Читать книгу Cronista de dos mundos - Alicia Dujovne Ortíz - Страница 14
ОглавлениеJuan L. Ortiz
El escondido licor de la tierra
“¿Oiríais desde aquí el crecimiento de la margarita?”, preguntaba Juanele en uno de sus poemas, y la respuesta me pareció evidente: no. No, para escuchar los delicados sonidos era necesario viajar hasta Paraná y oírlos desde su raíz, sin intermediarios espesos y ruidosos o, lo que es lo mismo, oírlos desde la propia voz del poeta. ¿Pero, cómo?, podrán preguntarse quienes no conocen a Juanele; ¿o acaso la propia voz del poeta no sería intermediaria entre aquel crecimiento y este escuchar? Y nuevamente la respuesta me pareció evidente, y negativa. No, porque Juanele se ha consagrado a la transparencia con un ardor absoluto que garantiza la fidelidad de su audición. De manera que uno puede escuchar directamente el crecimiento de la margarita, si junta coraje y si resuelve dedicarle la vida entera al objetivo de oír. Pero si no lo junta, o si apenas pedazos sueltos de su vida consiguen acercarse a la levedad de ese murmullo, puede también confiar en la perfección de lo escuchado por un poeta que escribe:
“Todas las cosas decían algo, querían decir algo. Había/ que tener el oído atento u otro oído fino, muy fino, que/ debía aparecer”.
Una mañana, pues, me vi sobre el ómnibus, camino a Paraná, y pensando en Juanele. Pensando, por ejemplo, en las íes de los versos que acabo de transcribir: decían, querían, había, oído, fino, todos los acentos y gran parte de los finales descansaban inevitablemente en una “i”. Todo era estío, todo era río, todo era invisible y chino en esos poemas de sílfides, de maíz y de “visitas del olvido”, esos poemas que exhalaban el “suspiro de las islas”, poblados por diminutivos que acentuaban lo íntimo, lo tímido, la neblina y la llovizna de esa “red infinita”: hierbecillas, hebrillas, pajillas. ¿Por qué la “i”?, me prometí averiguarle. Aunque tan desconcertantes como la insistencia en el sonido delgado y amarillo de la tercera vocal me resultaban sus otras “manías”, esos tics aparentemente circunstanciales, pero cuya repetición constante me creaba un estado de alerta, como si tuviera la intuición de que, apretando esos timbres desparramados a lo ancho de sus versos sábanas, se me abrirían las puertas hacia él. ¿Qué tics? Los puntos suspensivos, para adelgazar aún más la colita de sus palabras aladas; el exceso de comas, para cortar con breves respiraciones de pajarito el flujo de un discurso que rechaza la pesada sonoridad; las preguntas: “¿No?”, “¿Qué?”, “¿Quién?”, para mostrar la apertura en abanico de un sinfín de posibilidades bifurcadas más allá de lo manifestado por aquellas palabras; las comillas, sin relación lógica con lo aparente del pensamiento, para acentuar un sentido, pero no como lo hacemos las personas de carne y hueso, recalcándolo en la base con un trazo horizontal, sino suspendiéndolo en el aire con ese parde alitas dotadas de la gracia y el secreto de un guiño de complicidad; las palabras francesas, utilizadas también entre comillas; los ayes: ¡Ay!, una sucesión de gemidos para punzar o picotear lo demasiado rotundo de la certeza, convirtiendo al poema en un panal o un pulmón perforado por multitud de agujeritos habitados por multitud de suspiros; las anécdotas y descripciones, para huir de la moderna retórica que las prohíbe y rescatar la antigua retórica como una forma de ternura. Manías tendientes, sin duda, a eliminar del lenguaje todo grosor, todo límite rígido, inclusive todo esqueleto y especialmente toda intromisión petulante del yo, para dejarlo correr, suelto como la música del aire y del agua, diáfano, o –como dijo el poeta santafesino Hugo Gola en el prólogo a las obras completas de Ortiz, recopiladas por Editorial Biblioteca bajo el título En el aura del sauce– para tejer con él “una red de palabras, delicada y precisa, aunque aérea, semejante a esas inmensas construcciones que las arañas pacientemente entrelazan”.
