Читать книгу Es de sol - Ana Fernández de Nazar Anchorena - Страница 13
Capítulo
ОглавлениеTenía muchas preguntas, todas dirigidas a Dios sin excepción. Lo interpelaba constantemente con ideas como: “¿Por qué a mí? ¿Por qué mis hijos? ¿Qué querés de nosotros? ¿Por qué me pedís tanto?” “¡No es justo, no es justo!” Esta frase la repetí un millón de veces y más. A pesar de este interrogatorio que no cesaba jamás, no sentía ningún enojo hacia Él. Me di cuenta de que el ser humano siempre considera una opción obvia sentir bronca contra Dios cuando las cosas se ponen feas, pero a mí eso no me ocurría. Sencillamente no estaba furiosa, muy por el contrario, percibía algo de lo mismo que había experimentado siete años atrás con la partida de Amparo: estaba llena de Dios y ese era el único y verdadero lugar seguro en donde podía descansar y buscar consuelo.
Había una sola razón por la cual seguía viva. Dios me estaba sosteniendo fuerte para que no me cayera. Seguro se preguntarán cómo lo sabía o si serían trucos de mi mente claramente afectada. Bueno, admito que también yo me lo cuestioné, de modo que rezaba siempre diciendo una frase que pedía algo así como: “No permitas que nada de lo que sienta como verdadero, no lo sea”. Y me entregué en esa oración y en la confianza de saberme amada y mirada con compasión.
Pronto supe que mis preguntas eran las mismas de todas aquellas personas que habían pasado por una situación similar. Cuando un hijo muere, es imposible no mirar al cielo y decir: “¿Qué es lo que acaba de pasar? ¿Tomaste nota de lo que ocurrió? ¿Dónde estabas? ¿Cómo no lo evitaste? ¿Hice algo para merecerlo?”. La razón por la cual estas preguntas no estaban cargadas de reproche, era porque tenía una premisa y esta era que Dios jamás sería capaz de abandonarnos, aunque estemos absolutamente desconcertados con los hechos que se nos imponen con la crudeza de lo irreversible. Claro que había tomado nota de lo que acababa de ocurrir, porque Dios nunca podría estar ausente o distraído en el momento más crucial de nuestras vidas, es decir, el día de nuestra muerte y retorno a la casa del Padre. No lo había leído, ni me lo decía ningún conocimiento de teología, que eran bastante escasos dicho sea de paso, simplemente lo intuía.
Me enfrentaba a una concepción de Dios que era más difícil de amar y comprender ciertamente, porque el Dios que no nos cuesta y el que no se opone a nuestro corto entendimiento humano, es el que nos libra de todo mal. A Él recurrimos confiados en busca de ayuda, proponiendo o incluso imponiendo a veces, cuál es esa ayuda que deseamos recibir. Sin embargo, mi fe era mucho más fuerte que eso. No tenía problemas en aceptar al Dios que a veces parece ponernos en aprietos, porque tenía una premisa más que la consideraba una verdad absoluta e irrevocable: Dios es amor. La pregunta entonces rondaba en mi rezo siete años atrás: “¡Salvala! ¡Salvala!”. ¿Qué significaba ser salvados? ¿Y qué creemos nosotros que encierra la palabra salvación para Dios? Quizás tenía que confiar en que Dios siempre SABE, con mayúsculas. Y esperar entregada.
Acepté con una fortaleza que me sorprendió a mí misma la muerte de Blas. Estaba segura de que ocurría por efecto de una gracia enorme que Dios me daba como respuesta a esa oración desgarrada ante la ausencia física de mi hijo. Sin embargo, la mente me acechaba constantemente. Volvía sobre los mismos pensamientos acerca de lo que había pasado ese día una y otra vez. Recordé la frase “la muerte vendrá como un ladrón” y me estremecí captando lo acertada que era. Sabía que poco podría entender, si cabe la palabra, todo lo que significaba este hecho impensado que le daba un giro inesperado y sufriente a nuestras vidas; porque la muerte es un gran misterio y la vida también lo es. Repasaba lo que consideraba una cadena de “errores fatales” que habían desembocado en esos minutos finales, algunos incluso tenían su origen el día anterior, como una especie de telaraña que se tejía silenciosa mientras ninguno de nosotros pudiera verlo. Eran pensamientos que me atormentaban mañana, tarde y noche y la culpa era tan grande que en algún punto quería pagar con este dolor gigante para intentar saldar lo que había ocurrido.
