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9 En la actualidad

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La puerta del salón se abre de par en par y doy un respingo. Dale entra detrás de Heather.

Parece furioso.

—Alguien nos ha robado el portátil.

Curtis sale corriendo por la puerta.

—¿Qué pasa? —grito.

—He traído un MacBook.

Lo perseguimos al piso de abajo y por el pasillo. El aire frío me sacude el pelo cuando abre las puertas dobles. Baja los peldaños metálicos de dos en dos. Me alivia ver que nuestras bolsas de viaje están donde las hemos dejado.

Curtis comprueba su mochila.

—Mierda. Mi MacBook tampoco está.

Me fijo en que la cremallera de mi mochila está medio bajada y registro mis cosas, con pánico. Encuentro la cartera y las llaves. No he traído ordenador portátil, lo hago casi todo con el móvil.

Los demás están comprobando las bolsas. Heather escarba a través de capas y capas de ropa.

—¿Os falta algo más? —pregunta Curtis.

—No que yo sepa —comenta Brent.

Estoy tan nerviosa que ni siquiera recuerdo qué he metido en el equipaje.

—No estoy segura.

—Esto no es divertido —critica Heather—. Quiero irme de aquí.

«Piensa, Milla». Mis ojos se posan en la cámara de seguridad que enfoca a la parte superior del ascensor del teleférico que sube hasta la estación. Me coloco delante y agito los brazos.

—¡Hola! ¿Hay alguien ahí?

Curtis recorre la plataforma.

—No puedo creer que haya permitido que pase esto. Debería haber bajado hace media hora.

Sigo agitando los brazos con la esperanza de que el operador nos vea, aunque no pueda oírnos, y vuelva a activar el teleférico.

—Llevo semanas sin hacer una copia de seguridad del portátil —insiste Heather a Dale—. Tenemos que encontrarlo.

—No hace falta que me lo recuerdes —murmura Dale.

Curtis se vuelve hacia él.

—¿Qué hacíais aquí abajo tanto rato?

—Eh —protesta Dale—. No nos cuelgues ese muerto. Antes has salido dos veces de la sala y lo sabes.

Desde luego, Heather y Dale han tenido tiempo de registrar las bolsas y esconder los ordenadores mientras han estado solos aquí abajo, pero lo cierto es que cualquiera de nosotros ha tenido la oportunidad de hacer lo mismo.

¿O habrá sido alguien más?

Sea como fuere, lo han planificado con cuidado. El responsable de esto nos ha instalado arriba, en la sala de actos, suponiendo que no subiríamos las bolsas hasta el segundo piso, como ha ocurrido.

—Hemos buscado por todo el piso de abajo —informa Heather—. Luego me he acordado del ordenador.

—¿Habéis encontrado algo? —pregunta Curtis.

—Un montón de puertas cerradas —responde Dale.

—¿Nadie más? —dice—. ¿O un teléfono fijo?

—Hemos visto dos cajetines para línea telefónica, pero están vacíos —cuenta Heather—. Uno en el bar y otro en la cocina.

¿Vacíos porque alguien ha arrancado la línea? Por la expresión de su rostro, eso es lo que cree.

—¿Qué son las puertas cerradas? —inquiere Heather.

—¿Habéis encontrado alguna habitación de control central? —añade Curtis—. ¿O una sala de rescate de montaña? ¿Primeros auxilios?

—No.

—Bueno, pues vamos a ver… —Curtis golpea la portezuela de la cabina del operario del teleférico. Está cerrada, por supuesto. Apoya la mano en el cristal y trata de mirar por la ventana.

Hago lo mismo.

—¿Algún rastro de teléfono o de radio?

—No —confirma con tono frustrado.

Brent se acerca para ver mejor. Un ruido de cristales rotos nos hace girar en redondo. La cámara de seguridad está hecha pedazos sobre el suelo de cemento. Con la tabla de nieve en alto, Dale está junto a lo que queda del mecanismo. Parpadeo y miro los pedazos de la cámara, asombrada.

—¿Por qué has hecho eso? —ruge Curtis.

Dale baja la tabla.

—No queremos que nos vigilen, ¿verdad?

Lucho por conservar la calma.

—Pero podrían habernos rescatado.

Curtis recoge el pedazo más grande. No nos hace falta ningún electricista para que nos diga que la cámara no se puede reparar. Lo tira a un lado.