Me vi, pues, sobre el ómnibus, camino a Paraná, pensando en Juanele, en el hilo sutil de sus poemas y en su leyenda: porque el viaje a la ciudad litoraleña se ha convertido, desde hace tiempo, en la obligada peregrinación de los poetas argentinos. Y ahora, de a poco, cada vez más, también de los periodistas a los que nunca buscó. ¿Pero qué esperan encontrar los peregrinos, y qué aureola particular rodea a este ancianito allí recluido desde siempre en el rincón de su provincia? Un viejecito de más de 80 años, frágil y arrugadísimo, observador exclusivo de las hierbas del río y el espejear de la corriente, y de una gota irisada y su temblor sobre el pétalo, ¿qué puede darnos a nosotros para que viajemos diez horas y atravesemos la inundación litoraleña y miremos la extensión desolada bajo el acero del cielo, y los ranchos negros hundidos en pantanos interminables; qué puede damos a nosotros los apurados y activos de la ciudad? Esto me preguntaba (aunque era, por supuesto, una pregunta retórica), jurándome no alarmarlo a él con preguntas opacas, no perturbarlo en su fluir y prometiéndome un reportaje imposible a fuerza de callado. Entrevista que me imaginaba como una versión Juanele de aquella frase de Balzac cuando, después de una conversación sobre política, dijo: “Bueno, volvamos a la realidad, hablemos de Eugenia Grandet”. Solo que Juanele diría, o decía, en mi imaginación: “Bueno, hablemos de cosas importantes, guardemos silencio”. ¿Pero qué prestigio de sabio chino, de santón milagroso me colmaba de semejante respeto anticipado? En otros términos: ¿qué vida cierta y maravillosa, qué transcurrir maravillosamente cierto por la tierra solventaba hasta tal punto cada palabra de su poesía, cada coma, cada comilla, cada “i”, cada “¿no?”, cada terceto de puntos suspensivos, dotándolos de esa verdad luminosa tan ajena a los brillos de la mera literatura y tan próxima a la santidad?
Cuando abrí la ventana de mi hotel, en Paraná, comprobé que en la casa de enfrente se agitaban unas plantitas silvestres crecidas entre los ladrillos. Era una vieja azotea con baranda brotada por esas gráciles criaturas dispuestas a recibir saludando. Lo consideré como un gesto de Juanele, propicio. Por teléfono escuché la voz de la famosa Gerarda, la inseparable compañera del poeta. Yo esperaba que no conocieran ni este diario, ni a mí, ni a nadie fuera del mundo de las “niñas del río”, y me internaba en un mar de explicaciones cuando ella me contestó con alegre naturalidad: “Ah, ¿es usted? ¿Y está en Paraná? Venga mañana”.
Paraná es una ciudad formada por pedacitos superpuestos. Hay un impulso (un élan, diría por influencia de Juanele) hacia lo nuevo que produce fachadas de mosaicos brillantes color rosa o patito, o asfaltos muy prolijos y limpios, pero que no logra ocultar las tejas y los ladrillos intensamente rojos de un pasado presente. Esa mañana las hierbas saludaban desde todos los techos y llovía (eran los días de la inundación, como creo haber dicho hace un momento). Daba placer caminar escuchando los pasos (en Buenos Aires uno marcha sin conciencia de sus pies, porque el ruido de los otros oculta el propio) y daba placer, sobre todo, caminar respirando ese aire de plata, húmedo y vivo como un ser amistoso y no menos saludador que las plantitas de las terrazas. La casa de Juanele, estrecha y de tejados y jardín diminuto, aguardaba junto a la barranca vertiginosa del río Paraná.
La reconocí por los gatos que me miraban desde el porche (todo el mundo sabe que Juanele vive entre los gatos). Entré despacito por el sendero del jardín (todo el mundo sabe que la casa de Juanele siempre está abierta) y me aterró su llamado: “Aliiiiiiizia”. A la izquierda, en el porche, oculto detrás de una cortina, con su arrugada carita de Lao-Tse, su bombilla de bambú y su mate de guampa, estaba Juanele acurrucado y yo contuve mi grito, tan parecido lo encontraba a su leyenda y a su imagen, tan similar a él mismo como si no fuera esta la primera vez que nos veíamos sino un reencuentro planeado por algún planificador misterioso y sonriente. ¡Y lo que dijo de entrada! Dijo lo que soñé mil veces con atreverme a decirle. Dijo: “Aliiiiizia, ¿sabe que uhté y yo zomoh parientez?”. Con su acento entrerriano, ceceoso y de haches aspiradas, me contó la misma historia que contaba mi abuela materna sobre nuestro parentesco y que, narrada por él, me obligaba a reconstruir la exacta impresión: que era absolutamente irreal, ilógica e incomprensible la vía por la cual ambos deducían esos lazos de sangre, puesto que el padre de Juanele era un Ortiz de San Antonio de Areco y mis Ortices siempre habían estado en Paraná.
