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Capítulo 4

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Marco tardó en estar lo bastante recuperado como para ponerse de nuevo en pie. El médico le había sugerido guardar cama y descansar, pero aun así hizo un esfuerzo y se acercó al campo de batalla en cuanto pudo. De la aldea solo quedaban rastrojos. El saqueo, como siempre, había sido terrible; y no era raro ver a los militares llevando y trayendo cosas. Publio, que había mandado levantar allí un nuevo cuartel, se tomaba sus tareas con calma. Había hecho inventario del botín y de los prisioneros (pocos, puesto que la mayoría se había suicidado), premiado a sus hombres y recogido el alimento de los rebeldes. No había crucificado a nadie, y Marco suponía que esperaba que los astures le reportasen un buen dinero al llegar a Roma. Él, por su parte, se sentía derrotado. La pierna no había hecho otra cosa que dolerle y sumirle en la semiinconsciencia, y se notaba débil. Se apoyó en su bastón.

—Legionario —preguntó—, ¿habéis enterrado ya a los caídos?

El militar, que llevaba en las manos parte del botín, apoyó su carga en el suelo y asintió.

—En aquella esquina, junto a la muralla —dijo, señalándola con el dedo—. Intentamos ocuparnos de los heridos, pero al final acabaron muriendo casi todos. La mayoría se envenenó —repuso, encogiéndose de hombros—. De cualquier forma, ya no suponen un problema. ¿Quiere que le acompañe hasta la fosa?

Marco le dio las gracias, pero declinó el ofrecimiento. Quería ir solo, y aún no sabía muy bien por qué.

La tierra estaba apisonada allá donde habían plantado las tumbas. Marco cojeó a duras penas, observándolo todo. Hacía frío y llovía, y eso, junto con la presencia de los muertos, volvía a aquel lugar especialmente triste. La aldea había sido aniquilada. Solo los montes habían sido testigos de su epopeya, y podrían recordarla para siempre. Marco suspiró. Pese a la victoria, se sentía un fracasado. Hubiese querido evitar la muerte de la astur, y allí estaba ella, en la fosa. Se removió, incómodo: el dolor de la pierna no le dejaba pensar. Solo cuando cambió de postura y pudo apoyarse en su bastón, descubrió el pequeño objeto que le había estado estorbando.

Era un idolillo. Tal vez hubiese sido tallado meses atrás y algún astur lo hubiera atado a un cordel para llevarlo sobre la ropa. Representaba a una hembra, una de tantas mujeres que conformaban el panteón indígena. Marco lo acarició, pensativo. Tenía una belleza especial. Sin saber muy bien por qué, le dio la vuelta y se lo guardó. No era muy devoto de los dioses astures, pero hubiese sido incapaz de dejarla allí.

—De manera que no has encontrado nada que te demuestre que esa mujer está viva.

Había cierto reproche en la voz de Publio, pero Marco no lo culpó. Por una vez, comprendía al oficial. Su comportamiento era extraño, incluso para él mismo. Nadie se interesaba así por una salvaje, y menos si había resultado ser un mosquito molesto y traicionero para la legión. No obstante, era el único que había puesto su vida en las manos de ese mismo mosquito y había vivido para contarlo, por lo que tenía perfecto derecho a actuar así.

—No —dijo—. ¿Y…?

—¡Ya te he dicho que no estaba entre los prisioneros que envié a Roma mientras te atendían! Había varias mujeres, pero ninguna era ella —repuso—. Olvídala. Era un demonio y estará mejor muerta. Que yazca en su montaña, esa a la que la quería tanto —añadió, con cierto desdén.

Marco se pinzó la nariz. Estaba muy cansado. Los gritos de Publio lo alteraban como si hubiera bebido mucho la noche anterior, pero era una persona sobria. Hubiese ido a ver al médico si no se encontrase ya en su tienda. El tribuno notó su estado y bajó la voz.

—Lo siento, Marco. A veces olvido que estás herido. Pero luchaste con valor la otra noche —dijo—. Espero que no sea la última.

Sus palabras sonaban gozosas a pesar de la expresión triste, y Marco lo miró con curiosidad. ¿Qué le estaría ocultando Publio?

Iba a preguntarle, pero en ese momento entró el médico.

—A ver, sus grandezas —saludó. Era el mismo que lo había atendido durante la batalla, un militar con rango de centurión, y obraba con igual falta de respeto y atención por las formas. Publio lo miró con desdén, pero no dijo nada. Marcial era demasiado brillante como para llamarlo a capítulo—. Vamos a examinar esa herida. Después daré mi diagnóstico.

