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Antonio Porchia

“Voces” del silencio

Sobre todo los árboles, las ramas desnudas que crecen como ruego y llamado en los cuadros de los pintores ingenuos de cualquier lugar, de cualquier tiempo; sobre todo esos árboles siempre iguales, ¿acaso no nos hacen pensar en una tierra idéntica para todos los hombres, escondida para los impuros, revelada y fresca para los inocentes? Además de los árboles ingenuos, las dos o tres ideas, las cuatro o cinco imágenes primordiales de todos los místicos de cualquier lugar, de cualquier tiempo, ¿no son siempre iguales? Pocas formas, pocas palabras ocultas por la maraña de cierta cultura que diferencia, distingue, separa, y que, en su actividad aparentemente clarificadora, logra esconder la brevedad de lo muy poco, simple y enorme que se debe saber.

¿Porchia sabía? ¿Acaso resulta extraño que de pronto haya surgido en la Argentina un taoísta de origen italiano, un taoísta de barrio vestido con pijama a rayitas, ex obrero portuario, anarquista, autodidacta que jamás había leído a Lao-Tsepero que vivía prefiriendo, como Lao-Tse, el vacío de la copa a la copa misma? Otro pintor de árboles con un pedido en el hueco de la mano, otro hacedor de escasas palabras en las que se mezclan las confesiones directas, las anotaciones de alguna dificultad, de alguna limitación humana, con verdaderos hallazgos en medio del silencio, con los encuentros de lagrandeza, con todo cuanto aparece más allá de la ética, dela prohibición: ¿acaso resulta extraño? ¿Porchia sabía? ¿Porchia era un puro? ¿Por eso se le aparecían las exactas palabras del sufismo persa, a él que vivía en su casita de Olivos leyendo casi nada, leyendo cursilerías o esos libros finiseculares como Los derechos del hombre, de Eugenio Pelletan (Edición Juan Pops de Barcelona, 1870), que fue su libro de cabecera, lo más importante de la biblioteca de este meridional tocado por la Gracia y por la ridiculez, verdadero y teatral, cierto como un santo y, como un santo, absurdo, fuera del tiempo, por encima, a los lados y hasta por debajo del tiempo?

Creo que por eso. Creo que la verdad de Porchia está acreditada precisamente por esa continua oscilación al borde de la perogrullada, por ese riesgo de lo ridículo que acompaña cada “Voz”, cada acción de su vida. Ridículo y terrible es su origen, el dolor de sus comienzos que sin embargo se convierte fácilmente en un chiste: era el hijo de un cura. Nació en Catanzaro, el 25 de noviembre de 1886; se crió en Avellino, cerca de Nápoles, cerca del mar. El cura había dejado los hábitos antes de casarse, pero igual a Antonio los chicos del pueblo lo corrían señalándolo con el dedo y gritando:“Il figlio del prete!” (el hijo del cura). Se tuvieron que venir a la Argentina para escapar a ese pogrom moral, y de todo aquello a Porchia debe haberle quedado horror por los estrechos márgenes del “bien” y del “mal”, y frases de la Biblia, inocentemente “copiadas” en sus Voces, y mar y tolerancia y tendencia a la comprensión y al perdón. Odio también pudo haberle quedado, pero lo que permaneció en definitiva abarcaba el resentimiento, lo superaba, explicaba la semivida a la que se condenó y la trascendía; en definitiva lo que permaneció venía ciertamente de ese dedo y ese grito, “Il figlio del prete!”, si bien absorbido hacia un amor universal sereno, ferozmente triste y maravillado, hacia un sagrado silencio en el que Porchia fue, en su más alto sentido, figlio del prete.

Se vinieron a la Argentina (todos, don Francisco Porchia, doña Rosa Vescio e hijos) en el vapor Bulgaria de la Compañía Alemana, en 1902. Aquí ya no había ni dedo, ni grito. Estaba, en cambio, el destino social y cultural casi fijado, casi ineludible: poco estudio, bastante pobreza, un padre que decide morirse y carga a su progenie sobre los hombros del joven Antonio; un trabajo de apuntador en el puerto, un anarquismo que era, por una parte, moda, y por otra, en Porchia, necesidad y expresión de libertad individual. “¿Anarquista, Porchia? –me dijo el Papa de los anarquistas argentinos, don Diego Abad de Santillán–. Sí, colaboró en La Protesta. Pero siempre estaba en otra cosa. En otra nube, diría. Nunca fue activista, nunca quiso meterse a fondo. Cuando llegó el momento bravo tuvo miedo y, simplemente, lo dijo. Anarquista fue, porque fue libre por dentro. Nada más que por eso”.

