de algo que nos desmenuza constantemente y no puedo aceptarlo, me opongo de todas formas a la victoria de lo que nos rodea y nos ata a la tierra. Si tengo una iluminación maravillosa la recibo con una enorme tristeza, y su contraste con lo demás me produce una desesperación horrenda.

–¿Qué poetas lee? Varias veces, en sus dibujos y en sus poemas alude al “sol negro” de Nerval y a Holderlin.

–Ellos, en primer lugar, y Nietszche, Lautréamont, los trovadores provenzales.

–Claro, los cátaros, los “puros”.

–Sí, quisiera ser un puro. Estuve cinco años en el infierno de la pureza total, cuando estudiaba el bachillerato. Leo, además, mucha literatura oriental, sobre todo al Shri Aurobindo, un gran santo de la India. Y los relatos jasídicos judíos: su extraordinaria vitalidad, desesperación y superación en la alegría. Yo nunca he conocido la serenidad. Hasta he buscado castigarme, pegarme balazos, pero las cosas son burocráticas hasta en el terreno del dolor. Hay un escalafón para el sufrimiento. Imposible escapar.

Atrapado en una tela de araña. Tan atrapado como todos, aunque sin la nube piadosa que a algunos nos impide advertirlo, sin el valiente sometimiento que a otros les permite aceptarlo. Sin sueño, sin fe. Sin piel. El tejido aéreo le cubre directamente la carne viva. Pero la palabra manual, musical, el verbo tangible y cadencioso de Miguel Ángel Bustos son su victoria sobre el espanto, su forma de ganarle a la trama celeste con sus mismas armas: una red de vocablos para aprisionarla o, como decía Rimbaud en su manuscrito perdido, una “cacería espiritual”. Doble trampa, es decir, mutuo abrazo. En esta pareja del poeta y su dios salvaje palpita un ardiente odio, es decir, palpita lo que más se parece al amor.2

La Nación Revista,

24 de enero de 1971

2 Miguel Ángel Bustos fue secuestrado y desaparecido poco después del golpe de Estado, el 30 de mayo de 1976. En 2014 sus restos fueron identificados en una fosa común en el Cementerio de Avellaneda.

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