—Acabas de romper la única conexión que teníamos con el valle. ¿Alguien más ha visto una cámara en este lugar?

—Probablemente habrá una en el restaurante —sugiero.

Dale se aclara la garganta. Sospecho lo que va a decir.

—También la he roto.

Brent y yo cruzamos una mirada. Estoy segura de que todos pensamos lo mismo. ¿Es Dale el responsable de esto? Pero ¿por qué?

Curtis camina hacia él.

—De todas las cosas estúpidas…

—Vamos, espabila —espeta Dale—. Si hay alguien que nos vigila por las cámaras, seguro que está implicado en esto. Tiene que estarlo.

—Ya —conviene Curtis—. Necesitamos respuestas. Repasemos las papeletas del juego de mierda. —Gira la cabeza hacia Heather—. ¿Te acostaste con Brent?

Parpadeo. La sutileza nunca ha sido una de las virtudes de Curtis.

Los dos hombres se miran. Dale es ligeramente más alto, demasiado para un deportista de snowboard: más de metro ochenta. Pero Curtis tiene la espalda más ancha.

—¿Y después vas a preguntarme si me acosté con Saskia? —gruñe Dale.

—¿Lo hiciste? —insiste Curtis.

—¿Y tú? —replica Dale.

Curtis lo agarra por los hombros y lo empuja por la plataforma. Unos metros más allá, el suelo se acaba y se convierte en un precipicio hacia la noche. Una delgada barrera de metal es lo único que nos separa del vacío.

Brent y yo vamos tras ellos. Témpanos afilados como cuchillos cuelgan del techo del porche, sobre nuestras cabezas. Rezo porque no escojan este momento para caerse. Brent se va a por Dale, así que me acerco a Curtis por detrás. Es arriesgado hacerlo cuando está así. En teoría, sé lo que debo hacer. Cuando tu hermano mayor es un jugador de rugby, la autodefensa es una cuestión de supervivencia. Y, además, también vigilé las puertas en un club nocturno de Leadmill, unos años después de dejar el snowboard.

Espero acordarme de cómo hacerlo. Deslizo el brazo derecho alrededor del cuello de Curtis, el izquierdo por detrás de su cabeza y lo agarro del cuello. En cuanto se da por vencido, aflojo. Curtis se gira hacia mí, estupefacto y furioso a partes iguales.

Dale se saca a Brent de encima y lo amenaza:

—Ándate con cuidado. No eres mi persona favorita ahora mismo. —Con los ojos brillantes, Dale se recoloca la chaqueta y vuelve junto a Heather.

—Tenemos que calmarnos y tratar de comprender de qué va esto —jadeo.

—¿Qué hay de las taquillas de esquí? —pregunta Curtis—. ¿Estaban abiertas?

—Todas menos una —aclara Dale.

—Comprobemos si podemos forzarla —propone Curtis.

Me cuelgo la mochila a la espalda y cojo la bolsa donde guardo la tabla y el equipo de esquí. No pesan demasiado; al fin y al cabo, solo he venido para dos noches. Y quiero tener mis cosas cerca. Los demás también se cuelgan las bolsas al hombro y lo subimos todo al piso de arriba.

Las portezuelas de las taquillas están numeradas. Son cien en total y están pintadas de bonitos colores pastel. Las llaves cuelgan de las cerraduras. Paso frente a un par de taquillas y miro dentro. Curtis, un poco más avanzado, hace lo mismo.

—Ya hemos mirado —afirma Heather.

Observo la taquilla que está cerrada. Brent tira de la puerta.

—Tengo un destornillador —dice Curtis.

—Dame un segundo. —Brent se saca un montón de llaves del bolsillo. Lo observamos mientras separa las llaves del alambre con el que permanecen unidas y lo aplana. Lo mete en la cerradura y lo mueve con pericia.

Dale se pasea por la entrada principal, como si estuviera a punto de abrir las puertas hacia el exterior.

«No. Por favor, no». No soportaría oír de nuevo ese sonido. Tarde o temprano, tendremos que abrirla y salir fuera, pero ya estoy lo bastante nerviosa. Necesito calmarme y prepararme mentalmente.

Dale tropieza y se agarra a la pared para no caerse.

—Mierda. El suelo está mojado.