Miedo. Curiosa palabra para un santo. Lo mismo que odio, o que avaricia, o que falsedad teatral. Y sin embargo, ¿de dónde salen el valor, el amor, la generosidad, la verdad? ¿De qué fuente común a sus aparentes opuestos? Yo conozco dos anécdotas de Porchia que prueban en él una particular especie de coraje. La primera me la contó el poeta Lysandro Z. D. Galtier: fue durante la Semana Trágica. En el puerto. Problemas entre dos gremios enemigos. Los hombres del gremio de Porchia tiraron a suertes a quién le tocaba ser elegido para parlamentar con los del gremio contrario, que además tenían un perro adiestrado para matar. Le tocó a otro compañero que, al oír su nombre, se desmayó. Entonces se ofreció Porchia. Empezó a caminar hacia allí, los compañeros escucharon a lo lejos los ladridos del perro y después nada, silencio. Al rato Porchia apareció del brazo de los enemigos. El perro les correteaba alegremente alrededor y les hacía fiestas como un cuzquito. La explicación era simple, Porchia había pasado plácidamente junto al perro y había convencido al otro gremio de que “todos somos hermanos”. La segunda anécdota me la contó el escultor Libero Badii. Porchia ya era viejo y vivía en su casita de Olivos, cuidando un jardín de tres por cuatro y comiendo dos papas y dos zanahorias por día. Vinieron unos ladrones a asaltarlo. Porchia los hizo entrar, les cebó mate y los despidió amigablemente en la puerta, después de haberles explicado, precisamente, eso mismo, otra de sus perogrulladas: que todos somos hermanos. “Pero si a usted lo atacan, ¿no se indigna, no se defiende?”, le preguntaba Badii. “Y si mientras camino por la calle se me cae una cornisa en la cabeza, ¿me indigno, me defiendo? No, lo considero un accidente”, respondía el “miedoso” que no había querido meterse en líos de anarquismo. Del odio, o del resentimiento, ya sabemos, ya podemos entender a esta altura que salieron su capacidad de comprensión, su ensanchamiento hacia un más allá del bien y del mal que no era judeocristiano sino oriental, más precisamente sufí o taoísta aunque Porchia no lo supiera porque solo leía Los derechos del hombre, José Ingenieros, Anatole France o El fuego, de Henri Barbusse.

Y verdaderamente, de la imprenta que tuvo más tarde con sus hermanos y que se liquidó cuando Porchia contaba más o menos 45 años, ¿no le quedó dinero como para vivir con algo más que dos papas y dos zanahorias? Hay motivos para dudarlo. También hay motivos para ver en su frugalidad esa mezcla de terror al gasto con espíritu franciscano que nos da garantías, lo repito, de toda su verdad de fondo, de su ciertísima santidad. Otro ejemplo: Galtier y Badii me han contado que Porchia pasaba horas arrodillado contemplando una rosa. Ellos (cada uno por separado) llegaban a la casa de Olivos y se lo encontraban a Porchia en éxtasis; tocaban y tocaban el timbre, pero nada, Porchia estaba contemplando su rosa. “Murió con una rosa en la mano –me dijo Galtier–. Era, efectivamente, un poco el italiano de teatro lírico, inclusive cuando estaba solo, cuando miraba su rosa sin que nadie lo viera. Y juntaba esas cosas un poco efectistas con una ilimitada honestidad”. Contemplar arrodillado una rosa, morir con ella, ¿no pueden ser (como lo son todo Porchia, toda su vida, todas sus Voces) lo más extraordinariamente ridículo y lo más absolutamente cerca de lo divino? El que tenga mezquindad puede divertirse con Porchia. El que tenga grandeza puede admirarse. El que tenga las dos cosas, todos nosotros, podemos encontrarlo justo, un Justo, justamente en la medida de su desgarramiento, de su palpitante contradicción.

