Читать книгу Cronista de dos mundos - Alicia Dujovne Ortíz - Страница 13
ОглавлениеEl conde Eugenio de Chikoff o
el magisterio de los buenos modales
Cuando subía hacia el departamento del conde Eugenio de Chikoff, ensayando ante el espejo una gentil sonrisa,el ascensor se detuvo entre dos pisos. Diez minutos de encierro y una eficaz y heroica acción del portero dieron como resultado que mi presentación ante el conde, lejos de caracterizarse por los gorgoritos previstos, ocurriera aproximadamente de la siguiente manera: “¡Qué horror, qué claustrofobia, qué angustia, no se imagina cuánto he sufrido!”. Sin embargo, la firme mano de bienvenida y la imperturbable sonrisa no expiraron en el extremo del brazo ni en los labios del conde Chikoff. Por mi parte, estreché esa sólida diestra sin detenerme a observar los ojos clavados en los míos (hay que demostrar a cada señora que ese momento es único y que ella, momentánea pero certeramente, es la primera dama de la tierra) ni la rectitud de los hombros y la recia apostura con que aquel raro gigante de ochenta y un años se cuadraba ante mí. Solo cuando el conde me condujo hasta una habitación y me instaló frente a un escritorio –donde esperaba en orden y brillantez perfectos un ejército de platos, platitos, vasos, copas, saleros diminutos y tiernísimos y cubiertos de varias formas especialmente diseñados para comer cangrejo del Mar de la China, pez fosforescente de Tahití, mariposas del Himalaya y quién sabe si no, inclusive, mondongo a la española– dejé de protestar contra el ascensor-vientre materno y lo vi.
Curiosa experiencia. Recortada contra un tapiz verde azulado, una cabeza de calva totalmente tártara, a lo Yul Brinner, mostraba su aspecto irrompible completado por unas mandíbulas de cemento que se abrían y cerraban con lentitud; en realidad, el conde hablaba con los dientes apretados y de alguna manera (tal vez absurda, pero posible) hacía pensar en una enorme criatura marina que expeliera el agua de ese modo para no liberar los pececitos que se acababa de tragar. Una mirada intensa y fija, y unas largas, finas y puntiagudas orejas de duende completaban la imagen. Último detalle: el escudo del zar en el ojal de la solapa.
–Para qué voy a hablarle de mi vida. Todo el mundo la conoce –argumentó (no arbitrariamente; yo le había solicitado ese relato)–. En este momento solo me importa hablar de educación. ¿Sabe usted que una de las acepciones de esa palabra, según el Diccionario de la Real Academia Española, es: “Enseñar los buenos usos de urbanidad y cortesía”? Sin embargo, generalmente cuando se habla de educación se omite el importante terreno de los buenos modales. Grave error: la educación –en ese sentido– es una materia que se enseña y se estudia, sometida a leyes inmutables. Si en los colegios primarios y secundarios se la hubiera implantado, como lo quiso mi gran amigo Joaquín V. González bajo la presidencia de Roca, en dos o tres décadas nuestro país habría cambiado totalmente.
–¿Roca no aceptó la idea?
–Sí. Pero faltaban profesores. Hubieran tenido que buscarlos en el extranjero. Lo cual ha sido y es una gran lástima, porque la Argentina cuenta con un elemento humano de excepcional calidad. Tres Premios Nobel. Varios campeones mundiales. Técnicos y científicos requeridos como pancitos en el exterior.
Hubo una pausa durante la cual resonó la idea de los crocantes y dorados profesionales argentinos, ávidamente masticados. El conde continuó, con relativa modestia:
–Otra observación extraordinaria. Usted habrá visto, por las calles de Buenos Aires, grupos de cuarenta o cincuenta chicos de colegios primarios a los que un maestro les muestra las bellezas de la ciudad. Esos chicos provienen de barrios de emergencia (a nadie se le ocurriría enseñarles a los del barrio Norte la Plaza San Martín o el Obelisco) y lo observan todo exactamente como lo hace un pariente pobre cuando entra en la casa del pariente rico. Nace entonces en ellos un sentimiento de agresión contra lo que están viendo, puesto que en sus barrios no lo tienen, y cuando vuelven solos a las hermosas plazas y calles céntricas destruyen losbancos y ensucian las paredes. ¿Por qué? Porque nadie les dijo que estas calles y estas plazas son suyas, y que son sus padres quienes las pagan con su propio dinero. En otros países europeos, por el contrario, son los mismos alumnos de las escuelas los que pintan, en su día franco, los bancos delas plazas.
–¿Esos países tienen barrios de emergencia?
–No. Pero en todas partes hay pobres. Sin embargo, sus niños se sienten tan dueños de su ciudad como cualquiera.
