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¡Salve César! o el conductor

de los domingos

Breve y preciso como una cifra. Unos ojos claros y fríos. El corte del traje y el del pelo, perfectos. El aire dominante. Una sonrisa que nunca termina en carcajadas. Es Roberto Galán.

Comparémoslo con los otros animadores de programas monstruos de fin de semana. De inmediato advertiremos la diferencia de participación. Héctor Coire, por ejemplo. Tiene un gran lunar negro en la mejilla temblorosa de sentimiento. Esa mejilla expresa, más que ninguna otra cosa, inclusive más que la voz enronquecida por una sostenida emoción, la raíz, la médula diría, de esa bondad sabática exaltada hasta lo aquelárrico, en el programa homónimo.3 Ahora bien: Coire participa del frenesí. Su voz, el temblor de su rostro (cuyo rótulo de venta es “hombre común”, “hombre como todos”) lo atestiguan. Participa, con absoluta entrega, en ese sabbat que no es negro sino blancuzco y de tono raviol. También el famoso Nicolás “Pipo” Mancera participa. Todo, para ese pequeño e inagotable pulsador de nuestra realidad en sus más diversas manifestaciones, es motivo de miradas profundas. Aquí ya no lunar en mejilla, sino ojos que han leído; ya no voz de proclamar la nobleza de un producto nutritivo, sino las inflexiones agudas de la intelligentsia, abismo que une un tango de Floresta con otro en el que se menciona la calle Arenales. Orlando Marconi, por último, participa también con su talento de actor cómico, su honda ojera violeta, su nariz finita, su camisa de flores y su capacidad de divertirse él mismo, una frescura que logra sobreponerse a todo, aun a las inacabables prendas y premios que componen su Feliz domingo. Concepto de felicidad competitiva que es, por otra parte, característico del largo programa televisivo de los sábados y los domingos. Felicidad: un auto (el animador siempre lo describe como “brillante, lustroso”, mientras la mano acaricia en el aire una superficie redonda), un par de medias, un frasco de mayonesa, un millón de pesos. Su precio: divertir luchando contra leones y gladiadores.

¿Cómo definiríamos, en general, la actividad de ese personaje que retiene en suspenso el aliento y el tenedor con tallarines de las multitudes? Se lo pregunto a Roberto Galán.

–Conductor –responde con firmeza–. La actividad, la profesión esta de conductor del programa. –Y me mira, enérgico, como para imponerme la idea.

–¿Fue beneficioso para la gente su ciclo Si lo sabe cante?

–¡Ah, otra vez me preguntan eso! Sí, a pesar de todo y de todos los que se opusieron, fue positivo. Cada programa era una fiesta. Venían a cantar eufóricos, alegres y felices. Era auténtico, sano, nunca tuve un disgusto. Los programas más didácticos se enfrentan con problemas, yo no.

–¿No era, digamos, tal vez, me parece, un poquito humillante para algunos...?

–No, cantar no. Hacer algo para ganar una heladera puede ser, pero cantar les gusta a todos. Ni los que levantaron el programa ni cierto periodismo lo comprendió, pero sí el pueblo. En cualquier momento volveré con ese programa.

–¿Usted tiene conciencia de su poder sobre ese pueblo, de que puede influir en él mucho más directamente que un político?

–Sí, soy bastante consciente porque tengo los pies en la tierra, pero he aprovechado mi popularidad en beneficio del pueblo. Campañas de vacunación y bancos de sangre. ¿No se acuerda? A la gente le da rabia que uno tenga ideas originales. Acá hay un cartel que señala con el dedo: “Vacúnese”. Yo, en cambio, decía “vacúnese” cantando. Creamos cinco bancos de sangre. ¿Cree que el Ministerio de Salud Pública se dedicó a difundirlo, o que algún médico vino a darme la mano y decirme “muy bien, Galán”? No.

–Además de esa contribución sanitaria, ¿no pensó en introducir algún elemento... cultural?

–¿A qué le llama cultura? A veces resulta aburridísima en televisión. Y aquí hacemos cultura en Domingos de mi ciudad. Preguntas y respuestas. Y regalamos un millón de pesos cada domingo, como si nada. Conozco programas culturales donde para ganar un millón de pesos los tienen hamacándose más, bastante más de un domingo.

–Su característica es que usted, en sus programas, moviliza fuerzas (actores, público, secretarias), pero no se entrega efusivamente a una actuación personal.

–Es la labor del conductor. No soy vedette. No hago esfuerzos desesperados por presentarme, dejo que la gente hable.

–Claro, sencillamente los pincha. ¿Y esas amas de casa sosegadas, que en su programa pierden los estribos y se abalanzan sobre usted?