¿Fue un solitario? Sí, fue un solterón tranquilo que vivió durante años con sus hermanos y sobrinos en cierta casona llena de plantas del barrio de Núñez y terminó sus días en su ermita de la calle Malaver. Tuvo, sin embargo, una historiade amor. De su tamaño. Característica. La única. “Parece sacada de una novela de Carolina Invernizio, pero lo increíble es que en Porchia esto era tan cierto como expirar oliendo una rosa”, me dijo Galtier. Y me contó que Porchia frecuentaba un boliche de La Boca (porque antes de mudarse a Núñez vivía en San Telmo y era socio de Impulso y amigo de Benito Quinquela Martín, etcétera, y hasta llegó a ser el presidente de Impulso, todo un mundo del que después se alejó hacia... la rosa) donde iban también, tan arquetípicos como la rosa, una prostituta pálida con boca de corazón violeta y un cafisho de bigotito con aviesos brillos de gomina en el jopo. Un día el cafisho le dijo a la prostituta que le entregara el dinero, la prostitutale entregó la mitad porque la otra mitad la tenía, obviamente, en la media; entonces el cafisho le pegó hasta acentuar sus tonos violáceos y Antonio Porchia se puso de pie: ¿quién iba a defender a una prostituta en un lugar donde aquello sucedía sin romper la rutina, sucedía ante la indiferencia? ¡Ah!

Pero la trompada de Porchia y la definitiva huida del cafisho con su miserable bigotito raleado y sus gominas deshechas ya no pudieron suceder ante la indiferencia. Aquello sacudió, despertó. Porchia se convirtió en el héroe del boliche. La prostituta ya para siempre “buena” se arrojó a sus pies y le dijo que ningún hombre la había defendido jamás y le juró amor eterno, y Porchia se puso de novio con la prostituta y estaban a punto de casarse cuando ella murió, tuberculosa. La Mujer, la Imagen en el Cielo de la Mujer murió seguramente entonces y, otra vez, una historia de Porchia digna de Libertad Lamarque, otra vez una historia ridícula, sublime, de suprema belleza.

“Siempre hablaba de la belleza –me dijo Badii–. Nunca relataba anécdotas de su vida, solo se refería a temas abstractos y eternamente relacionados con la gran Armonía. Nunca le escuché una palabra amarga y sin embargo había sufrido como pocos. Pero cada golpe se convertía, después de años de meditación, en una breve frase de sabiduría. Nadie se ha dado cuenta aún de que las Voces de Porchia son autobiográficas minuto a minuto, una por una lo narran, pero no a la manera directa de un hombre que cuenta cómo le han dolido las cosas, sino a la manera trascendida de un auténtico Iluminado. Porchia tenía la paz. Pagó con su soledad, con su vida de monje, tanta ventura. Pero yo lo aplaudo. A mí me hacía bien estar con él y escucharle de vez en cuando una palabra de admiración por lo creado, por la Belleza, por la Perfección del Instante. O simplemente que se callara, como lo hacía tanto. No era necesario hablar. Él decía que todo el conocimiento se condensa en veinte palabras y se espantaba ante la mole de libros que le llegaban por día. “Cuántas palabras”, se lamentaba. Escribía muy poco. Cuatro, cinco frases por año. Pero trabajaba cada una con un rigor no solamente interior sino también de artífice del lenguaje. Era maniático por las comas, porque una coma resultaba fundamental para marcar matices de su pensamiento. Solamente lo he visto furioso por eso: por una coma equivocada en la imprenta”.