–Señor Chikoff –dije, tras luchar inútilmente contra mi lengua para forzarla a pronunciar la palabra “conde”–. Señor Chikoff –repetí, no por desafío e ignoro si por elegancia y suave, discreto pudor, o por acendrado espíritu democrático–, ¿no cree que el proceso de simplificación de las costumbres (por ejemplo, el tuteo generalizado) acerca más a la gente que las antiguas “maneras”?
El conde no lo creía.
–Alguien me preguntó el otro día si todo esto no estaba fuera de uso –respondió–. Yo le contesté: en Navidad, en su cumpleaños o en su casamiento, ¿usted no se esfuerza por poner dignamente su mesa? Pues bien, mientras haya reuniones, fiestas, será necesario saber comportarse y actuar.
–¿De qué forma se detecta a una persona bien educada?
–A mí me bastan dos cosas. Uno: cómo se conduce esa persona cuando entra en el baño. Si yo entro después que ella, puedo escribir un libro acerca de su vida –dónde nació, quéeducación recibió– solamente comprobando el estado enque ha dejado el baño después de su uso.
–Sin entrar en detalles, ¿cómo se supone que debería dejarlo?
–Exactamente como lo encontró. Si lo ha ensuciado, es el usuario mismo el que debe ponerlo nuevamente en condiciones.
Empezaba a desanimarme. Nunca se me había ocurrido que en la corte de los zares hubiera baños. Ningún personaje de Tolstoi abandona el salón para que minutos después las damas reunidas en torno al samovar de plata se codeen escuchando el correr del agua.
–Número dos –prosiguió el infatigable cortés–: detecto a una persona educada según sus actitudes en la mesa. Mi gran amigo Giovanni Papini me decía: “Estoy completamente de acuerdo con usted, querido conde. La gente debería comer encerrada en celdas para que nadie la viera”. El otro día observé el comedor de un colegio aristocrático. Era un chiquero. Volaban las servilletas y las migas por el aire. Las celadoras no consideraban su obligación enseñarles modales a esos chicos de buena familia. Por el contrario, yo visito dos colegios de villas miseria donde los niños me idolatran, cuando llego se cuelgan de mí como racimos de uvas. Les he enseñado a comportarse y lo hacen mejor que los del Barrio Norte. Un niño ama lo bello por naturaleza, ansía con toda el alma aprender. Y yo sostengo que la cortesía emana del corazón y significa respeto y bondad.
Otra pausa durante la cual flotó en el ambiente la dulzura de la nueva metáfora. Los jóvenes argentinos son panchos; los pequeños, uvas. Todo comenzaba a aclararse como un licor que se decanta. Algo fluía mansa y graciosamente, como un minué. El ingrato episodio del baño quedaba olvidado y todas las princesas Dolgoruki sonreían cabeceando con dignidad.
–Por mi escuela –dijo el conde– han pasado miles de alumnos de todas las clases, embajadores y ministros, dentistas y abogados, viejos y jóvenes. Ha venido gente desde Venezuela para tomar mis clases, que son diez.
–¿Diez? ¿En diez clases se civiliza uno?
–Diez. Divididas en dos partes. En las cinco primeras enseño la pequeña ciencia internacional del comportamiento en la mesa. Enseño a hablar, es decir, a evitar los ridículos modismos con que la gente empobrece el idioma más rico del mundo que es, indiscutiblemente, el español: “fenómeno”, “regio”, “bárbaro”, “café cortado”... ¿Se da cuenta? ¡Café cortado! Eso viene de las cafeterías de tercer orden, en las que el mozo grita semejantes términos para simplificar su pedido. O esos restaurantes donde el camarero aúlla: “¡Un bife a caballo!”. Comprendo que el mozo deba usar ese “léxico profesional” porque no ha tenido acceso a ninguna educación, pero que un universitario diga “bife a caballo” me parece abominable. Enseño a caminar: ¿se ha dado cuenta de que algunas personas bracean tan violentamente que pueden lastimar a quien pase a su lado? Enseño a quién debe dársele la mano y a quién no. Por ejemplo, si entra una persona notable, es ella la que debe iniciar el gesto, y no nosotros. Es la mujer quien tiende la mano al hombre, y no él a ella, salvo que el hombre sea respetable y anciano. Enseño a levantarse del asiento cuando corresponde: una mujer, solo ante otra mujer más anciana, nunca ante una joven o ante un hombre (tampoco ante un anciano, porque lo humilla). Un hombre, siempre, ante todos. Enseño a saludarse por la calle. Suponga que usted encuentra a una amiga a la que hace tiempo no ve. ¿Se precipitaría a abrazarla, gritando desaforadamente de alegría? No: es falso.
–¿Y si uno tiene un temperamento expansivo?