Es cierto. Hay charquitos húmedos en las tablas de madera que llevan a la entrada.

—¿Son huellas? —pregunto.

—Eso parece —afirma Curtis, sombrío—. ¿Ha salido alguien?

Se hace el silencio. Pero si hubieran salido, sus botas estarían mojadas. Compruebo con discreción los zapatos de los demás. ¿Me lo estoy imaginando o la punta de las zapatillas DC de Brent están un poco más oscuras?

—Eso es —anuncia Brent mientras extrae el alambre.

Es impresionante, pero siempre ha sido hábil con las manos.

Nos arremolinamos alrededor de la taquilla cuando abre la portezuela, pero está vacía. Curtis, el que está más cerca, mira el interior dos veces, como si se le acabara de ocurrir algo, y, luego, escudriña nuestros rostros. ¿Pensará que Brent ha abierto la taquilla con excesiva facilidad?

—Entonces, ¿dónde están nuestros teléfonos? —exige saber Dale.

—Dímelo tú —replica Curtis.

Me pongo tensa. Parece que estos dos volverán a enzarzarse en una pelea.

—¿Podemos comer? —ruega Brent.

Curtis se gira en su dirección.

—Tenemos que encontrar los jodidos móviles.

—Lo sé, pero estoy muerto de hambre.

Curtis levanta la voz.

—¿Comprendes lo que está pasando? El teleférico no funciona y no tenemos forma de contactar con nadie. Si no encontramos los teléfonos, estamos atrapados.

—Yo también tengo hambre —intervengo—. ¿Podemos hablarlo mientras cenamos?

No lo digo, pero, tal vez, comer algo ayudará a que el alcohol baje un poco y, así, podré pensar con más claridad.

Heather me mira incrédula.

—¿Cómo puedes pensar en comer mientras alguien nos hace esto?

—No sirve de nada estar estresada y, además, hambrienta —declaro.

Curtis tira de las bolsas y va hacia el restaurante, airado. El resto corremos tras él. Para cuando llegamos, se encuentra en el bar, donde inspecciona la cámara de seguridad que hay en el suelo. Amontonamos las bolsas en una pila.

Heather señala su bolso con la cabeza.

—Por favor, vigílalo —pide a Dale, y sale hacia la cocina.

De reojo, miro las DC de Brent otra vez.

—¿Tienes las zapatillas mojadas? —pregunto en voz baja.

Brent se mira los pies.

—Debe de ser whisky.

—Ya.

—Veamos si podemos encender el fuego —dice, y se dirige a la chimenea.

Supongo que soy tan capaz de encender un fuego como ellos, pero quiero preguntar a Heather por Brent, así que voy a la cocina.

El aroma a tomate y especias hace que me ruja el estómago. Heather mira qué hay en cada sartén y enciende los fogones.

—¿Qué hago? —pregunto.

No cocino. Trato de comer sano, pero, por lo general, todo es crudo, como ensaladas y cosas así, para no tener que meterme en la cocina.

Heather me entrega una cuchara de madera y señala el guiso.

—Ponte ahí y remuévelo.

Es un remolino de movimientos, girando y abriendo armarios en lo que parece un ballet de azar. ¿Cómo se mueve así con esos tacones que lleva? La última vez que me puse tacones fue cuando tenía siete u ocho años y jugaba a ser mayor. Me torcí el tobillo y no pude competir en el torneo de gimnasia de la escuela, así que juré que no volvería a ponérmelos.

Estoy desesperada por comer algo. Miro por encima de su hombro, en busca de un tentempié, pero en los armarios no hay nada excepto cosas básicas. Tampoco hay nada en la nevera. Tiene sentido. La llenarán el mes que viene, para prepararse de cara a la apertura de la estación de esquí.

—¿De qué trabajas ahora? —pregunto, e intento que mi tono parezca normal.

—Dale y yo somos agentes deportivos —explica—. Me saqué la carrera de Derecho y montamos nuestra propia agencia después de casarnos.

—Vaya, eso es impresionante.

La conversación llega a un punto muerto. Nunca supe de qué hablar con Heather. Casi no competía y yo tenía mucho más en común con Dale. Las mujeres como Heather me hacen sentir insegura. El pelo, el maquillaje, el esfuerzo por estar guapa a todas horas. Es justo como se supone que debe ser una mujer, al menos, según los estándares convencionales.

