Читать книгу Temblor - Allie Reynolds - Страница 12
5 En la actualidad
ОглавлениеNos pasamos los «secretos» en el gran salón helado. Todos están escritos con la misma letra manuscrita en mayúsculas.
—¿Qué pasa aquí? —inquiere Curtis, con una voz peligrosamente tranquila.
Un mar de caras desconcertadas. Dale aprieta los puños; Brent estrangula el cuello de su botellín de cerveza. Los ojos de Heather van de un rincón a otro.
Después de todo, no creo que sea Curtis quienquiera que esté detrás del juego. Nadie sería capaz de fingir esa furia contenida, y además no habría dicho esas cosas de su hermana.
Toma la caja y la sacude con fuerza. Está claro que tiene ganas de hacer lo mismo con nosotros. Sacudirnos lo bastante fuerte como para obtener respuestas.
En la caja se oye algo. Curtis mete la mano en la apertura de la parte inferior. Se oye un tamborileo.
—Hay un falso fondo —anuncia. Le da la vuelta y observa el interior acercando el ojo a la ranura larga y estrecha en la parte superior—. Nuestras tarjetas siguen ahí.
Se hace un silencio ensordecedor. Todos lo rodeamos para verlo.
Curtis me tiende la caja. Una separación de madera la divide en dos compartimentos: la parte superior, donde siguen los sobres que hemos metido, y la parte inferior, ahora ya vacía. La caja no se ha movido de la sala. ¿Es posible que uno de nosotros metiera las tarjetas falsas sin que los demás lo viéramos o lo han preparado de antemano?
—Veamos —dice Brent.
Le paso la caja. La golpea con fuerza y se rompe en pedazos.
—¿Qué sentido tiene todo esto? —murmura Curtis.
Lleva razón. Apuesto a que los secretos que hemos escrito nosotros no tienen el menor interés en comparación con los que Heather ha leído.
Heather agarra uno de los sobres y lo abre.
—«Cuando veo sangre me desmayo».
Nadie la está escuchando.
Los ojos de Curtis echan chispas.
—Alguien ha preparado esto. ¿Quién ha sido?
Nos mira, uno por uno, con dureza y durante un buen rato. Apartamos la vista.
Me cuesta desechar la idea de que fuera él quien nos ha invitado aquí. En parte, es una cuestión de orgullo. Me sentía halagada. Pensaba que significaba algo. Esperaba que así fuera. Entonces, si Curtis no ha organizado la reunión, ¿quién ha sido?
Brent se levanta de un salto.
—A la mierda. Necesito una bebida de verdad.
La puerta se cierra tras él.
Heather tiene puntitos rosas en las mejillas. Más tarde, trataré de pillarla a solas y le preguntaré acerca de Brent, porque tengo que saberlo. Si se acostó con él, ¿fue antes o después de empezar con Dale? ¿Antes o después de que Brent estuviera conmigo?
Dale la acompaña a la ventana y se quedan allí de pie un rato, hablando en voz baja. ¿Le estará preguntando por Brent? Supongo que sí.
No me parece probable que Heather esté detrás de todo esto. Los primeros tres secretos parecían diseñados para humillarla. ¿O es lo que se supone que debo creer? Me parece que antes mentía, cuando me ha hablado de la invitación que había recibido.
Tomo un sorbo de la cerveza. Yo también querría una bebida más fuerte. Doy un respingo. Curtis está detrás de mí. Cuando quiere, se mueve como un gato.
—¿Esto tiene algo que ver contigo, Milla?
—No, por claro que no —respondo.
No parece convencido.
—Háblame de la invitación —le pido—. ¿Cuándo la recibiste?
—Hará unas dos semanas.
—Igual que yo. —No llegó con demasiada antelación, pero lo dejé todo para venir. «Porque pensaba que me habías invitado tú». Quizá no hayamos hablado durante estos últimos diez años, pero no podía dejar pasar la oportunidad de verlo.
—¿Te la enviaron al móvil o al correo electrónico? —pregunto.
—Al correo.
—¿Desde qué dirección? —Debería haberlo comprobado antes, cuando él y Brent me han mostrado los mensajes que habían recibido.
Curtis mira al otro lado de la sala, hacia Dale y Heather.
—M. Anderson, algo así. Una cuenta de Gmail.
—No tengo cuenta de Gmail. La invitación que yo recibí era de C Sparks. También de Gmail.
Pasé un buen rato redactando la respuesta. ¿Debía mencionar a Saskia? ¿Ofrecerle mis condolencias? Pensé en llamarlo. No constaba número de teléfono en la invitación, pero había varios en su página web. Al final me acobardé. Las conversaciones incómodas son más fáciles en persona.
«¡Una idea genial! —escribí—. Allí estaré. Me alegro de saber de ti. ¿Cómo estás?».
Su respuesta llegó al momento: «Qué bien que puedas venir. Nos vemos pronto».
Me sentí decepcionada, pero supuse que estaría ocupado. Y, además, es un hombre. ¿Qué hombre escribe más de lo necesario?
Me termino la cerveza. A diferencia de Brent, Curtis ha envejecido bien. Está afeitado y el hoyuelo en su mentón es claramente visible. Debe de haber viajado al extranjero hace poco porque tiene la piel ligeramente bronceada. Lleva el pelo rubio oscuro un poco más largo que antes, pero le queda bien. Viste una chaqueta de estilo militar de la marca Sparks, con un ribete blanco en las mangas. Últimamente, en las fotografías de las redes sociales toda su familia lleva esa marca de ropa.
O mejor dicho, lo que queda de su familia.
