Читать книгу Es de sol - Ana Fernández de Nazar Anchorena - Страница 10
Capítulo
ОглавлениеMientras recordaba los orígenes de mi propia familia, volé con la imaginación mucho más atrás, a mi principio, a aquellos días tan remotos que fueron los primeros de mi vida en este mundo.
Muchas veces escuché el cuento del día en que nací. Seguramente el relato contenga algunos errores pequeños, sobre todo porque cada uno percibe las historias de acuerdo a las circunstancias que más nos llaman la atención, tal vez resaltando algo que a nuestros ojos resulta importante y dejando en el olvido otro tanto que fuera también de valor. Sin embargo, no puedo hacer más que escribirla tal y como la escuché, agitando la memoria e intentando ser lo más fiel posible a la verdad.
Nací un día de enero, estando papá, que es Capitán de Ultramar de la Marina Mercante, afuera, en un viaje que no lo esperó. Así que mamá, acompañada por mis tíos abuelos paternos, llegó una noche al sanatorio, próxima a parir. Era la más pequeña de las dos y última hija que tendría en su vida. Cuando pudieron revisarla, supieron que venía todo al revés. Estaba yo absolutamente dada vuelta y nadie lo supo de antemano, porque hasta el control anterior todo parecía ir como se debe. Presionando ya para salir y siendo imposible ubicar al médico que venía demorado de una comida lejana, la chance de hacer una cesárea quedó trunca, para iniciarse entonces el parto como estaban dadas las cosas. De forma tal que encaré ese primer gran paso de entrar al mundo puesta al revés. A veces me pregunto qué habrá pasado en la vida que transcurre en el interior de las entrañas de nuestra madre, para que me diera vuelta de pronto unos días antes de nacer.
Intentaron apresuradamente sacarme de cualquier manera. Durante algunos minutos, el médico que ya había llegado a las corridas, temió por nosotras, por las dos, pero logró que finalmente franqueáramos el contexto ilesas, al menos con seguridad mamá; tal vez y solo tal vez, también yo.
Resultó ser que el cordón se había enroscado no sé de qué manera, impidiendo el pasaje de oxígeno vaya a saber por cuánto tiempo, siendo imposible en principio evaluar daños si los hubiera. El tiempo diría entonces. Mamá estaba feliz conmigo y no se preocupó demasiado. Mi pequeña hermana claramente no se alegraba tanto, pero de a poco todo iría acomodándose entre nosotras. Papá llegó de viaje el día que nos íbamos del sanatorio y en principio nada parecía indicar que hubiera quedado en mí secuela alguna de la proeza del día del nacimiento. Hasta que la abuela Amanda, la mamá de mi mamá, empezó a mirarme diferente, a mirarme mejor y sospechó que algo no andaba bien. Le parecía que tenía la cabeza siempre de lado y que cada vez estaba más inclinada en forma notoria. Pero como los padres a veces no queremos ver o preferimos no escuchar del miedo que nos da que algo le esté pasando a nuestros hijos, mamá la retó bastante, enojada y pensando que intentaban buscar en su beba algún problema inexistente.
Sin embargo, la advertencia resultó suficiente alarma para despertar las suspicacia de mis padres, que empezaron también a verme más detenidamente, hasta que mamá no solo se dio cuenta de que mi abuela tenía razón, sino que además conectó este hecho con algunas características de mi personalidad naciente. Notó que podía pasar horas y horas en la cuna, muy quieta y tranquila, jugando con alguna cosa, pero que lloraba cada vez que alguien se acercaba a levantarme. Mientras estuviera sola y calmada, todo parecía ir bien, pero el movimiento que resultaba de intentar interactuar conmigo o hacerme upa, lograba que rompiera en llanto como si algo doliera, como si algo me hiciera mal.
Entonces me llevó al médico y le dijeron ahí cortito y al pie, que tenía la clavícula rota desde el día que había nacido. El hueso se había quebrado en el parto, en el intento por sacarme apurados esa noche, sin que aparentemente nadie lo hubiera notado. Los meses habían pasado y, para evitar el dolor o no sentirlo tanto, había ido encontrando alguna posición que me calmara, ladeando la cabeza por días y días, generando como consecuencia de la postura persistente, que los tendones y músculos se encogieran, hasta que la cabeza quedó de costado, inclinada.
