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—¿Hola?

Mi voz resuena en la caverna de cemento.

El familiar teleférico de color rojo y blanco espera en la plataforma, pero no hay nadie en la cabina del operario. El sol ha desaparecido detrás de los Alpes y el cielo se ha teñido de rosa, pero no hay ni una sola luz en todo el edificio. ¿Dónde está todo el mundo?

Un viento helado me golpea las mejillas. Me hundo todavía más en la mullida chaqueta. Es temporada baja y aún falta un mes para que la estación abra, por lo que no esperaba que los teleféricos estuvieran en funcionamiento, pero creía que este sí estaría en marcha. De lo contrario, ¿cómo se supone que vamos a subir hasta el glaciar? ¿Me he equivocado de día?

Dejo mi bolsa de snowboard en la plataforma y saco el móvil para comprobar de nuevo el correo. «Sé que ha pasado mucho tiempo, pero ¿te apetece venir a una reunión de fin de semana? En el edificio Panorama, en el glaciar del Diablo, Le Rocher. Nos vemos en el teleférico a las cinco de la tarde del viernes 7 de noviembre. Besos, C».

La C es de Curtis. Si cualquier otro me hubiera invitado, habría borrado el mensaje sin contestar.

—¡Eh, Milla!

Y ahí está Brent, que se acerca subiendo los peldaños. Es dos años más joven que yo, debe de tener treinta y uno, y todavía conserva su encanto juvenil, con el pelo moreno y largo y los hoyuelos, aunque parece exhausto.

Me levanta del suelo con un abrazo de oso y yo también lo abrazo con fuerza. Todas aquellas noches frías que pasé en su cama. Me siento mal por no haberme puesto en contacto con él, pero después de lo que sucedió… Y, de todas formas, él tampoco me llamó.

Por encima de su hombro, las sombras de los afilados picos se recortan contra el cielo, que oscurece, y parecen vigilarnos. ¿De verdad quiero estar aquí? No es demasiado tarde. Podría poner cualquier excusa, volver al coche y conducir de vuelta a Sheffield.

Alguien se aclara la garganta detrás de nosotros. Nos apartamos y vemos la figura alta y rubia de Curtis.

No sé por qué, pero esperaba que tuviera el mismo aspecto que la última vez que lo vi: atravesado por el dolor, un hombre roto. Pero, por supuesto, no es así. Ha tenido diez años para superarlo. O para enterrarlo todo dentro.

El abrazo de Curtis es breve.

—Me alegro de verte, Milla.

—Yo también.

Siempre me costó mirarlo a los ojos por lo guapo que era, y lo sigue siendo, pero ahora me resulta todavía más difícil.

Curtis y Brent se dan la mano; la piel pálida de Curtis destaca sobre la de Brent. Ellos también han traído sus tablas de snowboard, lo que no es ninguna sorpresa. Sería difícil que subiéramos a una montaña sin ellas. También llevan tejanos, pero me divierte ver que debajo de los anoraks asoman cuellos de camisa.

—Espero que no hubiera que arreglarse para la ocasión —comento.

Curtis me mira de arriba abajo.

—No te preocupes.

Trago saliva. Sus ojos son tan azules como siempre, pero me recuerdan a alguien en quien no quiero pensar. Tampoco transmiten ni un ápice de la calidez que solía sentir en su mirada. Me he arrastrado hasta el lugar al que había jurado que no volvería jamás, y lo he hecho por él. Ya me arrepiento.

—¿Quién más viene? —pregunta Brent.

¿Por qué me mira a mí?

—Ni idea —respondo.

Curtis se ríe.

—¿No lo sabes?

Pasos. Ya llega Heather. ¿Y quién más? ¿Dale? No es posible. ¿Siguen juntos?

La melena salvaje de Dale ahora es más corta y estilosa. Ya no tiene piercings. Ni siquiera parece que haya estrenado las botas de nieve de marca que lleva. Supongo que Heather lo ha transformado. Al menos le ha dejado traer la tabla.

Heather lleva un vestido, negro y brillante, con medias y botas hasta la rodilla. Se estará helando viva, aunque se haya puesto una chaqueta carísima encima. Cuando me abraza, noto el aroma de laca de pelo en sus largos mechones oscuros.