Me guardé muy bien de dudar en voz alta. Estaba demasiado orgullosa de que el propio Juanele en persona aludiera a las supuestas gotas comunes que unos unían allá por el tiempo del Diluvio. Lo dejé fluir. Apenas si le señalaba uno de los gatitos, o le sugería alguna extrañeza (por ejemplo, el encomillado francés de sus poemas).
–Ah, sí, Rilke advirtió que el juego de los animales es una de las cosas más emocionantes, es la fantasiiiiía –ceceó–. Palabras francesas, sí. Las uso por razones eufónicas, porque la lengua castellana en un contexto melódico es expresiva, no digo lo contrario, pero demasiado fuerte y rompe la línea o el..., cómo diría, el “relente” melódico –las comillas estaban implícitas en su voz–, y yo lo siento así y no me lo propongo por retórica sino como ligado a la propia cosiiiita que uno tiene que decir… –los puntos suspensivos también estaban implícitos en su voz–. El francés, como es tan labrado, como tiene tantos matices me da cierta... saliiiida de ese tipo. Pero estos son trabajos inconscientes de la “transcripción”, ¿no?, transcripción en el sentido de los surrealistas aunque sin mucho enfatizar, sin creer que es el “ángel” o la “visita” que vienen hacia el poeta, y sin embargo es así, uno es como un medio... para que pasen a través algunos ecos o reverberaciones... apenas... Acentúo en las íes, sí, es cierto, yo encuentro esa letra femeniiina y con timbre de cascabel, de cristal... ¿no? Y cuando fui a la China supe que en los poemas chinos hay una alternancia de sonidos... uno es mate y el otro, cristalino, y los finales son siempre cristalinos, con “i”, y entonces descubrí que yo había hecho lo mismo sin saberlo, solo por mi deseo, ¿no?, de evitar la densidad, de dejar la cosiiita suspendida, que se evapore, que se pierda...
Hablaba sin dejar por un instante de afanarse con el mate, revolviendo con la finísima bombilla, agregando media pizca de azúcar con la cucharita minúscula, tapando y destapando continuamente la azucarera y la yerbera colocadas en el suelo. Entre palabras, canturreaba: Mmmm, mmmm, una melodía quedita y sin forma mojaba los pies de su expresión verbal, como si esta surgiera de aquella y se nutrierade esas olitas cristalinas que, por alguna misteriosa razón de la memoria, me recordaron los ingenuos versos de nuestro Fausto gauchesco cuando, al hablar del mar, se dice de esas olas pequeñas y mansas: “Y allí en lamer se entretienen/ las arenitas labradas”. Mmmmmm, mmmmmmm, el canturreo iba y venía lamiendo las arenitas labradas de sus palabras, humildemente a sus pies.
–Mire, mire cómo el gatito le hizo una fantasía a la perrita –mostró con su dedo largo y corvo como de garra de pájaro– Ah, Rafael Barrett, ese gran escritor sobre el que alguna vez habrá que hacer un estudio, dijo que el perro nos ayuda a salvar el abismo de la comunicación humana, y que el gato nos comunica con las estrellas. Dos formas de comunicación, una horizontal, la otra vertical, y esto no es nada arbitrario porque ahora dos franceses y dos rusos, sabios, acaban de detectar en la pelambre del gato radiaciones de Mira, una estrella que forma parte de una de las constelaciones últimamente descubiertas, ¿no? Y se sabe además que por el poder de su vista los gatos perciben el neutrino, la antimateria, y no ven colores sino torbellinos de radiaciones... Sí, con las estrellas, y de ahí el éxtasis que los sobrecoge a los gatos de noche, paraditos sobre un muro. Este perro es recogido, pobrecito, igual que todos mis gatos, ahora tenemos pocos pero llegamos a albergar diecisiete, porque la gente debido a una antigua superstición no mata gatitos pero los tira, ¿qué? ¿no sabía?, se dice que quien mata a un gato tiene siete años de desgracia.
