Читать книгу Es de sol - Ana Fernández de Nazar Anchorena - Страница 9

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Conocí a mi marido, Pedro, estando los dos en nuestro viaje de egresados de quinto año. No sé si el amor a primera vista existe, pero sí recuerdo el primer minuto que lo vi. Estaba festejando la llegada al lugar donde íbamos a pasar la siguiente semana y se reía con toda su cara. Mi colegio y el suyo paraban en el mismo hotel. Alguien puso un viejo minicomponente en el pasillo y todas las puertas de los cuartos estaban abiertas, transformando el piso entero en una suerte de gran boliche. Una amiga tomó una foto de ese momento y así conservamos hoy, una imagen de los iniciales y escasos minutos del encuentro. Teníamos diecisiete años y una mezcla perfecta de inocencia e impunidad, cuando todavía nos creemos eternos e invencibles y que el mundo se postra servido a nuestros pies. No creo que sintiera amor al verlo, pero sí pensé que ese chico me gustaba mucho.

Pedro es mi mejor mitad y la persona que me hizo saber quién era yo misma. Suena muy cursi, pero la verdad es que Pedro me permitió mirarme a través de su propia mirada. Me puso enfrente de un espejo y lo que se veía en ese reflejo me gustó mucho, como si no hubiera conocido hasta entonces atributos de mi personalidad que él me dijo que tenía. Pero no solo eso, sino que además a Pedro le encantaban tanto, los descubría y quería con tanta convicción, que finalmente terminé aceptándolos como propios y haciéndolos míos. Somos la antítesis perfecta y cada vez que la vida nos impuso sortear situaciones tristes o problemas graves, supe porqué me había casado con él. Si la frase “me preocupa” es una de las más habituales en mi boca, Pedro podría identificarse con el lema “Dios proveerá”. Él nunca espera que nada malo pase, hasta que las circunstancias le indiquen lo contrario. Es un optimista nato, simple, noble y llano. Pedro ama y sufre con sencillez, con bondad. Nunca tiene pensamientos mezquinos o rebuscados sobre algo o alguien y quizás su peor defecto sea la falta de fuerza de voluntad. Para eso me tiene a mí, que soy tozuda y constante como pocas y con cierta agudeza y sensibilidad especial para percibir el mundo, motivo por el cual Pedro a veces se ve obligado a dar un vistazo con mis ojos, quizás chocándose con alguna realidad dolorosa de la que preferiría no tomar nota.

Unos diez años atrás, Pedro me propuso casamiento. ¡Estaba tan feliz! Había esperado ese día durante el larguísimo tiempo de novios y al fin estaba ocurriendo. Trabajé tres años con una diseñadora de vestidos de novia y por esos días tuve la posibilidad de ver muchísimas mujeres felices que iban a probarse los vestidos con sus mamás, suegras y amigas. El proceso de elegir las telas y el diseño era largo, pero valía la pena cuando quedaba concluido y llegaba el momento de ponerse la prenda terminada por primera vez. Recuerdo que se miraban al espejo y recién ahí se daban cuenta que efectivamente aquello estaba pasando: se iban a casar. Las veía con atención y pensaba que más tarde o más temprano yo sería una de ellas.

Tenía en la cabeza todo lo que quería para mi vestido de antemano. Me fui al centro, a una casa de antigüedades, a buscar lo que necesitaba para hacerlo realidad. Compramos un vestido usado muy antiguo y lindo. Se lo llevé a Laura, la diseñadora para la que trabajaba, capaz de hacer magia con sus manos y con su impronta tan característica. Tenía guardado un camisón viejo, pero alucinante, de encaje. Lo había conseguido por un valor irrisorio algunos años atrás en una tienda de venta de usados en el barrio de Flores. Entonces, Laura encontró la manera perfecta de hacer encastrar las dos piezas y transformarlas en una, increíblemente bella y perfecta, que era exactamente lo que yo quería. Mi vestido estaba en camino y la fecha del casamiento, fijada.

