Читать книгу Cronista de dos mundos - Alicia Dujovne Ortíz - Страница 7
ОглавлениеIntroito
La memoria hace trampas que pueden confundir, pero también esclarecer. Mi primera entrevista para la revista dominical La Nación tuvo lugar en 1969. Sin embargo, durante largo tiempo guardé una imagen curiosamente distorsionada de esa escena. Me veía a mí misma de veinte años, tímida estudiante de Filosofía y Letras con su montgomery de botones con forma de tronquitos, temblando de nervios porque iba a entrevistar a Nélida Lobato, una vedete de teatro de revistas hoy olvidada. Solo al disponerme a prologar esta antología me doy cuenta de la transposición: para el momento de la entrevista no tenía veinte años sino treinta y, entre otras cosas, ya había tenido una hija y publicado un libro de poemas. Pero fue el periodismo, ese ejercicio indiscreto que consiste en hurgar por detrás de la supuesta realidad, el que me arrancó del lugar delicioso al que llamamos el propio ombligo, me despertó la curiosidad por las vidas ajenas y me convirtió en biógrafa y en novelista.
No sé por qué el director de la revista La Nación, Ambrosio Vecino, me consideró la persona ideal para entrevistar a actrices y actores. Y digo que no lo sé, porque mis orígenes familiares –una madre, Alicia Ortiz, escritora feminista y comunista, y un padre, Carlos Dujovne, dirigente y editor del PC–, no resultaban el mejor pasaporte para ingresar en ese diario tradicional. Lo cierto es que me encontré de buenas a primeras entrevistando a decenas de personajes extraordinarios como Narciso Ibáñez Menta, Luisa Vehil, Alfredo Alcón, Norma Aleandro, Hedy Crilla o Niní Marshall, a los que yo, con razón o sin ella, estaba convencida de haber aprehendido a fondo, tanto psicológica como profesionalmente, gracias a un sistema de mi invención que consistía en callarme la boca para, por una parte, escuchar el murmullo de lo que no se decía y, por otra, esconder mi ignorancia. No fallaba nunca: instantes después, el propio entrevistado me lo aclaraba todo.
Habrá sido alrededor de 1972 cuando el poeta Mario Satz me legó su puesto de crítico literario en Raíces, la revista de la Sojnut, la Agencia Judía que reclutaba candidatos para hacer aliá, o en criollo, emigrar. Mi trabajo allí tuvo por consecuencia que Mario Diament me propusiera como secretaria de redacción en una revista de la Sociedad Hebraica Argentina, llamada Plural, que él dirigía. Poco más tarde, también por su intercesión, aterricé en el diario La Opinión como redactora de la sección Vida Cotidiana. Para mí, entrar en ese diario era como entrar en Le Monde, aunque lo hiciera por la puerta chica y dentro de un rubro en el que no descollaba. Pese a todo, coseché algunos laureles gracias a mis consejos para que los ravioles no se abrieran al echarlos en el agua hirviente; consejos lo bastante surrealistas como para que el director del suplemento cultural, Luis Gregorich, pidiera mi traslado a esa sección del diario. Y ahí sí, por fin, el periodismo literario me abrió los brazos. Si nunca hubiera escrito otra cosa en mi vida que mi entrevista al poeta Juan L. Ortiz, pienso que me podría morir tranquila: la nota reflejó con tal amplitud nuestro encuentro en su casita de Paraná, que hasta conservó el canturreo con que el anciano sabio Juanele iba ritmando sus palabras: “Mmm mmm...”.
Hasta que en 1977, un año después del golpe de Estado, el diario fue intervenido por el Ejército. A esa altura, yo ya había organizado en todos sus detalles mi traslado a París. Contaba con una beca modesta pero bienvenida de la embajada francesa y con dos pasajes para mi hija y para mí, ofrecidos por el periodista Emilio Perina a cambio de notas para una revista que él estaba por publicar y que –ha llegado el momento de hacer mea culpa– en la vorágine de mi llegada a Francia nunca le mandé. Contaba asimismo con la promesa de Luis Gregorich: él me publicaría notas en el suplemento haciéndome pasar por corresponsal hasta que clausuraran el diario –una muerte anunciada– con el objetivo de poder cobrar la indemnización, por escasa que fuera.