Por otra misteriosa razón de la memoria recordé el poema a su galgo muerto: “Silencioso amigo mío, viejo amigo mío, cómo nos entendíamos.../ Esta tarde hubiéramos salido a mirar los oros transparentes, casi íntimos.../ ¿Qué veías allá, sobre las islas, cuando enhestabas las orejas?/ Y te tocaba el blanco alado de la vela lejana?/ ¡Oh, los perfumes de las gramillas y de la tierra, qué ríos de éxtasis!”. Salvado el abismo entre dos mentes que compartían una “serenidad ligera” en un “extraño mundo seguro”, Juanele, percibió mi pensamiento. Seguramente lo percibió. Comenzó a hablar de poesía cotidiana. De repente lo oí diciendo:
–Sí, lo cotidiano, en los poemas aparentemente menos musicales hay un misterio musical... que rodea todas las cosas..., aun en una poesía familiar, casi vulgar como la de Carriego, hay eso que trasciende... Aquello de “la niña que ahora nadie ocupa...”
Dijo, efectivamente, “la niña” en lugar de “la silla”. Aproveché para deslizar una extrañeza más: lo anecdótico y descriptivo en sus poemas que parecen creados a contrapelo de la corriente poética moderna, volcada hacia la esencia.
–La poesía es narración... de ciertos estados íntimos, siempre fue narración. La china, y ni hablar de la árabe y de la persa... Y España, Italia, Francia... Claro, después se llegó, y eso era explicable, a una poesía anticonfidencial que rescataba la esencia, pero como reacción contra la poesía puramente narrativa o discursiva.
Y revolvía su mate y me alargaba de vez en cuando alguno en el que venía una gotita dulzona, tibia y de un extraño sabor.
–Prefiero el mate de guampa, el calabacín también le da gusto y siento mucho respeto por él, pero este me resulta más agradable, lo que no quiere decir que sea superior –explicó, empeñado en no herir posibles susceptibilidades, tal como lo había hecho al comparar la lengua francesa con la castellana y como si temiera que el calabacín y el idioma español se echaran a llorar de la pena–, solo que esta sustancia córnea impregna la yerba de elementos químicos estimulantes. En China se tomaban ciertas bebidas calientes en cuerno, por el mismo motivo. Y aquí, en Entre Ríos, decían que el mate en guampa volvía irritables a los hombres, o que era afrodisíaco. Eso ya es más grave... Y he leído que en Paraguay, donde hay liana a granel que da el calabacín, usan la guampa. [Augusto] Roa Bastos lo dice en sus novelas, y todavía no he hablado de eso con él, pero ya le preguntaré. Mi amigo Raúl González Tuñón me llamaba “toxicómano” por estas cosas. Murió. Todos los amigos han muerto; hace poco, [Cayetano] Córdova Iturburu, que escribió ese poema premonitorio, qué maravilla, donde anticipaba su muerte...
Del mate pasamos al pueblo que lo toma con mayor entusiasmo: el entrerriano, “panza verde”. Le mencioné su poema Pueblo costero, donde unas breves palabras dan cuenta de la especial dignidad, la elegancia y el orgullo de esa gente morena y ceceosa “o al amor de lo suyo increíble de decoro o de honor bajo los vientos”. Le mencioné sobre todo esas palabras, “decoro y honor”, y Juanele las recordó con un aire lejano, como si fueran suyas y no lo fueran, asintiendo a ellas, y de allí pasamos al pueblo de China, “a su gentileza, su humildad, su sonrisa”.
–Estuve en China en 1957, conocí a Mao, a Chou En-lai, y encontré muchas cosas y sobre todo me encontré a mí mismo. Siempre había sentido entusiasmo por la poesía oriental, persa y china, que conocía por traducciones. La poesía china se escribía sobre hueso, y al calentar el hueso aparecían los caracteres... esos ideogramas perfectos que dibujan la idea, no la intelectual sino la idea en sentido platónico...
Gerarda venía por el senderito del jardín. Cabellos grises, ojos azules y un aire amable, aunque fuerte. “Entren que afuera está fresco”, ordenó. Juanele me condujo a su piecita de trabajo, ahora abandonada por un rincón del living donde el poeta encuentra más luz. La piecita estaba oscura, olorosa a gato, y en el piso había cuatro libros que aplastaban las alas de un sombrero.