–El temperamento no es ninguna excusa. Oscar Wilde dice en uno de sus relatos que un lord atravesó todo Londres sin ser visto por nadie. ¿Por qué nadie lo vio? Porque iba vestido como un señor y se comportaba discretamente. Enseño también a conducirse en el teatro, el cine, el restaurante. Si un caballero la invita a comer, ¿quién pasa primero? ¿Usted? ¡Falso! Debe pasar él, porque si usted entra primero, a él puede cruzársele alguien por el camino, impidiéndole el paso, de manera que usted se encuentre sola en medio del restaurante y algún caballero solitario de otra mesa piense... Todo lo cual conduciría a un conflicto.
–Conde Chikoff –dije, olvidando la Revolución Francesa en el ardor de asombro–, ¿nunca ha hablado de todo esto con alguna militante del Movimiento de Liberación Femenina?
–Oh, una mujer siempre es una mujer, aunque sea más inteligente que un hombre y hasta más instruida.
–Tal vez será mejor que ahora me relate su vida, señor conde –supliqué, aunque secamente.
–No antes de explicarle en qué consisten las restantes cinco clases. Consisten en cultura general. ¿Qué es una persona culta? Es una persona que en una reunión puede hablar de temas literarios o artísticos o científicos universales con relativa propiedad. ¿Diría usted que un especialista en literatura medieval española es culto? No, porque solo conoce lo suyo. Así es que yo preparo a mis alumnos una lista de los tres escritores franceses, tres rusos, tres alemanes, etcétera, que deben leer, así como de los tres pintores de cada sitio y escuela cuyos nombres deban retener, y los tres músicos, y...
–Sospecho que usted se refiere a una cultura for export, no a la que influye interiormente hasta cambiar el propio rumbo, ¿no?
Me miró. Decir que no tenía un pelo de tonto hubiera resultado redundante, dada la extraña lisura de su cráneo. Su expresión no era, decididamente, la de un tonto, y me respondió con astucia, relatando una anécdota aparentemente desvinculada de mi pregunta:
–Una vez viajé en un barco a cuyo bordo iba [Vicente] Blasco Ibáñez. Yo lo admiraba enormemente. Nos hicimos amigos. Siempre me han atraído los genios y ellos no me rechazan porque intuyen en mí una curiosidad despierta. Le pregunté por qué había “matado” a la pobre Yolanda, la protagonista de una novela suya, de la que yo estaba locamente enamorado. Blasco Ibáñez hablaba con un vozarrón potente y feroz. Rugió con una mezcla de rabia y desesperación: “¿Pero tú crees que yo la he matado? No es así. En mi cerebro nacen personajes, cada uno tiene su vida y la recorren a su manera, y yo no los puedo detener en su felicidad o su desgracia”. Esas palabras me resuenan todavía; no he terminado de entenderlas pero me resuenan. Y ahora, ¿quiere saber algo acerca de mi vida? Nací cerca de Moscú; en 1915 salí de mi país para formar parte del ejército que combatió en Francia. Yo era subteniente. La revolución me sorprendió en París. Un amigo argentino, gran señor y amigo de mi padre, me dijo: “Esta aventura durará dos o tres semanas. Mientras tanto, vente a la Argentina a pasarlas agradablemente”. La “aventura” duró más de dos semanas y en su transcurso mi familia desapareció sin dejar rastros. Yo estaba aquí, formando parte del mundo aristocrático, donde se descubrió que actuaba de manera especial; es decir, que sabía cosas acerca del comportamiento social ignoradas por los otros muchachos. Así fue como comencé a dar clases. Todos los cadetes navales, entre 1920 y 1922, pasaron por mis manos. Más tarde, un gran amigo, el general Alfredo Inzaugarat, me dio el puesto de gerente de relaciones públicas en YPF. Me casé, tengo hijos, nietos y bisnietos argentinos. ¿Qué más se puede contar? Le diré lo que le dijo un sabio a un rey moribundo que quería conocer la historia del mundo, en un cuento de Anatole France: “Majestad, en todas partes del mundo nacieron hombres, vivieron hombres, murieron hombres. Esa es la historia del mundo”.
Cuando me levanté, se apresuró a retirarme la silla. No lo miré porque estaba recogiendo mi bolso.
–Ah, no –protestó con dulzura–. Una mujer a la que un hombre le sostiene la silla debe darse vuelta a mirarlo a los ojos y a sonreírle diciéndole “gracias”.
–Gracias –le dije, dándome vuelta hacia la izquierda.
–No, hacia la derecha.
No exclamé: “¡Ufa!”. Dejé que me besara la mano y me cerrara la puerta del ascensor (de servicio, lamentablemente; recordé a tiempo la tragedia del otro) y me fui caminando con gran cuidado, tratando de no pisarme la cola del vestido que se arrastraba majestuosamente tras de mí. En la vereda me esperaba Vronsky, retorciendo sus bigotitos de azabache. Los fogosos corceles piafaron cuando él me ayudó a subir al coche como si yo fuera una especie de pájaro inválido, una preciosa pluma completamente renga. “Ana”, murmuró Vronsky, con los ojos como carbunclos.
La Opinión,
22 de mayo de 1977