Yo no soy así. Más bien, soy una chiquilla vestida de chico que jamás ha crecido. Y sigo así. Aunque finjo que no me importa mi aspecto, en el fondo no es así. Sí que me importa. Pienso que, tal vez, a los hombres no les gusta que no sea femenina y coqueta. Y por eso sigo sin pareja.

Heather rebusca en la nevera. Nunca será buen momento para preguntarle si ha engañado a Dale, así que allá voy.

—Intento aclarar quién ha escrito las tarjetas. Y me preguntaba si lo que decía sobre Brent y tú…

Heather se endereza, con una lechuga en una mano y un pepino en la otra. Comprueba que no haya nadie en el pasillo y se gira hacia mí.

—¿Y qué te preguntabas exactamente? —inquiere, con un tono helado.

—¿Te acostaste con él?

Sus ojos relampaguean.

—¿Y tú, te acostaste con Dale?

—Por supuesto que no. —Pero sí que lo besé. Espero que no lo saquen a colación, porque no estoy orgullosa de eso—. ¿Y bien?

—No. —Pero rehúye mi mirada.

—No te creo —confieso.

Los chicos habrán encendido el fuego. El olor a madera quemada llega con más intensidad.

—Pues cree lo que te dé la gana. —Heather abre un armario de los de arriba y saca cinco platos.

—No te preocupes —digo—. Se lo preguntaré a Brent.

En silencio, sirve la comida en los platos y deja la lechuga y el pepino abandonados en la encimera. Es la segunda vez que presiento que miente. ¿Sobre qué más mentirá?

El olor a madera quemada me ahoga cuando saco los platos de la cocina. El restaurante es tal y como recordaba. Paneles de madera oscura, vigas a la vista, alfombras de piel de vaca y fotografías en blanco y negro. Las llamas destellan en la enorme chimenea de piedra. Encima de esta cuelga la cabeza disecada de un ciervo. Sobre la repisa, un reloj familiar marca las horas, amarillento a causa del paso del tiempo.

No hay mucha luz; procede de las lámparas que cuelgan sobre las mesas, muy cerca. Podría ser agradable, hasta íntimo, pero ahora hay demasiados recodos oscuros para mi gusto.

Brent y Dale están sentados charlando en la mesa más cercana al fuego. Dejo los platos, aliviada al ver que vuelven a llevarse bien. Dale también le está dando al whisky y hay una segunda botella de Jack Daniels al lado de la primera.

—¿Ya os habéis terminado una botella entera? —reprocho.

Brent sonríe.

—Barra libre. Ninguna queja.

Voy a buscar más vasos al bar y me sirvo otra copa, consciente de que no debería, y parpadeo entre el humo para observar a mi alrededor. Hay equipamiento de esquí antiguo colgado de las paredes a modo de decoración: gafas de glaciar vintage, crampones y un par de botas de esquiar muy gastadas.

Y una piqueta herrumbrosa. Los salvajes picos de Le Rocher lo convierten en un destino popular para los esquiadores en invierno. Toco la punta de metal. Sigue afilada, como si la hubieran colgado ayer.

Curtis se arrodilla frente al fuego y empuja la pila de troncos con el atizador.

—¿Qué haces? —pregunto.

—Busco los teléfonos.

—Ya he mirado ahí —informa Dale.

Curtis sigue removiendo. El humo hace que me piquen los ojos.

Heather llega con el resto de los platos.

—Tengo que encontrar mi portátil.

—Deja de hablar del portátil —sisea Dale.

Heather siempre me ha parecido una mujer fuerte. Incluso entonces, parecía que llevaba los pantalones en la relación, pero, al parecer, el equilibrio de poder ha cambiado.

Me siento al lado de Brent. Las sillas están forradas con piel de oveja. Me gustaría ponérmela sobre las piernas como si fuera una manta, pero está fijada a la silla.

—¿Qué opinas del cuádruple tirabuzón de Billy Morgan? —pregunta Brent mientras comemos.

—¿El Quad Cork 1800? Lo vi en YouTube —digo, agradecida de que haga un esfuerzo por mantener una conversación ligera.

Dale asiente.

—Y ahora un tipo japonés ha logrado hacer un Quad Cork 1980 por primera vez.