–Ah, justamente, Rafael Barrett –exclamó Juanele mostrando el título de los tomos-aplanadora–. Rafael Barrett, del que recién le hablé. Lo puse allí porque el sombrero me había quedado como un zapallo... Todas estas estanterías y estas lámparas y pantallas fueron diseñadas por mí... a mi gusto... Qué preciosas, ¿no?
–Preciosas –respondí, la voz como un hilo, tocando con un tembloroso meñique (solo con un tembloroso meñique se podían tocar) las pantallas de tul marfileño enjoyadas por alguna diminuta florcita salida de la tumba de Margarita Gautier, casi deshechas en polvo de ala de mariposa. El rincón del living, nueva conquista ambiental de Juanele, se componía de un sillón cubierto de papel de diario y de una pila de libros que Juanele revolvía descubriendo papeles de bordes quemados por el tiempo, pajitas, puchos, una bandejita de cartón hacía tiempo perdida. Lo vi liar sus cigarrillos, sus ideas de cigarrillos (medio gramo de tabaco en una tenue hojita de bordes ensalivados) y colocarlos en el extremo de la mítica boquilla. Me atreví a agarrar esa boquilla y tuve que soltarla... ¿No dicen que las casas encantadas se impregnan del alma de sus dueños y repiten largamente gemidos y risas extinguidos años atrás? La boquilla de Juanele estaba encantada y producía temor, y también repugnancia: no olvidar que Rudolf Ottó, en ese magnífico ensayo que se titula Lo sagrado, aclara que una de las reacciones posibles ante lo numinoso (lo poblado por una intensa dosis de presencia divina) son el horror... y el asco.
–Murió la vecina de la otra cuadra –anunció Gerarda.
–Ya han muerto varios por estas partes. Anda cerquiiiita la muerte, ya va a llegar hasta acá –respondió Juanele.
Ella admitió naturalmente, como si hablara del barrendero, o del vendedor de pochoclo, que vinieran:
–Sí, ya va llegando.
Y entonces comenzaron a hablar. Juntos. Al mismo tiempo, estrictamente, a la vez, como un dúo de flautas perfectamente acordadas, sin mirarse entre ellos y atrayendo con la mirada mi atención, obligada a dividirse a derecha e izquierda igual que si debiera prestarse a la charla de un águila de dos cabezas. Si Gerarda por un instante daba una nota discordante y disentía, Juanele se detenía y ahora sí la miraba con cierta extrañeza, y se establecía entre ellos no una discusión sino un conciliábulo para afinar los instrumentos, como si buscaran el “La”. Hasta que Juanele llegó a un momento del duetto en el que se pronunciaba la palabra “caballos” (seguido de cerca por Gerarda, que enunció su propia versión levemente distinta de lo mismo, por ejemplo, “ruanos” o “tordillos”), y aproveché para llevar hasta su infancia al poeta que, en el acto de narrarla, adquirió nuevamente su propia y singular cabeza.
En suma, le pregunté por su niñez en el campo, y contó:
–Nací en Puerto Ruiz, que es un puerto de río y de ultramar, con mucho movimiento, y a mi padre, que era de Areco, lo nombraron administrador de una estancia en Mojones Norte, pleno monte, plena selva, y allí viví entre los tres y los siete años, en ese lugar agreste que resultó decisivo para mi vida, y después nos fuimos a Villaguay, donde hice la escuela primaria hasta sexto grado, y finalmente recalamos en Gualeguay. Allí en Gualeguay estudié la Normal, soy medio maestro, y comencé mis escapadas a Buenos Aires donde cursé estudios libres en Filosofía y Letras...
–Pero él es completamente un maestro –dijo Gerarda retomando y retocando la expresión “medio maestro”–, porque siempre lo han seguido los muchachos de Gualeguay y de acá, y él los guía por buen camino a todos los que vienen...
–...hasta excederse vienen –agregó Juanele–, porque tengo cosas entre manos, poemiiitas, cosiiitas, y necesitaría ciertas horas que ellos me ocupan, hasta las nueve de la noche...