Para ese entonces, tuvimos la suerte de poder comprar una casa gracias a la ayuda de nuestros padres. Empezamos a ver departamentos en la ciudad. Íbamos de un barrio a otro tratando de poner en la balanza metros cuadrados y zona, sin encontrar jamás nada que nos cerrara del todo. Admito que no tenía mucha agudeza para buscar y elegir. ¡Cualquier cosa me venía bien! Se estaba haciendo realidad el sueño de mi propia familia y lo sentía como si la mejor parte de la vida estuviera recién por comenzar.

Finalmente terminamos viendo casas en las afueras de la ciudad y sin darnos mucha cuenta de cómo ocurrió, llegamos a la que sería la nuestra. Aquí pasamos los días más felices y las penas más hondas y profundas también. Las paredes de esta casa guardan la historia de la familia que en ese entonces no había nacido y recibió a dos personas que llegaron siendo casi niños despreocupados; personas que veo lejanas y por las que siento infinita ternura. A veces vuelo con la mente a quienes fuimos y nos abrazo con el pensamiento, dándonos ánimo y fuerza por todo el camino duro que tendríamos que recorrer. Me doy cuenta de que no sabíamos nada de la vida, ni de la valentía de la que seríamos capaces aún en las circunstancias más adversas y desgarradoras que hubiéramos podido vaticinar.

La nuestra es una cocina con casa y no al revés. Pedro trabaja con números en una oficina igual a la de casi todos los demás, pero cocinar es lo que más le gusta en el mundo. Es un cocinero amateur, un aficionado, pero lo hace tan bien como un profesional. Aprendió sin cursos, solo por el placer de hacer, viéndolo quizás a su papá o a las señoras que cocinaban en su casa cuando era chico. De grande acumuló horas y horas de programas de cocina y en casa se fueron apilando los libros del mismo tema. De cualquier modo, personalmente creo que Pedro une los ingredientes casi por intuición. Le sale fácil, simplemente porque disfruta hacerlo.

Ser cocinero lo lleva en el alma y no es estrictamente cocinar lo que Pedro hace; él más bien convoca, invita, hace una linda ceremonia que siempre reúne amigos, familiares, amigos de amigos, o incluso algún desconocido que enseguida sabe incluirlo como si viniera a casa desde siempre. Él me enseñó a querer e improvisar en este arte, cuando venía yo de una larga tradición de comida rápida, delivery o take-away. Me mostró que no era una tarea pesada en lo absoluto, sino algo que se puede hacer charlando y tomando un vaso de cerveza helada durante una noche de calor. Puse empeño y ganas y aprendí varias recetas suyas, incluso creo que tengo algún talento especial en los platos fáciles y de todos los días. Pedro dice que ama mis tartas y ensaladas y entonces yo me inflo de emoción, porque conquisté un espacio que no creía para mí y porque me gusta agasajarlo también, claro.

Cuando entramos a esta casa por primera vez, Pedro me dijo: “Quiero esta cocina”. Por suerte pudimos hacerla nuestra y vino con una casa lindísima incorporada.

El primer año de casados decidimos estar solos, sin hijos. No lo recuerdo como un año especialmente feliz, en contra de todo pronóstico. Vivir lejos de la ciudad, con escasa movilidad y pocos amigos cerca, no fue fácil. Era curioso porque lo teníamos realmente todo y especialmente nos teníamos mutuamente. Éramos jóvenes, con toda una vida por delante, entonces, ¿de qué podíamos quejarnos? El mundo estaba a nuestros pies, aunque a veces dudábamos de eso, dudábamos si queríamos todo lo que teníamos o si tal vez habíamos querido mal. Hablamos alguna noche con música sobre la posibilidad de vender la casa y aventurarnos por el mundo sin rumbo, aunque sabiendo que jamás nuestras tan conservadoras vidas permitirían semejante atrevimiento. ¡Y mucho menos nuestros padres, creo! Teníamos alma de niños tratando de hacer lo correcto y nos veíamos como hijos considerados y buenos. Entonces, en medio de toda esa deliberación, llegó Amparo, nuestra primera hija y también la primera gran lección de nuestras vidas. No podíamos adivinar, en ese momento, ni un minúsculo destello, lo que se avecinaba.

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