Marco se dejó a hacer, observando al médico. El hombre obraba muy concentrado en su tarea, examinando los bordes de la sutura y el aspecto de los músculos. Cuando terminó, dejó el instrumental en la camilla y exhaló un suspiro. Publio sonrió.

—Tu compañero y yo hemos estado hablando —dijo—, y lo que te voy a decir no te va a gustar.

El corazón de Marco se aceleró. Se notaba más cansado, pero ¿no era eso algo común? ¿Qué tenía que decirle el físico? Al notar su desasosiego, la voz del médico se volvió más amable.

—La pierna… está curándose bien. No tendrá problemas de infección si la tratas con cuidado, ni se tetanizará. Por suerte, no había veneno en ese proyectil. Pero los músculos… —Marco notó una desesperanza terrible. Sabía lo que iba a decir el médico—. En fin, no volverán a ser los mismos. No he podido extraer el proyectil. Podrás vivir con él, pero afectará a la manera en la que camines. Y ¿para qué sirve un soldado que no pueda marchar? —añadió.

Marco abrió la boca y la cerró varias veces. Tenía el paladar seco.

—¿Vais… vais a licenciarme?

Esta vez, Publio ni siquiera se molestó en disimular la sonrisa.

—Es por tu propio bien, Marco. Sabes que todos nosotros caminamos al menos veinte millas[2] al día para entrenar. Si tú no puedes soportar eso, ¿cómo vas a resistir una batalla?

Marco miró al suelo, mientras su mente trabajaba rauda. Inválido… no totalmente, pero sí lo bastante como para quedarse sin su medio de vida. Había sido militar desde los dieciséis. Y Publio…

—Tú te alegras de esto —afirmó, sin rencor—. Sabes que los hombres me respetan y nunca te ha parecido bien. Quieres hacer carrera en la política.

Publio siguió sonriendo.

—Vamos, Marco… eres muy susceptible. Yo no necesito que desaparezcas para que se me guarde el respeto debido. Al fin y al cabo, nací patricio. Y tú no. —Sus ojos relampaguearon.

Marco bajó la cabeza. Tenía algunos ahorros, como todos en la legión. Al licenciarse se los darían. Pero muy menguados.

—Empleé parte de mi dinero financiando la campaña contra los astures. Augusto nos lo pidió —dijo, más para sí mismo que para los demás—. Tendré que encontrar otro trabajo si quiero sobrevivir en Roma.

—Ah… Pero tú debías haber previsto que algo así podía ocurrirte. Al fin y al cabo, somos militares. Fíjate en el druida astur: él era una persona previsora, tanto que decidió informarnos antes que perder la vida. Pues lo mismo deberías haber hecho tú con lo tuyo. De todas formas, creo que el anciano Servio ha muerto hace poco, y durante tu infancia te tuvo mucho «cariño» —añadió, empleando las palabras de tal modo que su afirmación pareciese sucia—. Seguro que te ha dejado algo, al igual que hizo tu padre en otro tiempo. De niño eras su favorito.

Marco se dio cuenta de que Publio hablaba de nuevo y sintió deseos de abofetearle, tanto por el primer comentario como por el último. Servio había sido un mentor para Marco, y el tono de Publio, con su dañina sugerencia, lo irritaba profundamente. Con razón alababa al joven druida, eran tal para cual. Esperaba que al menos no se fueran a la cama juntos: si se obraba un milagro y tenían hijos, en vez de chiquillos, saldrían serpientes.

—Muy bien, no te preocupes, Publio —contestó—, ya me las arreglaré. ¿Hasta cuándo puedo quedarme?

—Oh, todo lo que necesites. Pero ten en cuenta que estamos en zona de guerra, y que despejaremos este campamento pronto. Te convendría irte antes de que hagamos una marcha larga o de que alguna tribu se dé cuenta de que hemos aniquilado a los rebeldes. A nosotros no nos pueden atacar, pero a un hombre solo… eso es más fácil. Te recomendaría usar el transporte de intendencia, e irte con los soldados que nos traen víveres cada cierto mes. Al menos seréis más numerosos.

Marco asintió. Era un plan lógico. Si tan mal se encontraba, no podría defenderse ante un posible ataque. Publio no quería matarlo, solo perderlo de vista. Lo antes posible.

—Está bien, esperaré entonces. Tendré todo preparado para ese día. ¿Qué parte me corresponde del botín?

El dinero le daría un poco de margen a la hora de buscar trabajo. Publio hizo una mueca, pero luego se corrigió. Hasta él parecía entender que aquello era justo.