–...un gran maestro, eso es lo que es –dijo Gerarda–, y por lo visto desafinaba porque Juanele sopló su flauta buscando el “La” de la armonía y objetó que el maestro es el que aprende, y que era él en verdad quien aprendía de esos muchachos porque le traían y le descubrían autores e inquietudes desconocidos.
–Después de la Normal –continuó– vino la bohemia de Buenos Aires, aunque esporádicamente. Digamos que cumplí con esa etapa indispensable y me relacioné con la gente que por ese entonces estaba en el candelero, como se dice... Salvadora Medina, la mujer de [Natalio] Botana, me ofreció un puesto en Crítica, que no acepté para no atarme a la ciudad; no estaba pertrechado para soportarla... Ella me ayudó mucho, me publicó... en La Protesta, que era anarquista y donde salían poemas de Verlaine... Y cuando no acepté el puesto de Crítica me propuso de administrador en una estancia, con mucho dinero, pero tampoco quise5. Es claro que renuncié a muchas cosas para venirme a quedar acá, en la provincia, yo necesitaba mis tardes liiibres... las que me quedaban con el empleíto en el Registro Civil de Gualeguay. Y así viví, en Gualeguay, hasta que en el 42 me jubilé con jubilación extraordinaria y nos vinimos a Paraná... para estar un poquito más cerca del... movimiento, de la gente. En Gualeguay hacía sociedad con muchachos amigos de la lectura, de la canoa, del paisaje...
Hacía listas de libros para la Biblioteca, hasta que la puso al día con todo el pensamiento del mundo. Córdova Iturburu vino a verla y se quedó sorprendido: “Ni en las bibliotecas de Buenos Aires tenemos esto”, dijo. Yo “pescaba” y traía traducciones del ruso, del japonés, literatura africana, todo. Descubrí, por traducciones francesas, a Panait Istrati y a [Boris] Pasternak antes de que en la misma Europa los apreciaran tanto... Y de Rabindranath Tagore, que traduje al inglés y al francés… De los poetas hindúes tomé cosas que traduje, algunas publicadas, otras no. También [Vladímir] Maiakovski. Muchas traducciones hice, muchas, de Aimé Césaire, de [Léopold] Senghor, antes de que los conocieran tanto... Con un amigo de acá, Rubén Turi, traduje varios libros de Louis Aragón. Y chinos, poetas chinos, porque me ayudaron unos muchachos de China que sabían castellano.
Y abanicaba la mano larguísima, de palma recta y falanges encorvadas, y canturreaba, mmmmm mmmmm, y me mostraba en el jardín un arbolito chino del período terciario, del más antiguo de la tierra, que se llamaba ginkgo biloba. Ya era mediodía, lo supuse cansado y me despedí hasta la tarde.
No llovía aunque continuaba el cielo plomizo, y el río (esto lo dijo Juanele) estaba “terni”. Decidí quedarme en la barranca, bajar hasta la orilla por un camino vertiginoso entre cipreses corvos como uñas de Juanele. Casi me alegraba de la atmósfera gris, que sumergía al paisaje en el pleno secreto, sin el barullo del sol. En el suelo se agitaba un mar, un verdadero mar de hormiguitas coloradas cargadas con pétalos azules. Y la ladera se veía cubierta de jacarandás negros con hojas sutiles como helechos, y el Paraná, que de lejos era una masa espesa de chocolate levemente rosado, observado de cerca dividía sus aguas en dos especies: las que corrían livianas, en brazos finos y brillantes, y las detenidas en grumos opacos que parecían hervir. Se me ocurrió pensar que el ejemplo de este río ante la vista no tornaría fácil, sin duda, pero tampoco tornaría tan espantosamente difícil el acto de soltar las riendas de la propia vida, y de dejarse fluir, “a lo Juanele”, con la certeza del abandono a una corriente dulce como el tranquito del caballo que nos conduce a casa, de vuelta, aunque vayamos dormidos. ¿Quién tiene miedo? Solo el que osifica su voluntad. Juanele hablaba de durezas (mate de guampa y poemas escritos en los huesos), mientras yo me imaginaba su esqueleto transparente como el de un grillo y recorrido apenas por un tenue dibujo, una escritura leve que resumía todos los sentidos. Y un esqueleto así no se consigue gritando: “¡Yo!”, ni mucho menos: “¡Yo quiero!”.