Papá estaba furioso y creía que nada de eso hubiese pasado de haber estado él con nosotras ese día, lo que me recuerda que la culpa es un sentimiento que nace en los padres en el preciso momento en que nacen, también, los hijos. Con toda esa furia, fue a ver al obstetra. El pronóstico parecía algo complicado, porque algunos opinaban que la única forma de enderezar la cabeza sería operándome y haciendo algún tipo de cirugía para estirar lo que estaba encogido. Mamá se negaba. Supongo que tenía miedo por mí, tan chiquita y la sola idea de que alguien apoyara un bisturí sobre mi cuello, le parecía espantosa.
En esa entrevista tan cargada de bronca entre papá y el médico, con absoluta sinceridad admitió que aquella noche se había escuchado en la sala de partos un ruido extraño, un pequeño “crac” y que entonces habían decidido hacerme una placa de cadera, porque resulta habitual que los niños que nacen de cola tengan alguna lesión allí. La radiografía estaba perfecta y desestimaron entonces la cuestión, creyendo que nada había pasado. Papá preguntaba confundido por qué no siguieron buscando, por qué no miraron de qué otro lugar podría haber provenido el ruido, pero volver el tiempo atrás no era posible y seguir insistiendo en el asunto, no tenía ninguna razón de ser. Errar es humano. Punto.
Buscaron opiniones varias, hasta que alguien les dio una opción alternativa a la operación. Suponía algún tipo de ejercicio para estirar el cuello y volver a ubicarlo en el lugar, básicamente empujando la cabeza hacia el otro lado, rotándola hasta que lo que estaba encogido, cediera. Empecé con una kinesióloga especialista en niños y más adelante mamá misma había aprendido las maniobras y me las practicaba ella misma. Tomó las riendas de mi recuperación, segura de poder sacarme buena. ¡Y sin bisturí!
Me acostaban en una cama, atravesada y con la cabeza un poco colgando. Alguien me tomaba un rato de las manos para sostenerme, derecha y quieta y empezaban a girar y presionar la cabeza para el costado contrario al que estaba pegada. A Dios gracias no tengo consciencia de aquellas sesiones horrorosas que, aunque lograron exitosamente lo que se proponían, supongo habrán significado ratos de extremo dolor que evidentemente no fueron en vano. Tal vez nada sea casual tampoco y la vida nos vaya haciendo más resistentes para lo que vendrá.
Mi tía Amalia y madrina, que es una persona sensible y probablemente mucho menos determinada que mamá, recuerda siempre con horror los llantos en la quinta donde pasábamos los fines de semana. Se siente orgullosa, diría, de poder contar que jamás cumplió la tarea de sostenerme y que, aunque fuera por mi bien, prefería alejarse mucho para no escuchar o ver. De modo que así se fueron acumulando mis primeros llantos, que fueron tantos y tan intensos que llegaron a dibujar algunos moretones en la panza, de la fuerza que hacía para liberarme, gritar y encoger la cabeza, todo junto y a la vez.
A raíz de esto, empecé entonces a pensar cómo se va formando nuestra psiquis y moldeando con las experiencias que nos ocurren desde el comienzo. ¿Cómo sería yo sin este episodio y otros tantos que me pasaron en la vida? Quizás cada hecho fortuito y aparentemente aislado, tenga que ver con los que sucederán después, incluso cuando no podamos ver nosotros la relación que existe entre ellos, siendo que en realidad constituyen todos una cadena perfecta de sentido, donde cada evento resignifica a los anteriores y les da valor.
El siguiente recuerdo de cuando era chiquita, era el deseo enorme de tener una familia grande y llena de hijos. Jugar a la mamá y al papá era mi entretenimiento preferido en el mundo. Cada cumpleaños pedía un bebote nuevo, que jamás eran suficientes. Tenía cunitas, cochecito, moisés y sillita de comer. Papá viajaba muchísimo por trabajo y nos traía unos regalos increíbles en la época en la que no era tan común llegar a Estados Unidos y encontrar cosas que no se conseguían sino allá.
El día que volvía de viaje, después de haber estado ausente más de tres meses, mamá nos hacía faltar al colegio e íbamos todos en dulce montón al puerto para llegar justo antes de que el barco atracara. Recuerdo esos días con tanta emoción. Lo mejor que tenían era la magia que se respiraba en el aire. Mamá llevaría varias semanas a dieta estricta y anhelaba con tantas ganas el reencuentro, que disponía millones de cosas para que fuera perfecto. Los Fernández eran muchos y los viajes de papá los convocaban a largas noches de fiesta en casa, donde se charlaba hasta tarde, se escuchaba música y se contaban anécdotas del viaje y de lo que había ocurrido en casa mientras él no estaba.