—Eso es increíble —comento—. ¿Hace cinco rotaciones completas?

—Cinco y media —corrige Dale—. El snowboard ha avanzado mucho.

Heather comprueba el reloj como si contara los minutos que faltan para irse de aquí y Curtis sigue vigilante. Pero yo, con el guiso y el alcohol calentándome el estómago y las llamas acariciando mi rostro, empiezo a relajarme.

—¿Puedes creer que saltásemos sin cascos? —recuerda Brent.

—Yo no lo hacía —replica Curtis.

—Menudos saltos nos marcamos —dice Brent—. Tuvimos suerte.

Pero algunos de nosotros no tuvimos tanta suerte. Intento no pensar en ello. De todos modos, un casco no impide que te rompas el cuello.

—¿Viste al tipo noruego que hizo una pirueta hacia atrás de cinco cuarenta? —pregunta Dale.

—No, ¿qué es? —respondo.

Dale era el maestro del estilo y me encantaba hablar de piruetas y trucos de ejecución con él.

Deja su vaso en la mesa.

—Es como un siete veinte y, luego, haces marcha atrás. Imagina que ralentizaras la pirueta en mitad del salto y fueras hacia atrás. Es jodidamente difícil. Inténtalo y lo comprobarás. —Pone la silla en una mesa cercana y se sube encima.

Me encantan estos tipos. Cuando salgo con mis compañeros del gimnasio, hablamos de Netflix. A estos quizá no los veo desde hace diez años, pero todavía tengo más en común con ellos que con cualquier otro.

En un deporte, nunca te haces profesional por dinero, especialmente en una disciplina de alto riesgo como la nuestra. Nunca te harás rico practicando estilo libre de snowboard, a menos que seas Shaun White. No, lo haces porque te apasiona. Porque quieres pasar cada minuto de tu vida haciéndolo, pensando en ello y soñando con ello. Nosotros ya no somos profesionales, pero no hemos perdido ni un ápice de la pasión que sentíamos.

Dale salta de la silla y gira en sentido opuesto cuando se deja caer.

—No —lo corrige Curtis—. Tienes que tirar marcha atrás ciento ochenta grados completos o, si no, solo es una media pirueta.

Dale lo mira con rabia.

—Probemos —propone Brent, que se sube a la mesa y salta.

Una chispa se enciende en mi interior. Me pongo en pie.

—Me toca a mí.

Heather entorna los ojos, pero me siento como si tuviera veinte años de nuevo. La silla tiembla cuando me subo. Salto en el aire. Uf. Aterrizo mal. Llevo años sin saltar de nada más alto que un StairMaster.

—No tenemos suficiente recorrido —alega Dale, y su mirada se posa en un pedazo de tronco cortado para hacer la función de mesa. Levanta una mesa pequeña y la coloca encima; luego, sitúa una silla en lo alto. La estructura se tambalea peligrosamente cuando se sube encima. Brent la agarra justo a tiempo. Dale salta, se da contra la mesa y cae directo al suelo.

—Basta —dice Curtis—. Dejémonos de tonterías.

Dale se levanta y se frota el hombro.

—¿Qué problema tienes?

—Pues que alguien me ha robado el móvil y el ordenador.

—Anímate.

Curtis se inclina sobre la mesa.

—Devuélveme las cosas y lo haré.

Dale y él se miran fijamente. Reparo en que el vaso de whisky al lado del plato de Curtis está vacío. No me había dado cuenta de que estaba bebiendo.

—No has cambiado nada, ¿eh? —comenta Dale—. Aburrido como el que más. Sabía que no deberíamos haber venido.

—¿Por qué lo has hecho, entonces? —replica Curtis.

Dale señala a Heather con la cabeza.

—Ella quería venir.

¿En serio? Miro a Heather. ¿Por qué querría hacerlo? Siempre tuve la impresión de que odiaba este sitio.

—Y para contestar a tu pregunta anterior —aclara Dale—, no, no me acosté con la hija de puta de tu hermana.

Curtis se pone en pie.

—Solo una persona tiene derecho a hablar mal de mi hermana y ese soy yo. Pero no lo hago porque, a diferencia de ti, soy respetuoso.

Hay un silencio tenso.

El ambiente cambia con tanta facilidad como las condiciones meteorológicas.

Temblor

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