Me entretuve recordando su leyenda, las hazañas que le atribuyen. La vez que subió a un tranvía en Buenos Aires y se agarró de una cuerda finita que producía un agradable “tilín”, y la escuchó encantado y sonriente hasta que el guarda vociferó bronco y terrible expresiones que no cuadra reproducir. O la vez que Carlos Mastronardi y Córdova Iturburu lo acompañaron hasta otro tranvía, y Juanele abrió cálida y extensamente sus brazos para despedirse de sus amigos, exclamando: “Bueeeeeeno, Carliiiiitos, bueeeeeeno, Coooooordova, chaaaaau, hasta lueguiiiiito”, y varias veces se dio vuelta para tomar un tranvía, y otro, y otro, porque los irritables transportes porteños, hartos de esperarlo, decidían “no más” con su hilera de caras perplejas pegadas a los vidrios de las ventanillas. O los años durante los cuales, a mitad de camino entre su revuelta melena inicial y su pelusa parca de ahora, peinó sus cabellos en tres largos copetes, uno sobre la mollera y los dos restantes a los costados, pero hacia arriba, como un impulso, como un élan de antenas en punta, encaminado a captar los mensajes del cielo. O su máquina de escribir con tipos diminutos, que se compró cuando sus editores le rogaron, con lágrimas en los ojos, que no enviara nunca más esos ilegibles poemas escritos con su letra de delirante pequeñez. O esa operación de la vista, el año pasado, cuando estaba casi ciego y los médicos amigos de Paraná le operaron gratuitamente las cataratas y le regalaron los anteojos (porque Gerarda y él viven con la exagerada modestia de medios con que no debiera permitirse que pasaran sus días el poeta mayor de la Argentina y su esposa), y Juanele, en medio de tan delicada intervención (con anestesia local, que le permitía mantenerse perfectamente consciente), exclamaba deleitado y feliz como un niño: “¡Qué liiiiiindo, ahí veo unos amarilliiitos que vienen bailando desde el fondo, y ahí aparecen unos honguitos celestiiiiiitos, si los vieras, Gerarda!...”.
A las cinco de la tarde volví a su casa. Había visitas: un abogado amigo, Carlos Virgala, y un joven de ojos celestes que cebaba el mate.
–Estuve pensando en mi debilidad por la “i” –reflexionó Juanele, como si no hubieran pasado varias horas desde mi partida– ¿Y sabés de dónde debe venirme también? Del guaraní: casi todas las palabras guaraníes terminan cristalinas.
–¿Qué está escribiendo ahora, Juanele? –le pregunté para que no se dijera que había viajado a Paraná a entrevistarlo sin preguntarle nada de nada.
–Ahora tengo dos poemas larguísimos, casi como novelas en verso. Uno es Entre Diamante y Paraná, y el otro, El niño y el perro. Ah, y después tengo otro muy..., en realidad tengo tres..., es el canto de la luz, no se titula así pero ese es el sentido. Empieza con, qué sé yo, la luz canta, algo en que la luz se da y que a la vez tiene cierto tipo de música...
Y llevaba y traía la mano por el aire. Le pedí que leyera poemas, cualquier poema. Desapareció en la pieza del sombrero con Rafael Barrett y apareció trayendo una caja, que desató despacio con sus dedos de pájaro. Y de allí extrajo los famosos poemas escritos en interminables tiras de papel enrolladas sobre una maderita, con su letra minúscula que parece penetrar por la rendija del microcosmos hasta el núcleo más prieto de lo creado. Al final de las tiras, unos trazos deshechos en el viento (tal vez hierbas del río, tal vez movimientos puros de la luz) representaban la “ilustración” del poema. Sin embargo, no leyó de allí sino de los tres tomos con tapas plateadas de sus obras completas. Eligió El espinillo. ¿Leía simplemente? No, glosaba, reconstruía, recordaba la circunstancia y la esencia de cada verso, como si algún otro ser, algún hermano suyo muy próximo a su alma, le hubiera dejado de regalo esas palabras misteriosas que ahora él se esforzaba por explicar y aclarar.