El teléfono sonaba sin parar esa mañana. Mamá corría con el secador de pelo en la mano, a medio vestir y pintar, intentando a la vez cambiarnos a nosotras y peinarnos con moños perfectos: “¡Por favor, no se ensucien! ¡Y no se arruguen los vestidos!”. En cada llamado le recordaba a alguien a qué hora llegaba papá y en que dársena atracaba el barco. Entonces partíamos todos al puerto. Me acuerdo que cuando estábamos cerca y ya empezaba a ver los contenedores apilados y algunos barcos de fondo, sentía ansiedad y emoción; ¡y el olor a barco! Los barcos tienen un olor particular y la cercanía al puerto también: es olor a sal y a aceite, a combustible y a mar; olor a llegada y a partida, a premio después de tanta espera paciente, a recompensa sagrada…, olor a mi papá.
No sé por qué siempre teníamos que esperar muchísimo para subir al barco; por alguna cosa u otra, todo se demoraba. Papá salía a saludar desde la cubierta y cuando mamá lo veía… ¡ese momento era todo! Lo hacían por primera vez después de muchísimo tiempo y mamá estallaba de felicidad. Cuando sos chiquita, ver felices a tus papás es lo mejor que te puede pasar, no solo porque te hace bien su alegría, sino porque te sentís segura. Padres felices son padres capaces de protegerte, por eso la llegada de papá era un bálsamo en nuestras vidas. Finalmente, ponían la escalera y podíamos subir. Mis piernas eran cortas aún y la separación de cada peldaño bastante grande. Me daba miedo y miraba el agua sucia debajo de mis pies que golpeaba contra el borde del casco del barco. Llegábamos arriba y papá nos recibía con sus charreteras doradas y la gorra de capitán puesta. Tengo su perfume grabado en mi nariz, mezclado con algo de humo de cigarrillo, porque en esa época papá todavía fumaba. El abrazo entre mamá y papá era largo.
Entrar al camarote me parecía alucinante. Todo en el lugar tenía una mística especial. Tomábamos algo, había alguna charla rápida para ponerse al día con las noticias que no podían esperar y papá recibía a algunas personas para terminar el papelerío que requería el final del viaje. Entonces, nos llamaba a mi hermana y a mí a su cuarto. Arriba de la cama había una pila enorme de juguetes ordenados y dispuestos para nosotras. ¡No sabíamos por dónde empezar! De los miles de regalos que nos trajo en esos años, recuerdo especialmente estos: unos patines increíbles de cuatro ruedas que generaron una pelea entre mamá y papá (mamá le había pedido expresamente que no los comprara porque le parecían peligrosos y que éramos chicas para poder dominarlos, pero que al final los usamos por años y años y eran bastante fáciles de rodar), unas remeras con unas rockeras estampadas (las llamábamos las remeras con las caras locas y nos parecía lo más transgresor que podíamos ponernos) y unas cajitas con figuras de cerámica de chinitos (ese fue el viaje más largo de papá, a China. En ese momento todo lo que trajo me pareció aburrido, nada que ver con las maravillas que se podían conseguir en Estados Unidos y hoy lamento no tener esas cajas de cartón bellísimas con el sinfín de chinitos cuidadosamente pintados adentro). Pero ninguno de ellos me ponía tan feliz como recibir una muñeca. Daba una mirada rápida a los paquetes y buscaba ansiosa alguno que tuviera el tamaño para contener una adentro. Si papá decía que ese viaje no me había traído otra porque ya tenía demasiadas, tragaba con desilusión forzando la cara de alegría por todo lo demás. Y es que para mí nunca serían suficientes muñecas. Amaba peinarlas, vestirlas, cuidarlas y estar con ellas. Me daba un trabajo enorme que mi hermana quisiera jugar conmigo. A ella le interesaban las trepadoras. Y se ponía nerviosa cuando accedía y me preguntaba: “¿Qué muñeca va a ser tu hija?”. Y yo le contestaba: “Todas, todas ellas”. El sueño de tener muchos hijos siguió para siempre, no lo abandoné jamás. Y al día de hoy, le agradezco a Dios haberme dado la posibilidad de cumplirlo.