Читать книгу Temblor - Allie Reynolds - Страница 9
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ОглавлениеNo sé qué esperaba encontrar en la cumbre. ¿Música? ¿Velas? ¿Camareros con bandejas y copas de champán?
No hay nada de eso. La plataforma apenas está iluminada y no hay nadie ni aquí ni en la cabina del operario. Sacamos nuestras bolsas. Suena una alarma y el ascensor burbuja se detiene. Deben de estar maniobrándolo desde abajo, para ahorrarse los costes del personal, y habrán vigilado la subida mediante la cámara de seguridad que supervisa el circuito. Pero después de la confusión sobre quién mandó la invitación, todo esto es un poco inquietante y, a juzgar por el ceño fruncido de Heather, ella piensa lo mismo.
Brent me mira.
—¿Dejamos las cosas aquí por ahora?
—No me lo preguntes a mí —respondo.
Las pone en el suelo. Dudo y, finalmente, yo también las dejo. No es que nadie vaya a robarlas.
Los peldaños son rejas de metal para que se puedan subir cuando uno lleva botas cubiertas de nieve. Al fin llegamos a la cima y estoy jadeando. Aquí el oxígeno escasea. Empujo las puertas dobles que dan acceso al edificio Panorama. Respiro el aire acre de madera quemada y, por un momento, tengo que cerrar los ojos. Porque eso, más que nada, era el aroma de mis inviernos.
Curtis pulsa un interruptor y el pasillo forrado de madera se ilumina. Normalmente, una procesión de esquiadores desfila por aquí, pasa las taquillas de equipamiento y llega hasta la entrada principal del glaciar, pero esta noche el silencio es espeluznante.
Curtis se pone las manos alrededor de la boca y grita:
—¿Hay alguien ahí?
Brent me mira, y Dale también. Pienso de nuevo en las invitaciones. ¿Es posible que uno de ellos haya organizado esto? No parece probable. Como dijo Brent, estamos fuera de temporada. Un fin de semana aquí debe de costar miles de dólares a estas alturas del año. Gracias a mi investigación previa, porque he buscado sus perfiles en internet, sé que a Curtis le va bien, así que debe de haber sido él. Pero ¿a qué viene tanto misterio? ¿Y los demás están en el ajo o les ha hecho creer que soy yo quien ha organizado la reunión?
—Tiene que haber alguien más aquí —dice Curtis—. Echemos un vistazo.
Todos salimos en direcciones distintas, como críos sueltos en un parque temático. Este lugar es un laberinto. El único edificio en kilómetros a la redonda es un complejo de casas y múltiples recintos que acoge a la unidad de rescate de montaña, la sala de control y todo lo que necesiten tanto el personal como los visitantes aquí arriba. Yo solo conozco el restaurante y los baños, pero nada más. Ah, sí, y una vez pasé una noche en uno de los diminutos dormitorios comunitarios. Es el albergue juvenil situado a mayor altitud de Francia.
Corro por los pasillos y enciendo los interruptores a medida que avanzo. Hay un montón de puertas cerradas. Algunas se abren y otras no. Esta sí. Dios mío, podría ser el lugar exacto donde dormí. El olor a humedad y moho despierta un recuerdo. Brent debajo de mí en la cama, con sus grandes manos agarrando mis caderas. Contemplo la estrecha cama de la litera. Luego salgo y cierro la puerta con firmeza tras de mí.
La siguiente puerta es un armario de ropa limpia con toallas blancas y ásperas y sábanas gastadas apiladas en estanterías de pino que apestan a detergente barato. Más allá huelo a comida y, en efecto, es la cocina. Hay dos sartenes encima de unos fogones inmensos. Levanto las tapas. En una hay un guiso con carne y en la otra, puré de patatas. Aún están calientes. Podría ser nuestra cena, pero ¿dónde está el personal de la cocina?
Veo un lavabo y empujo la puerta con cautela, pero está vacío y oscuro. Más allá se encuentra el restaurante, también a oscuras, donde el olor a madera quemada es lo bastante fuerte como para hacerme toser, aunque el fuego no esté encendido. Aquí pasé horas tratando de calentarme los dedos con tazas de café o esperando a que amainaran las tormentas de nieve, pero ahora las mesas están vacías, así que sigo caminando por otro pasillo. Los demás deben de estar en el piso de arriba porque ya no los oigo.
Hay más estancias y almacenes, y más puertas cerradas. Los interruptores tienen temporizadores, por lo que ocasionalmente se apagan antes de que haya encendido el siguiente y me quedo en la más absoluta oscuridad. Avanzo a tientas, siguiendo la pared. El silencio es aterrador. Si alguien apareciera tras una de estas puertas, me daría un ataque al corazón.
Por fin veo algo que me resulta familiar: la entrada principal al glaciar. Me apresuro hacia allí. Nadie estará fuera a esta hora de la noche, y es probable que la puerta esté cerrada con llave, pero si no lo está, quiero degustar el aire con sabor a hielo. Ha pasado demasiado tiempo.
La puerta se abre. El viento se cuela por el hueco con un grito agudo e implacable. El sonido es extrañamente humano. Cierro la puerta de golpe, me quedo quieta y respiro con fuerza. Sabía que volver sería un problema. Demasiadas puertas que no debería abrir.
«Cálmate, Milla».
Vale. Puedo hacerlo. En cuanto me tome un par de copas, estaré bien.
Arriba hay un gran salón, donde se suelen celebrar bodas y otros eventos. Es una fuente de ingresos práctica para estaciones de esquí modestas como esta, en especial durante la temporada baja. Solo lo he visto en fotografías, pero será donde han ido los demás, porque he comprobado todos los rincones de esta planta.
