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8 Hace diez años

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Avanzo poco a poco por el altiplano; me laten las sientes y tengo el estómago revuelto. Espero llegar al medio tubo sin vomitar de nuevo.

Han colocado pancartas enormes: Open de Le Rocher. Los competidores con dorsales saltan uno tras otro por el tubo para calentar; otros hacen ejercicios de calentamiento o se ajustan las cintas. Los rostros están tensos, los deportistas se concentran en las piruetas que quieren ejecutar. Igual que yo, si no estuviera demasiado ocupada tratando de no vomitar.

He intentado comer varias veces desde que volví a la habitación tras estar en el Glow Bar anoche, pero lo vomito todo. Estoy furiosa conmigo misma. ¿Cómo he sido tan imbécil? Tengo veintitrés años, no soy una adolescente. La presión de grupo no debería haberme empujado a comportarme como una idiota.

Unos altavoces escupen música hiphop y el sol me taladra el cerebro. Me protejo los ojos y pienso en que ojalá pudiera acurrucarme en una habitación oscura y silenciosa para pasar la resaca durmiendo.

El chico que está a mi lado come un plátano maduro y el estómago me da mil vueltas. Lo huelo. Hay cámaras a ambos lados: de Eurosport, de France 3, un par más. Aprieto los labios. «No vuelvas a vomitar».

Hay un zumbido de idiomas extranjeros en la cola de inscripciones. Al recoger el dorsal de competición, me cruzo con algunas de las chicas de anoche, que llevan la tablas bajo el brazo. Agacho la cabeza porque no quiero verlas riéndose de mí.

Alguien me toca el hombro y Odette se acerca para darme dos besos.

—¿Cómo estás?

Arqueo las cejas.

—¿A ti qué te parece?

Su sonrisa se tiñe de extrañeza.

—¿Cómo?

—Me refiero al vodka.

—¿El vodka?

—El que me pasé toda la noche bebiendo.

El rostro de Odette se ruboriza a medida que le explico lo sucedido. Mira a su alrededor en busca de Saskia, incrédula. Allí está, con su chaqueta blanca de marca Salomon, abrochada hasta el cuello, a punto de lanzarse. Odette se vuelve hacia mí y las palabras salen a borbotones de su boca. Al parecer, Saskia lo organizó antes de que yo entrara en el bar y sugirió que sustituyeran el alcohol por agua, para despistar a la competencia.

—Lo siento muchísimo —se disculpa Odette—. No lo sabía.

A juzgar por su expresión mortificada, la creo.

—¿Qué hay de las demás chicas? ¿Crees que lo sabían?

—Lo dudo.

No sé si eso me hace sentir peor o mejor.

Saskia pasa rápidamente a nuestro lado, en dirección al telesilla. Odette la mira, como si le costara aceptar que su amiga sea capaz de hacer algo así.

Ya he perdido la mitad del tiempo de calentamiento. Agarro mi tabla de snowboard.

—Terminemos con esto. ¿Cómo está el tubo?

Odette y yo subimos juntas al telesilla.

Curtis se ajusta las cintas de la tabla en la cima. Me mira un instante y suelta una maldición.

—Traté de advertírtelo.

—¿Qué? —exclamo—. ¿Lo sabías?

—Lo sospechaba.

Saskia está de pie rodeada de un grupito, riéndose y bromeando. Brent se encuentra con ellos, y también Dale, con su piercing en el labio brillando al sol. Mi ira se acrecenta. Voy hacia ellos y toco a Saskia en el hombro.

Se gira para mirarme. Su expresión me recuerda al gato de mis padres cuando algo despierta su instinto de caza.

—¿Por qué me atacaste así? —espeto, consciente de que Curtis y Odette están detrás de mí.

El grupo se queda callado.

Estoy segura de que Saskia va a negarlo, pero se limita a mirarme, y sus ojos azules no muestran el menor arrepentimiento.

—Porque podía.

—¿Tenías miedo de que te ganara?

No contesta. No tiene que hacerlo. Hoy no la ganaré, se ha asegurado de ello.

Estoy tan furiosa que quiero abofetearla. Siempre he sido una deportista agresiva, tenía que serlo; mi hermano compite con más ferocidad que nadie que conozca. Pero lo hace abiertamente. Esta es una agresividad distinta: femenina, quizá. Más sutil. Y no sé cómo hacerle frente.

Intento que mi enfado no se refleje en mi rostro.

—Espero que seas consciente de que el juego ha comenzado.

Sonríe.

—El juego ha comenzado.

Curtis la llama y los dos se sientan con las cabezas juntas. Por cómo señala hacia mí, la está riñendo. Saskia me mira otra vez de reojo y, luego, me da la espalda. Curtis indica el tubo. Le está dando indicaciones. Voy a necesitar toda la ayuda del mundo, así que hago un esfuerzo por escuchar lo que dice.

—Esa pared está a pleno sol, así que se deshará más pronto. Ve con cuidado con no engancharte por el borde de la tabla cuando aterrices de las piruetas.

Saskia asiente y se ata las cintas. Curtis se queda sentado y la observa mientras salta. Un tipo barbudo con dorsal de competición choca sus puños con él. Es estadounidense.

Me encajo las ataduras e inspiro profundamente en un intento de preparar mi estómago para las piruetas.

Las palabras de Curtis flotan empujadas por el viento.

—Debería mantenerse dura todo el día.

Qué raro. ¿Le acaba de decir exactamente lo contrario a Saskia o lo he entendido mal?

Al cabo de media hora, ya estoy al borde de un ataque de nervios mientras espero a que digan mi nombre.

—¡Milla Anderson!

Normalmente, llegados a este punto, la calma se apodera de mí y todo pasa a cámara lenta. Mis horas de entrenamiento y visualización dan sus frutos y me permiten ejecutar el salto en modo piloto automático. No obstante, esta vez es como si fuera al doble de velocidad. Me siento mareada incluso cuando estoy en pie, así que no es sorprendente que meta la pata en el primer giro y me caiga al suelo del tubo. Mi segundo salto no es mejor. Y ya estoy fuera.

Me obligo a sentarme en un banco y contemplar el resto de la competición. Voy a tragarme lo que ha pasado y asegurarme de no cometer el mismo error nunca más.

Curtis se mueve con la misma confianza y destreza sobre la nieve que fuera de ella. Sus movimientos limpios y potentes lo llevan hasta la final. Saskia llega a la final femenina y clava varios siete veintes encadenados, con lo que se coloca en la séptima posición, lo cual es impresionante, teniendo en cuenta que estamos en una competición internacional con deportistas de toda Europa. La ganadora es Odette.

Los participantes se reúnen al pie de la plataforma, donde se abrazan y chocan las manos. Abren botellas de champán y rocían a la muchedumbre.

—¡Fiesta en el Glow Bar! —grita alguien.

Parece que soy la única que no celebra nada. Mis dedos se aprietan en un puño cuando oigo que alguien felicita a Saskia. Cojo mi tabla y desaparezco.

Dentro de cuatro meses, Saskia y yo nos enfrentaremos de nuevo en los campeonatos británicos de snowboard. Y la venceré, aunque tenga que dejarme la piel en ello.

Temblor

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