—¿Seguiste en contacto con alguno de ellos? —pregunta Curtis.
—No —respondo.
—¿Ni siquiera con Brent?
¿Lo pregunta por curiosidad o por algo más?
—No.
Hay muchas cosas que quiero preguntarle. Cuánto tiempo pasa en la nieve. Dónde vive. Si sale con alguien. Busco en su rostro las señales de la antigua calidez, o una simple indicación de que ya no me odia.
Pero Curtis solo piensa en una cosa.
—¿Y con alguien más de aquel invierno?
—No.
Me metí en el coche y me alejé conduciendo para dejar la tormenta a mis espaldas. Los borré de mi Facebook. De mi teléfono. De mi vida. Ahora me siento mal por eso, pero quiero arreglar las cosas.
—Pero es fácil encontrarme en internet. Soy entrenadora personal y tengo un blog y una página propia.
Si me ha buscado, no lo deja entrever.
—Ya.
—Supongo que tú también.
—Sí.
Al parecer, Curtis tiene tanto talento para los negocios como lo tenía para el deporte, porque Sparks Snowboarding, la empresa de ropa deportiva de nieve que montó hace siete u ocho años, ha despegado. Y me encanta lo que hace con su empresa. Organiza campamentos de snowboard en Suiza cada verano, invita a niños en riesgo de exclusión y los mezcla con las futuras estrellas del deporte. Hace campaña por la lucha contra el cambio climático, tratando de proteger los glaciares para que las futuras generaciones los disfruten.
Al otro lado de la sala se oye la voz de Dale, más fuerte, aunque la baja cuando se percata de que lo miramos. Heather niega con la cabeza. Su lenguaje corporal es defensivo. No me gusta lo que veo. Si le pone un dedo encima, voy a ir hacia allí.
Brent vuelve con una botella de Jack Daniels y varios vasos.
Tomo uno.
—Buena idea. Quizá me ayude con el frío.
Brent me sirve una copa y lo hace con la mano temblorosa. Doy un sorbo y parpadeo. Dios, es bastante fuerte.
Dale y Heather siguen con la discusión. La voz de él es un rugido sordo; la de Heather, quejumbrosa.
—¿Quieres una, Curtis? —ofrece Brent.
—No, gracias. Bueno, ¿con qué te ganas la vida ahora? —pregunta Curtis.
Brent se sirve una copa, llena hasta arriba, y la vacía de un trago.
—Soy albañil.
No sé qué esperaba, pero no era eso.
—Es el negocio familiar —añade. Debe de haberse percatado de nuestras expresiones.
Ahora que nos lo ha dicho, detecto las señales de su profesión en los hombros anchos, en la dureza de las manos, en la ligera inclinación de la espalda.
Pienso en sus sueños olímpicos y algo dentro de mí se retuerce.
La fama es algo pasajero para la gran mayoría de atletas, pero lo es incluso más en deportes tan peligrosos como el nuestro. Cuando estás en lo más alto, te ponen en un pedestal y te llaman héroe, pero basta un error para que todo termine. Llegar al borde demasiado rápido o demasiado lento, o tropezar en un surco que haya dejado el competidor anterior. Un minúsculo error de juicio. O pura mala suerte. Es tanto lo que está en juego que si le prestásemos atención, no saltaríamos, a menos que quisiéramos morir.
Todos caemos de un modo u otro, pero lo de Brent es una caída más dura que la de la mayoría. Era el chico de oro de Burton; el rostro de las bebidas energéticas Smash. Durante años, seguí las clasificaciones con la esperanza de ver su nombre, pero desapareció de la faz de la Tierra, igual que yo. Supuse que sufriría una lesión grave, pero ahora no estoy tan segura. ¿Acaso dejó de competir por algo relacionado conmigo? Si fuera el caso, no creo que lo soportase.
Curtis se recupera antes que yo de la sorpresa.
—¿Y qué tal es?
—Es un trabajo. —Brent suena a la defensiva.
—¿Tienes página web? —pregunto.
—Sí.
Curtis y yo cruzamos una mirada. Así que cualquiera podría haber encontrado el correo de Brent.
Heather sale apresuradamente del salón, cabizbaja. ¿Debería ir tras ella?
No. Parece alterada y ahora mismo no puedo aguantar un numerito de lágrimas en el baño. Nunca sé qué decir. Cuando yo estoy mal, me lo guardo para mí. Era una de las cosas buenas de Saskia. Jamás me montaría ningún espectáculo lacrimoso en el baño.
Una vez vi a Odette llorar, pero si me hubieran dicho lo que a ella, yo también lo habría hecho.
Y no habría parado.
No volverá a caminar nunca más.
Me trago el resto del whisky. No voy a pensar en eso. Hablaré con Heather más tarde, cuando se haya calmado.
Dale está de pie junto a la ventana, con la botella en la mano. Mira a Brent y, luego, se gira. ¿Qué le habrá dicho Heather?
—¿Cómo habéis llegado hasta aquí? —pregunta Curtis.
—En avión, he aterrizado esta mañana —contesta Brent.
—¿Grenobles?
—Lyon.
—Eso explica por qué no te he visto —comenta Curtis—. Yo he entrado por Grenobles.
Me he fijado en las etiquetas de equipaje en sus bolsas de snowboard.
—Yo he venido en coche —intervengo.
Curtis arquea las cejas.
—¿Todo el trayecto?
—Por los viejos tiempos. Así he tenido tiempo para pensar.
«En ti, entre otras cosas».
Heather vuelve a entrar.
—Chicos —nos llama, sin aliento—. Alguien se ha llevado nuestros móviles.