A pesar de eso, paradójicamente estaba segura que estos cuestionamientos humanos se quedaban demasiado cortos y escasos para pensar la muerte de mi hijo o la de cualquier otra persona. Hacían parecer a la vida como pendiente de la suerte o de la casualidad. Y como diría Viktor Frankl, sobreviviente de los campos de concentración del régimen nazi, en su libro El hombre en busca del sentido, una vida que depende de pequeños hechos fortuitos librados a la suerte, es una vida que no vale la pena ser vivida. En su relato nos cuenta que “la principal preocupación de los prisioneros se resumía a esta pregunta: ¿Sobreviviremos al campo de concentración? De no ser así, aquellos atroces y continuos sufrimientos ¿para qué valdrían? Sin embargo, a mí personalmente me angustiaba otra pregunta: ¿Tienen algún sentido estos sufrimientos, estas muertes? Si carecieran de sentido, entonces tampoco lo tendría sobrevivir al internamiento. Una vida cuyo último y único sentido consistiera en salvarse o no (entendiéndose por salvarse, seguir físicamente vivos y esta nota es mía), es decir, cuyo sentido dependiera del azar del sinnúmero de arbitrariedades que tejen la vida en un campo de concentración, no merecería la pena ser vivida” (Herder 2014, p92).
Entonces me volví hacia mi Dios y quise pensarlo, sabiendo en principio que Dios no me debía nada. Él podía haber actuado de forma tal que salvarlo, en el sentido más acotado y pobre de la palabra, no fuera su “decisión”. O que en realidad no lo fuera liberarme de esta cruz tan grande que nunca hubiese querido cargar. Tenía que aceptarlo y lidiar con ello. Me conformaba con saber que Dios había estado presente para recibir a Blas y contener la hecatombe emocional de nuestras vidas; le pedía sin descansar, consuelo, docilidad y fe en sus caminos incomprensibles para nosotros. Lo sentía irrumpiendo otra vez en nuestras vidas, con la impronta de lo que deja cicatriz, pero también huella. El sentimiento me era claramente familiar.
Los primeros días fueron de muchísimo caos y confusión. Nos atrincheramos todos en nuestro cuarto. La cuna de Santos volvió al lado de mi cama y Simón no podía dormir si no estaba en medio de nosotros. Cerrábamos la puerta y descansábamos en nuestro escondite improvisado, donde intentamos empezar a reconocernos siendo cuatro y no cinco. Pedro no podía dormir y se la pasó noches y noches despierto, la mayoría de ellas aferrado a la remera del club de fútbol favorito de Blas. Lloraba sin poder drenar jamás el dolor que lo estaba atravesando. En cambio yo, agradecía cada vez que se ocultaba el sol y tenía la posibilidad de apagar la mente por un buen rato.
Esas noches soñé dos veces con Blas, dos sueños que fueron claros, nítidos y bellos. En el primero de ellos, Blas estaba sentado en un madero. Tal vez era una tranquera o una cerca y de fondo se veía un campo florido. El plano de lo que veía era muy cerrado, de forma tal que no lograba mirar mucho más allá de lo que describo. Entonces Blas me decía estas palabras: “Paciente, padrino querido”. Las decía sin hablar, pero yo las podía escuchar de todos modos. No era su voz, aunque sabía que era él quien hablaba. Y digo no era su voz, porque Blas parecía otro Blas. No era un chiquito y sus palabras eran sabias y profundas, un mensaje donde lo único que podía comprender cuando lo decía, era la importancia de la palabra paciente, que significaba PACIENCIA.
Muchas veces pensé en la frase “padrino querido”. El padrino de Blas es el hermano de Pedro, con quien me siento absolutamente identificada. Si la suposición de que las personas nacidas bajo el mismo signo se parecen es cierta, Rafa y yo somos una prueba fiel que avala la teoría. Muchas veces Pedro me escuchaba hablar o emitir alguna opinión y aseguraba: “¡Por Dios, me casé con mi hermano!”. Así que de algún modo me vi reflejada en esa mención de Blas y me robé algo del cariño que le profesaba. Estaba segura que la parte importante del mensaje para mí, era la palabra “paciencia”. Por lo demás, lo dejé a Blas expresar su amor hacia su querido padrino sin buscar allí más que lo que él sentía: “Yo soy de Drafa”, como le gustaba referirse a sí mismo.