—Me alegro mucho de verte, Milla. —Habrá tomado más de una copa antes de llegar porque casi suena sincera. Sus botas tienen un tacón de ocho centímetros, lo que la hacen un poco más alta que yo. Seguro que se las ha puesto por eso.

Me enseña un anillo.

—¿Os habéis casado? —exclamo—. ¡Felicidades!

—Hace tres años. —Su acento del noreste de Inglaterra es más marcado que nunca.

Brent y Curtis dan palmadas a Dale en la espalda.

—Tardaste lo tuyo en proponérselo, ¿eh, amigo? —bromea Brent. Su acento de Londres también parece más marcado.

—En realidad, fui yo quien se lo propuso —replica Heather.

La puerta del teleférico se abre con un chirrido. El operario se desliza por detrás, lleva la gorra negra de la estación de esquí. Comprueba nuestros nombres en una lista y nos hace un gesto para que nos acerquemos.

Los demás pasan dentro.

—¿Está todo el mundo? —pregunto para ganar tiempo.

El tipo cree que sí. Me resulta familiar.

Todos han subido a la cabina y me uno a ellos, reticente.

—¿Quién más faltaría? —replica Curtis.

—Cierto —reconozco. Antes había algunos más, gente que iba y venía, pero del grupito original solo quedamos nosotros cinco.

O mejor dicho, somos los únicos que quedamos en pie.

Una oleada de culpabilidad me invade. «Jamás volverá a caminar».

El operario cierra la puerta. Me esfuerzo por echarle un vistazo, pero antes de que pueda observarlo mejor, se dirige al otro extremo de la plataforma y se encierra en la cabina de mandos.

El teleférico se pone en marcha. Igual que yo, los demás miran a través del plexiglás fascinados mientras pasamos sobre las copas de los abetos, en pos de la luz mortecina en lo alto de la montaña. Resulta extraño divisar la tierra y la hierba más abajo; siempre estaba nevado. Intento ver a las marmotas, pero probablemente estén hibernando. Pasamos por encima de un peñasco y el diminuto pueblo de Le Rocher desaparece de nuestra vista.

Un sentimiento extraño se apodera de mí ahora que estamos suspendidos en el aire y el paisaje se desliza al otro lado de la ventana. En lugar de subir a la montaña, parece que viajemos hacia atrás en el tiempo. Y no sé si estoy lista para enfrentarme al pasado.

Es demasiado tarde. El teleférico ya se aproxima a la estación intermedia. Salimos arrastrando las bolsas. Aquí hace más frío, y será todavía peor en nuestro destino. Una bandera francesa ondea en la brisa helada. El altiplano está desierto. A medio camino, el verde y el marrón se han trocado en blanco: es la línea de nieve.

—Pensaba que la nieve ya habría llegado al valle a estas alturas.

Curtis asiente.

—Cosas del cambio climático.

En invierno, este es el corazón del área de esquí, con telesillas y remolques que se mueven en todas direcciones, pero el único ascensor que funciona hoy es la burbuja, que está cubierta.

Antes, el medio tubo se encontraba aquí, justo al lado del pequeño cobertizo. Ahora, el largo canal en forma de U es una zanja embarrada, pero en mi mente aún veo sus paredes blancas y prístinas. Fue el mejor medio tubo de Europa en su época, y también fue lo que nos reunió a todos aquel invierno.

Dios mío, los recuerdos. Tengo la piel de gallina. Nos veo de jóvenes, compitiendo y riéndonos. Los cinco.

Y las dos que faltan.

Un remolino helado me alborota el pelo. Me subo la cremallera del anorak hasta la barbilla y me apresuro a seguir a los demás.

El ascensor burbuja nos llevará hasta casi 3500 metros de altura. El glaciar del Diablo es una de las zonas aptas para el esquí más elevadas de Francia. Las brillantes cabinas naranjas cuelgan del cable como adornos navideños. Curtis entra en la que está más cerca.

Heather tira de la mano de Dale.

—Vamos a buscar una para nosotros dos.