No acababa de hacer pie en la capital francesa cuando el escritor cubano Severo Sarduy me propuso escribir notas sobre literatura latinoamericana para Les Nouvelles Littéraires. Además publiqué otras en Le Monde y multipliqué las entrevistas para el suplemento de La Opinión: a Héctor Bianciotti, el argentino convertido en miembro de la Académie Française que fue mi gran apoyo en París; a Nathalie Sarraute, importante figura del nouveau roman; a Michel Tournier, admirado escritor que me despachó sin miramientos en cosa de minutos; a Roger Caillois, el “inventor” de Borges, según este; a Philippe Sollers, jefe de fila del grupo Tel Quel, seductor, hablador y eternamente prendido a su pipa como a un caramelo; a Costa-Gavras, el serio y militante director cinematográfico griego que me invitó a presenciar la filmación de Clair de Femme, con Romy Schneider, y a Yves Montand, entre otros.
Por desgracia, casi todas estas entrevistas han desaparecido, en parte por culpa de ese régimen que destruyó el archivo de La Opinión y, en parte, por mis múltiples migraciones, durante las que fui perdiendo estos y otros artículos publicados en diferentes medios. Con todo, lo milagroso es haber podido conservar un paquetón de artículos más que suficiente como para permitir la publicación de esta antología. Y el colmo del milagro: que la única de mis entrevistas parisienses salvada del naufragio fuera justamente la más importante a mis ojos: aquella que refleja mi encuentro con el maravilloso poeta judeoegipcio Edmond Jabès, de quien recuerdo su rostro, de una bondad profunda y dolorosa, y la voz con que me hablaba de los rabinos que en su obra dialogan por encima de los siglos.
Clausurada La Opinión, me alejé del periodismo durante largos años. Hasta que en 1995, ya convertida en escritora “famosa” gracias a mi biografía de Eva Perón, Julio Crespo me propuso colaborar en la página de opinión del diario La Nación. Años más tarde lo sucedió Hugo Caligaris. Fueron años felices. Tener jefes amigos era una fiesta, estaba lejos pero cerca de la Argentina gracias al periodismo, y además se trataba de un periodismo de investigación y opinión como hasta el momento jamás lo había ejercido. Para completarla, gozaba de una absoluta libertad. Me sabía utilizada, es cierto (la libertad que se me concedía demostraba la apertura y la tolerancia que, todavía por ese entonces, a ese diario liberal le interesaba dar), pero a mi vez me apoderaba de ese espacio para expresarme sin ninguna autocensura: pongo como ejemplo aquella nota en la que apoyé las retenciones al agro, historia que culminó en la agónica frase “mi voto no es positivo”, del vicepresidente Julio Cobos. El del diario tampoco lo era, lo cual no le impidió publicar ese artículo donde yo afirmaba que el mío sí.
Después llegaron jefes menos y menos amigos, hasta que en 2017 me pasé de la raya, ahora no con una nota sino con un libro: Milagro, también publicado por Marea Editorial; una “transgresión” que marcó el final de mi relación con ese diario, y con el periodismo en general. Hoy solo publico algún artículo cuando se me sube la mostaza con algún tema como el aborto, la pandemia, el golpe de Estado contra Evo Morales o el fotógrafo de Luciano Benetton que se pavonea con sus United Colors a costa de los mapuches.
A mis 82 años, trabajo como siempre. He terminado una novela de autoficción titulada Aguardiente, traduzco a Hélène Cixous (la más difícil de todas las escritoras francesas) y he retomado la poesía y la pintura, abandonadas hace apenas unos sesenta años. Retomarlas significa tomar distancia. Esto equivaldría a admitir que he regresado a mi ombligo, si bien se trata de un ombligo muy diferente: el de mis comienzos era paradisíaco, y el de ahora, un foco de resistencia empecinadamente vivo desde el que intento –y digo bien intento– pensar con un mínimo de claridad mientras se incendia el planeta.
Dos palabras sobre el título de este libro. Los dos mundos son evidentemente la Argentina y Francia. Pero, acaso debido a mi doble pertenencia, judía-no judía, y a mi sempiterno exilio, en mi trabajo de periodista, de novelista y de biógrafa me he interesado en personajes igualmente dobles por razones nacionales, sociales, sicológicas u otras, vale decir, mestizos en la sangre o el alma que representan la esencia de mi país y la del mundo actual.
Alicia Dujovne Ortiz,
París, mayo de 2021