En el segundo sueño, Blas estaba parado en el jardín de la casa donde fue su accidente. Había otros dos chiquitos con él. No los conocía, ni podría decir quiénes eran. Blas estaba en el medio y era el más alto de los tres. Entonces me decía, también sin voz, aunque otra vez podía entenderlo perfectamente, que él había resucitado. Su frase me dejaba feliz y confusa al mismo tiempo. Dudaba unos instantes y de pronto salía corriendo a comprarle ropa nueva. Blas me miraba hacerlo, con compasión y ternura y me hacía dar cuenta con una expresión piadosa y llena de amor, que no había entendido correctamente lo que él había dicho.
Muchos pensaran que estos sueños simplemente respondían a imágenes y deseos que estaban incrustados en lo más hondo del inconsciente y que seguramente fueran una proyección de anhelos propios, pero no estoy de acuerdo. La modernidad, en su lucha constante por cuantificarlo todo y hacer encajar cada evento del mundo en una categoría inventada por el hombre para poder explicar todos los fenómenos y hechos que nos rodean, ha despojado tristemente al mundo de lo trascendental, de lo sobrenatural y de aquello que no podemos aprehender con los sentidos. El mundo ha perdido su magia y misterio.
Justamente por esos días tuve la oportunidad de ver la película del Padre Pío, un fraile capuchino que llevó los estigmas de Cristo vivos y sangrantes durante medio siglo. Este hecho inexplicable, que supuso un misterio enorme para él mismo, pero que aprendió a aceptar y amar con entrega y humildad, implicó un quiebre o desconcierto gigante al interior de la Iglesia Católica. ¿Por qué? Porque sencillamente no era posible explicar este fenómeno desde la medicina y porque los seres humanos le tenemos demasiado miedo a lo que está fuera de nuestro control. Hay una escena muy interesante de la vieja película que recrea su vida, donde dos altos clérigos discuten sobre el hecho que los convoca con posturas radicalmente opuestas. Uno de ellos creía que la Iglesia moderna debía alejarse y ser cauta con situaciones como estas, a sus ojos propias del oscurantismo de antaño; mientras que el otro argumentaba con cierta tristeza que si la iglesia iba a despojarse de todo lo que no nos es posible comprender y de todos sus misterios ya no tendría sentido profesar nuestra fe.
De modo que no le restaba importancia ni desestimaba jamás lo que sentía, intuía o soñaba. El dolor tiene un efecto narcótico que adormece los sentidos con los que percibimos el mundo material y nos deja en silencio para oír lo que está más allá. Parecía que el velo que separa nuestro mundo del otro se había abierto al menos un poquito. Y por esa rendija entraba mucha luz. Darle lugar a Dios quizás tenga que ver, irremediablemente, con zambullirnos en misterios que nos exceden, porque lo cierto es que la fe no puede ser abarcada con el entendimiento, sino con el corazón. Y el corazón es muchas veces terreno desconocido, porque la información que allí se guarda tiene un origen imposible de cuantificar o medir, pero que lejos de hacerla menos verdadera, la convierte en poderosa, auténtica y esencial.
Recién después de este hecho que marcó la vida de mi familia, tomé consciencia de lo difícil que era para Dios ser Dios en la actualidad. De pronto entendí que el hombre moderno había ido corriéndolo cada vez más lejos de sí mismo, cuestionándolo en el mejor de los casos o incluso echándolo por completo. Paradójicamente, el ser humano, ávido más que nunca antes de algún sentido de trascendencia y contenido para su espíritu insatisfecho crónico, indagaba a diario en un sinfín de disciplinas que conocemos bajo el nombre del new age, que nos invitan a conectarnos con la fuente, la energía o el universo. Entiendo que la finalidad de todas ellas, exploradas incluso por mí, es la conexión del hombre con algo que nos complete y nos invada de amor. Desde este punto de vista, me parece que su objetivo es bueno y noble también. Quizás lo que empecé a cuestionarme con mucha curiosidad es por qué nos cuesta tanto decir “Dios” y preferimos términos más suaves o menos comprometidos como luz y energía. Terminamos siendo tibios y confusos y le cerramos la puerta al único que todo lo puede.