–“Anhelo del horizonte”, claro, porque a los espinillos les flota ese anhelo cuando se borra el tronco y queda la copa flotando... Eso visto a la lejanía, por cierto... Y el espinillo tiene algo de, cómo le diría, no de triste sino de melancólico, y unos viajeros ingleses lo dijeron, esto no es cosa mía solamente, dijeron que Entre Ríos está envuelta en una melancolía de espinillos... Cuando el espinillo tiene flor es otra cosa, pero cuando no la tiene... “Y un solo vuelo mancharlos”, dice acá, y fíjese qué curioso que un vuelo de pájaro pueda manchar esa soledad de agua y esa transparencia que viene del agua al aire. Y eso yo lo sentí, sentí el canto de un pájaro y dije: “Ve, parece que se mancha la tarde”. Porque a la media tarde los espinillos parecen conversar con la luz. Y se condensa en ellos la soledad de la tarde, y fíjese que esto no es cosa mía solamente, porque muchos lo han notado. Un amigo mío me dijo que en el Chaco los espinillos no dan esa sensación de concentración que dan los de acá...
–Lea el poema a Gerarda, Juan –pidió el amigo. Y añadió que Juanele la conoció a Gerarda Irazusta cuando ella tenía catorce años (se casaron cinco años después) y que al verla por primera vez en una plaza de Gualeguay le escribió este poema:
–“Ella iba de pana azul entre las manzanillas”, dice acá. Y la sombrilla sobre su cabeza venía como a defenderla del amor de octubre, claro, porque la cara de ella quedaba en penumbra. ¿De qué color era la penumbra? –Se quedó pensando–. Y aquí habla de “toda la abeja del aire”, porque sus labios eran la flor... Y claro, ella tenía como vergüenza de su propia inocencia, en esa edad de jacinto...
Pasó unas páginas y leyó:
–“Venía de las colinas”. Porque de pronto acá las colinas, fíjese, ya no son azules sino celestes, aunque celeste grave, por cierto..., aunque el cielo gravita en tal forma que se ponen así... “En el aire triste de su vuelo vago”, dice, por la poesía que vuela hacia mí... Pero la rosa del día no se iba sola esta vez por el río... ¿Por qué la tristeza?... Ah, y aquí está “Las flores de los paraísos”, esas flores tan chiquitas que no se distinguen nada de la brisa y tiemblan... Pero claro, estas son cosas incomunicables, ¿no?
Y nuevamente la extraña memoria me trajo un recuerdo literario: un cuento de Hoffmann, El caballero Gluck, en el que el fantasma del músico revisa febrilmente las partituras y corrige, corrige con su mano de sombra... como corregía Juanele sus poemas íntimos y ajenos, reconociéndolos, extrañándolos. Entonces el amigo abogado y el muchacho de ojos celeste-colina le rogaron a Gerarda que leyera el poema del tiempo de la inundación, ese que comienza: “Estamos bien, mi amiga”.
–Ah –dijo Juanele–. Gerarda es mi mejor lectora.
–Son ustedes los que ponen lo suyo al escucharme–respondió Gerarda–. Yo leo así no más, discretamente.
Y comenzó a leer y a dibujar con su voz la evocación de una tarde en la que ambos estaban en su casa, bien, serenos, leyendo a e. e. cummings y escuchando a Debussy, mientras en los campos la gente se moría de frío entre las aguas. Leía discretamente, es cierto, y esa temblorosa hondura, suave, suavísima, inesperada en la mujer amable pero fuerte, de cabellos grises, provocó una tierna sensación casi vecina del sufrimiento. Es difícil hallar una imagen tan clara del amor, y es difícil no llorar al encontrarlo. En ondas sobre el cielo pasó una formación triangular de patos sirirí. Había golondrinas sobre los postes.
–Ay, pobreciiiitas, no se fueron a California, se van a morir –se lamentó Juanele.
–No, no se van a morir porque las que no se van tienen nidos –contestó el estudiante de los ojos y el mate.
–¿Y cuando tienen nidos no se mueren? –pregunté.
–No, no se mueren, tienen por qué vivir –respondió nuevamente el discípulo del frágil viejecito, que, mientras tanto, canturreaba en secreto, como un grillo, mmmmmm, mmmmmm, sorbiendo de a ratos una gota pequeña, o una pizca de humo.
Anochecía, y se escuchaba perfectamente a las margaritas crecer en el jardín.
La Opinión,
6 de abril de 1978
5 Salvadora Medina Onrubia nació en La Plata pero vivió toda su infancia y adolescencia en Gualeguay, Entre Ríos, donde fue amiga de Juan L. Ortiz (ella era dos años mayor que él).