Y era humilde, pero ¿le gustaba que André Breton lo admirara y que Henry Miller tuviera las Voces en su mesa de luz, o que Roger Caillois lo hubiera “descubierto” en Francia y traducido al francés, tras ese prólogo tan lleno de dudas de racionalista (que tanto irritaban, en Caillois, a Aldo Pellegrini), pero las dudas por fin vencidas y entregadas a la fe en esa difícil, ardua, reseca verdad de las frases del taoísta de barrio porteño? Le gustaba, sí, le gustaba. Le gustaba, pienso, por su tremenda soledad, por ese margen de afectuosidad insatisfecha que se colmaba con los libros enviados por amigos desconocidos, con las visitas continuas de jóvenes que lo rodeaban para hacerle preguntas o simplemente para sentir la “sensación áurea” que circundaba su cabeza y que Badii captó en el retrato espiritual de Porchia. Un hueco, naturalmente, un hueco, silencioso camino, Tao, aliento detenido en el punto de luz blanca del éxtasis y recorrido por los dos ejes del equilibrio armónico; un hueco lleno del encuentro del yo consigo mismo, allí donde son perfectos el mal, el horror,“Il figlio del prete”, la prostituta muerta, el miedo con el coraje, la pobreza franciscana con el temor a gastar los ahorros, allí donde los opuestos se confunden. Toda la poesía de Porchia es poesía de antinomias neutralizadas allí, en el centro mismo del vacío. Toda su poesía es la gran aquiescencia, el sí pronunciado como fin de una senda donde la aceptación total incluye la negación y la vuelve Gracia. Y así, de sus Voces al principio demasiado personales y autobiográficas van surgiendo nuevas voces metafísicas, áridamente puras, y de su rostro juvenil con cierta falsa hermosura de cantante de ópera va naciendo su rostro definitivo, esa cara para la que él trabajó desde adentro con tremendo fervor; dos ojos de viejo bueno llenos de luz y lágrimas, y dos pliegues alrededor de una boca que extrañamente fue, en este raro asceta, su rasgo distintivo. Badii lo comprendió también en un dibujo donde Porchia aparece con un borde impreciso de continente que linda con el misterio y un largo tajo de boca de monje, de boca que no comía, ni besaba, de boca parca en palabras, ancha en silencios.

¿Era bueno? ¿Porchia era bueno? Que era bueno lo afirmó el hijo de Badii cuando tenía seis años y fue con su padre a visitar al anciano de la calle Malaver. Que era bueno lo afirma la sobrina de Porchia, una deliciosa señora de Niada que vive atesorando los libros del tío, el disco con la voz de ásperos ecos del tío, la memoria quemante del tío que era uno de esos buenos de bondad interminable, militante, exasperante, indiscutible, fuera de duda. Era bueno. Tal vez fuera esa la clave de una inteligencia fuerte y penetrante que jamás se aplicó a otra cosa sino a la búsqueda de relaciones, de lazos ocultos. Que jamás pretendió desunir, cortar. La cultura, cierta forma de la cultura, a la que solemos llamar “occidental” o “racionalista”, diferencia, distingue, separa. El místico Chuang-Tzu se oponía a Confucio porque negaba las sutiles, precisas, inútiles distinciones de Confucio. Schabi, Rumi, Rezi de Artiman, todos los místicos del sufismo desdeñaban la aparente sabiduría de la separación. Separar y cortar, ¿no es una de las actividades del demonio? ¿Representaba Porchia una fuerza del Bien, de un tan absoluto Bien que renegaba de cualquier diferencia con su contrario? La maraña de palabras de la literatura, ¿le molestaba porque intuía que la cultura, en el sentido de ejercicio de la distinción, puede ser “actividad del demonio”, y sabía, con Meister Eckhart, que “hay una sola cosa importante: Dios”? Al afirmarse ateo, por otra parte, pero ateo amante de Dios, ¿no estaba Porchia en el camino más puro del budismo y, lo repetimos, en el Tao para las que Dios es apenas pantalla de Dios?

“Figlio del prete”, miedoso capaz de amansar a un perro furioso y de trompear a un cafisho, refinado espiritual capaz de comprarse un pijama a rayitas especialmente para recibir a una distinguida poetisa que iba a visitarlo y de agasajarla, a la hora del té, con vino y queso, enamorado de Beatriz en imagen de prostituta de muerte romántica, oledor teatral y auténtico de rosas, Porchia poeta difícil de masticar, difícil de descartar, difícil de abandonar y olvidar, ¿inmortal?, ¿hacedor de una Biblia nueva, simple, santa? ¿santo él mismo y humilde, asceta, bueno, sabio, verdadero?

Yo creo que de una fuente bebía y que realmente, cuando fue viejo, cuando llegó por fin a la forma de carne para la que tanto había trabajado en su alma, en su cara se dibujaba el árbol primero, las ramas desnudas que crecen como ruego y llamado en los cuadros ingenuos. Curiosamente, como un ruego a lo que ya se tiene, como un llamado a lo presente. Sin angustia ninguna.

Clarín,

8 de noviembre de 1973

Cronista de dos mundos

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