(Ménades. Pienso en las robustas matronas que entran chillando en la arena, súbitamente enloquecidas, a prenderse de la chaqueta del conductor. Por ejemplo, del imitador del “Dúo de dos”, cierta vez en que este cantaba una canción de Sandro y una señora se salió de madre para abrazarlo gimiendo. Era, repito, una imitación humorística, o sea que lo que la matrona abrazaba no era la figura grande del envase de cierto producto de limpieza, sino el reflejo de su reflejo en la sartén pulida...).

–Cariño –contesta Galán–. Simpatía. No se sabe por qué razones un individuo determinado inspira fervor en las masas.

Entonces le pido permiso para asistir a la grabación del programa. Por el corredor conversamos y la charla salta hasta Venezuela:

–Lo conocí en la época de su gobierno fuerte –recuerda Galán–. Carreteras, hospitales, orden: eso es lo que mi experiencia personal me dicta.4

Estoy distraída y, de repente, me espanta un rugido que parece venir de las entrañas de nuestra oscura madre, la tierra: ¡la “boca de sombra”! Es que acabamos de entrar en el estudio. El público saluda al conductor. En la primera fila, matronas.

–¡Roberto, Roberto! ¡Venga, que le traje un regalito!

Galán se acerca, se deja abrazar y vuelve con un ramito de ruda macho contra la “mufa”.

–¡Roberto, venga! Soy de Rosario. Vine solamente para verlo. Desde las 19.30 de ayer que estoy esperando en la cola, (son las once de la mañana).

Una repetida cara de moneda nacional lo contempla embriagada. Comienza la grabación. A los primeros compases de la música del programa, los rostros se iluminan. Dos controladores del entusiasmo crean, con los movimientos de sus brazos, las palmas rítmicas del público y la cataratade aplausos. Confieso que cuando sale Galán a la arena, entre ovaciones, solo, breve y preciso como una cifra, me estremezco.

“La Rueda de la Felicidad”. Galán llama por teléfono a una señora y le anuncia que si se presenta al programa podrá ganar... ¡Un millón de pesos! (“¡Aplausos!”, soplan los controladores). Pero, de pronto, un bache. La señora no tiene televisor. ¿Cómo que no tiene televisor? ¿Y por qué? ¡Ah, porque está muy ocupada para ver televisión! Lo siento. Cuelga. “¡Cosa increíble! –medita, meneando la cabeza–. Una señora que no puede ver televisión porque está muy ocupada!”.

Ritual, consagratorio, sacramental, oficiante, muestra al público el millón de pesos. Los cómicos Triky y Willy hacen gestos de adoración ante la caja abierta. Corte comercial. Ahora viene una chica que el domingo pasado ha ganado el millón. Relata el recibimiento que le hicieron en el barrio, cuando volvió a su casa después de ganar. “La verdad, sinceramente, que fue algo maravilloso”. Le pasan la grabación del momento en que lo ganó. Ella se ve a sí misma llorar y llora. El momento. Todas las vidas tienen un momento cumbre y lo demás, el resto del tiempo, son aureolas borrosas alrededor de ese núcleo brillante. Galán le pregunta a la gente de la tribuna qué haría con “esa fuerza enorme” que es un millón. “Departamentos, viajes”. La matrona más próspera, la de peinado alto, la que merecería llamarse Trifena o Eumolpa, clama “Me casaría con...” (menciona a un cameraman del programa). Pasan los jóvenes matrimonios que deben cumplir la prueba de arrojarse huevos. Glosando a Juana de Ibarbourou, son parejitas pequeñas y dulces. Galán les pregunta dónde se conocieron. “En la playa de Núñez, ¿vio?”. “En el colectivo”. Les pregunta qué sobrenombres se dan en la intimidad. “Mami, Negrito, Batatita, Chuequito”. Los exprime directamente del árbol, como si fueran fruta fresca. A los que no tienen jugo los deja de lado sin vacilar. Sabe de quiénes puede venir el alimento para la tribuna de Trimalciones y Proselenas. Las muchachas comienzan a arrojarles huevos a sus maridos. Me levanto y me voy. Llego a mi casa. Enciendo el televisor. Marconi está dirigiendo una prueba. Las muchachas con los ojos vendados tantean en el aire, buscando a sus maridos. “La verdad que es muy divertido. La verdad que es imposible apagar el televisor”, pienso, bajando inconscientemente el pulgar.

La Nación Revista,

14 de marzo de 1971

3 Sábados de la bondad, programa de televisión que comenzó a emitirse por Canal 9 en 1968.

4 Roberto Galán, viejo conocido de Juan Domingo Perón, tuvo trato asiduo con él durante los años de su exilio transcurridos en Caracas, Venezuela (1956/58).

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