Aquí están las escaleras. En lo alto hay una pesada puerta ignífuga y el aire al otro lado parece todavía más frío. Llega un olor tenue, conocido. ¿Qué es? Quizá el perfume de Heather.
Oigo voces al otro lado de la puerta que hay a la derecha.
«¡Alto!», reza un cartel. «Empieza el juego. Hay que dejar los teléfonos en la cesta».
Exhalo. Un juego. Una especie de concurso, quizá, algo acerca del esquí y del snowboard o de lo que recordamos los unos de los otros. Algo que dé pie a hablar de los viejos tiempos. Típico de Curtis, decir qué debemos hacer, sin nada que nos distraiga de sus planes. Voy a dejar el móvil en la cesta. A menos que…
Me fijo otra vez en el cartel. «Empieza el juego». Una vez le dije eso mismo a… No. Es una frase de lo más normal. No significa nada. Dejo el móvil encima de los otros cuatro y entro en la sala.
El salón se proyecta sobre la montaña. La alfombra es espesa y mullida, blanca para imitar la nieve del exterior, y los muebles blancos y plateados son, sin duda, ridículamente caros. Hay sillones forrados de satén y mesas de vidrio y metal. La opulencia contrasta con el mobiliario rústico y modesto del piso de abajo. Incluso el olor es distinto. Ya no huele a madera quemada, sino a pintura fresca.
La pared del fondo está cubierta por ventanales y cortinas de terciopelo blanco atadas con una cuerda. La vista debe de ser espectacular durante el día, pero ahora solo se ve una total oscuridad. No hay luz. En nuestra situación resulta inquietante, pero, por lo demás, es un espacio precioso para una boda.
Si es que uno es capaz de olvidar las vidas que este glaciar se ha cobrado.
Y los cuerpos que todavía encierra.
«No pienses en eso».
Aquí hace tanto frío que veo mi aliento. También hay humedad. Es probable que no hayan utilizado esta sala durante meses. Todos los demás se han servido una copa. Hay una cerveza solitaria en una bandeja cercana, una Kronenbourg 1664. El cristal está frío al contacto con mi palma. Antes me encantaban los botellines de cerveza francesa, dulce y espumosa. No he bebido ninguna desde la última vez que estuve aquí.
De nuevo nos encontramos los cinco. El personal estará por los pasillos. Curtis mira hacia la puerta. ¿Qué planea?
Las uñas primorosamente pintadas de Heather se curvan sobre mi brazo.
—¿Has visto el juego?
—¿Qué juego?
Tira de mí y cruzamos la alfombra hasta una mesita sobre la que descansa una caja alta de madera. Al lado hay bolígrafos, sobres y tarjetas de papel de buena calidad. Y una hoja impresa con la frase: «Para romper el hielo». La caligrafía es elegante, como la que suele usarse en los servicios de los funerales.
Y en las bodas, me recuerdo enseguida.
«Escribe un secreto, algo sobre ti que ninguno de los demás sepa. Mételo en la caja, dentro de un sobre. Después, sacad los sobres de uno en uno y tratad de adivinar quién lo ha escrito».
Miro a Curtis otra vez. Me divierte que se haya esforzado tanto, cuando nos habríamos conformado con tomar algo y emborracharnos juntos. Pasa a mi lado en dirección a la ventana. Frota el vidrio para limpiar la condensación y mira hacia fuera. La fluidez de sus movimientos siempre me recordó a los de un gimnasta, y eso no ha cambiado; todavía posee la misma gracia poderosa y felina.
Necesito tomar más alcohol antes de acercarme a él, así que me dirijo hacia Brent. Me sorprende ver una cerveza en su mano. No solía beber.
—¿Has practicado snowboard últimamente? —pregunto.
—Una vez al año —responde—. Es lo único que puedo permitirme. Pero sí que voy mucho en monopatín.
—Se nota, por cómo tienes las zapatillas.
La puntera de sus DC está tan gastada que veo el calcetín. La marca había sido su patrocinador, pero supongo que habrá tenido que comprar este par. Me conmueve que se haya mantenido leal a la marca, pero así es Brent.
Solo tenía veintiún años aquel invierno, con la energía y la larguirucha figura de un adolescente. Ahora está un poco más fornido. Es difícil de asegurar por la ropa ancha que viste, pero parece que aún está en forma. Y todavía lleva los tejanos colgando sobre el trasero.
Sus facciones oscuras y elegantes, cortesía de su padre indio, le brindaron una breve trayectoria de éxito como modelo antes de que su carrera en el snowboard despegara. De vez en cuando, compruebo por internet cómo le va, pero su Instagram no revela demasiado. Me gustaría preguntarle si sale con alguien, o incluso si tiene hijos, pero no quiero que me malinterprete. Necesito saber que es feliz.
—¿De verdad no me invitaste tú? —pregunta Brent.
—No, ya te lo he dicho.
Curtis me mira desde el otro lado del salón, con aspecto… ¿preocupado? Probablemente se preguntará dónde está el personal.
—¿Aún practicas snowboard? —inquiere Brent, que se esfuerza por llevar la conversación a un territorio seguro.
—No desde que me fui de aquí —respondo.
—¿De verdad? ¿Ni una sola vez?
—Estoy demasiado ocupada. —Percibo su sorpresa. En aquella época, yo solo pensaba en el snowboard e imaginaba que seguiría practicándolo hasta que la edad no me lo permitiera.
Lo cierto es que ahora me aterroriza. Me aterroriza en quién me convierte y las vidas que podría destruir. En cuanto me ato las botas, no me importa nada más.
Brent no sabe lo que hice, al menos no del todo. Ninguno de ellos lo sabe.
Y mi intención es que siga siendo así.