—No, venga —insiste Dale—. Cabemos todos en esta.

Curtis hace un gesto para animarlos.

—Hay sitio de sobra.

Heather parece dudar, y la entiendo. Estas pequeñas cabinas, en teoría, pueden transportar hasta seis personas, pero todos llevamos bolsas y estaremos apretados. Tampoco ayuda el hecho de que se haya traído una maldita maleta.

Brent se agacha para entrar debido a su altura.

—Puedes sentarte en mi rodilla, Mills. Dame tu bolsa de snowboard.

—Dale puede quedarse con tus rodillas —replico—. Yo me sentaré ahí.

Heather se sienta en el regazo de Dale, al lado de Curtis, mientras que Brent y yo nos sentamos enfrente con las bolsas en el medio y a nuestro alrededor. Se me hace raro ver a Dale sin sus rastas. Junto con su tez nórdica, me recordaba a un vikingo. Ahora parece un presentador de concursos.

Ascendemos por el altiplano. Hay un inmenso vacío a nuestros pies. Me olvidaba de lo enorme que es esta zona. Los senderistas suben hasta aquí en verano, y las pistas zigzaguean por la montaña. Debe de ser precioso, con un conjunto de flores alpinas, pero ahora solo se ven retazos de hierba marrón y sedimentos rocosos. No hay señales de vida, ni siquiera un pájaro. La tierra parece yerma.

Muerta.

No. Está dormida, a la espera.

Como algo más ahí arriba. Trago saliva y me obligo a no pensar en eso.

La rodilla de Curtis choca contra la mía cuando dejamos atrás una torre eléctrica. Parece más callado que de costumbre, pero lo entiendo. Si esto es duro para mí, debe de ser cien veces peor para él.

La invitación no lo mencionaba, pero es obvio por qué estamos aquí. Lo anunciaron en las noticias el día antes de que llegara el correo: «Tras una batalla legal, diez años después se declara la muerte in absentia de una esquiadora de snowbard británica».

Seguro que a los demás les apetecía tan poco como a mí subir hasta aquí, pero ¿cómo podíamos negarnos? Es normal que quiera celebrar el aniversario.

Hay nieve a nuestros pies y brilla con un resplandor lila en el crepúsculo. Muy por encima se encuentran los inmensos acantilados que dan el nombre a Le Rocher. El edificio Panorama cuelga en lo más alto, una forma oscura y chata acuclillada contra los elementos.

—¿Cómo lo has conseguido, Mills? —pregunta Brent.

—¿El qué?

—El acceso VIP al glaciar. El transporte privado en teleférico y todo eso. Es bastante impresionante.

Lo miro sin comprender nada.

—¿Qué quieres decir?

—Que estamos fuera de temporada. No puede ser barato.

—¿Por qué crees que lo he organizado yo? Fue Curtis.

Curtis me mira extrañado.

—¿Cómo?

¿A qué juegan? Todos sacamos el móvil. La última vez que subí aquí con uno, rompí la pantalla en el primer salto y me salió un moratón con forma de teléfono en la cadera. Después de eso, ya no volví a subir con el móvil.

Les muestro el correo que recibí y Brent me enseña el suyo. Su invitación dice lo mismo que la mía, excepto que la firma es de M. y hay una posdata: «He perdido el móvil. Mándame un correo».

—Mira. —Curtis me muestra el mensaje que ha recibido él. Es idéntico al de Brent.

Nunca entendí del todo a Curtis. ¿Acaso considera que esto es una broma?

La cabina se balancea cuando dejamos atrás otra torre eléctrica y se me destapan los oídos. En este punto la subida se torna más empinada. Hemos empezado el largo, larguísimo, ascenso hasta el glaciar.

Me giro hacia Dale y Heather.

—¿Qué decía vuestra invitación?

Dale vacila.

—Lo mismo que la tuya —responde Heather.

—¿De M o de C? —pregunta Brent.

—Eh, M —aclara Heather, que me mira.

¿Por qué tengo la sensación de que miente?

—¿Puedo verla?

—Lo siento —confiesa Heather—. La borré. Pero era igual que la de ellos.

Temblor

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