Quizás esta idea me hiciera sentir cierto remordimiento con Él. Si al principio creía que iba a preguntarle sin descansar el porqué de lo que le había pasado a Blas durante el resto de mi vida, de pronto me percibí como niña caprichosa haciendo una gran pataleta. Aunque era piadosa con mi propio dolor y estaba convencida de que a Dios no le incomodaba mi pregunta incisiva o que incluso podía tolerarla pacientemente, sentí que no era correcto o al menos necesario, hacerla. Seguramente Dios no se molestaba con este interrogante constante, porque nadie mejor que Él comprendía mi pesar y la pequeñez de mi corazón ante semejante sufrimiento. De pronto la vida se me reveló como un verdadero milagro y la muerte un misterio. Así de sencillo, así de complejo. No había preguntado al comienzo de su vida por qué me lo había dado, quizás dando por sentado lo que no lo es. Consideramos todo lo recibido un derecho y lo que perdemos, injusto.
Asimismo, muchas personas me repitieron un millón de veces que no intentara comprender algo que jamás iba a desentrañar y en este sentido preguntar un porqué se volvía ridículo, pero ciertamente no era mi estilo dejar de esforzarme por saber de qué se trataba lo que nos había ocurrido. Entonces dejé de preguntarle a Dios y en cambio me puse a leer. Quería saber qué opinaban otros sobre la vida, la muerte, el sufrimiento, la vida después de la muerte o el cielo.
Cada uno puede construir su propio camino en la búsqueda de lo que considera verdadero y este es el mío, que no es más que un humilde punto de vista entre tantos otros que hay en el mundo. Sin embargo, nobleza obliga, sin importar cómo llegas a Él, creo que Dios es la única Verdad. Y la respuesta a todas nuestras preguntas. La pregunta madre de todas mis dudas, rondaba la idea de dónde estaba Dios en los momentos más atroces del ser humano. Intuía que Él también estaba allí cuando pareciera imposible que un Dios que es amor se hiciera presente. Al final de cuentas, la cruz había sido uno de los hechos más terribles de la historia y la religión nos cuenta que misteriosamente en ella no solo se estaba realizando la voluntad de Dios, sino que además ese sacrificio tiene una finalidad redentora que nos salva y libera para siempre.
En la Semana Santa, fui a un retiro breve con algunas amigas que eran parte de mi sostén espiritual. Cada vez que estaba en algún lugar como esos, me preguntaba dónde hubiera estado yo ese mismo día de no haber muerto Blas, dando por seguro que jamás hubiese asistido a este tipo de encuentros. Lo lamentaba y me lo reprochaba también, pero lo recibía como un regalo amoroso de Blas, que quería contarme cosas importantes sobre la vida y la fe y se valía de estas amigas increíbles que me impulsaban a ir.
El sacerdote que lo dictaba me pareció absolutamente amable, agradable, oportuno en sus comentarios y acertado en su capacidad de trasladar la idea de la Pascua a nuestras vidas actuales. Nos dijo que la cruz era la forma que tenía Dios de cargar con todo el dolor del mundo de todos los tiempos. Es decir que de algún modo misterioso, porque la palabra misterio resuena una y otra vez, Jesús había llorado mis lágrimas de hoy por Blas, el día de su propia muerte. Dios tuvo en cuenta allí mi sufrimiento, que ocurriría más de dos mil años posteriores a este hecho bisagra del mundo. La fe nos convoca a creer que allí radica la posibilidad de sanar y de contribuir también con la tarea salvadora, ofreciendo nuestro sufrimiento que no es en vano y que no está vacío de contenido; muy por el contrario, está allí disponible para que lo dotemos de sentido y lo utilicemos como arma para la transformación. Viktor Frankl decía: “…El talante con el que el hombre acepta su ineludible destino y todo el sufrimiento que le acompaña, la forma en que carga con su cruz, le ofrece una singular oportunidad (incluso bajo las circunstancias más adversas) para dotar a su vida de un sentido más profundo. (…) En esa decisión personal reside la posibilidad de atesorar o despreciar la dignidad moral que cualquier situación difícil ofrece al hombre para su enriquecimiento interior…” (Herder 2014, p92).