—No te preocupes —dijo—, lo he contabilizado todo. Nos reuniremos y te daré lo que es tuyo. Te va a ser necesario.

Marco suspiró. Oh, sí. Iba a serlo.

Aldana despertó en la oscuridad. El ambiente estaba cargado y olía a suciedad, a húmedo y a moho. Del frente le llegó una tosecilla. No veía nada, por lo que la sensación de claustrofobia era aplastante. Se palpó a duras penas. La flecha había desaparecido, y su hombro estaba vendado. Alguien se había ocupado de ella, pero unas gruesas cadenas le aprisionaban los pies. Por lo tanto, no era libre.

“Padre…”, pensó, desesperada. Él siempre la había enseñado a luchar, a defenderse y, sobre todo, a no caer en manos del enemigo. Si hubiese sabido que estaba a merced de los romanos… Aldana no podía imaginarse su reacción. Se hubiera muerto de pena.

—¿Blecaeno? —preguntó, en la penumbra. Él había sido lo último que había oído.

Le llegó una voz muy triste:

—Él duerme aún, Aldana. Yo soy Deva.

¡Deva! Entonces, sus peores temores resultaban ser ciertos.

—Deva… pero ¿no huisteis a través del pasadizo?

La niña negó, con los ojos llenos de lágrimas.

—Los romanos nos descubrieron poco antes de que tú cayeras. Te vimos. Algunos padres mataron a sus hijos antes de suicidarse ellos también. Y mi madre intentó… Era por mi bien… Pero yo no quise… ¡Oh, Aldana! ¡Soy una cobarde! —La niña rompió a llorar.

A Aldana se le encogió el corazón. La reacción de los padres solo podía estar inspirada por el temor más terrible, pero aun así se le hacía muy duro imaginar a Stena acabando con la vida de su pequeña hija ¿Qué niño desea morir? Únicamente la amenaza de un destino espantoso podía haber hecho que se plantease semejante cosa. Deva había obrado de manera natural al huir. Deseó abrazarla, conmovida, pero las cadenas no se lo permitieron.

—¿Cuántos somos? —preguntó, con voz amable.

—Los romanos capturaron a varios hombres antes de que se suicidaran… creo que los quieren para las minas. Y Blecaeno, al igual que yo, está bien. Arausa —mencionó el nombre de una mujer de la tribu— también vive. Y ya está. Pero solo estamos aquí nosotros cuatro, las mujeres y los niños. Los romanos nos trasladaron, a los hombres los han dejado en el campamento. Llevamos días de viaje. Estuviste muy enferma —musitó, preocupada.

—Sí… nos tienen en un cobertizo, vete tú a saber dónde. No conozco la ciudad.

A Aldana le llegó este murmullo malhumorado, y supo que era Blecaeno, que acababa de despertar.

—Está bien —dijo. Había hecho un rápido balance de la situación. Se sentía muy débil, pero al menos estaban vivos—, si nos organizamos creo que podemos escapar con el tiempo. Los romanos…

Pero no pudo terminar la frase. La entrada se abrió de un portazo y entró un chorro de luz. De manera que no era de noche. Aldana guiñó los ojos.

—¡Eh! ¡Mirad quién ha despertado! ¿Te sigue escociendo la flecha, bonita?

—Es lo que pasa cuando te metes con nosotros —añadió otro hombre, divertido.

Aldana sintió una oleada de asco. Reconocía aquellas voces. La primera era la del rival que se había entretenido jugando con ella, cuando ya no podía más. En cuanto a la segunda… No estaba en el círculo que la había rodeado, pero tampoco era algo bueno. Creía recordar que un hombre parecido había acabado con Elaeso.

—Idos a la mierda —dijo, con más repugnancia de la que podía expresar. Deva la observó, nerviosa.

Los romanos se miraron, sorprendidos, y luego se echaron a reír.

—¡Caramba con la muchacha! ¡Si sabe responder! —Le guiñó un ojo—. Comprendemos algo de la lengua astur. Pero no hemos venido a hablar de eso. Hemos venido a preguntarte qué se siente ahora que tienes que obedecer a un romano, besando hasta por donde pisa. ¿Jode mucho despertarse como esclava de Roma?

A Aldana le ardían las mejillas, pero no contestó. Ya se las devolvería todas, y pronto.

—Y hablando de esclavas… —El militar se lamió los labios, mirándola—, tenemos que entregarte en el mercado, pero no importará que llegues algo estropeada. Ese cabello rojo es una belleza, zorrita. Sería una pena que no te disfrutáramos antes de entregarte a un desconocido.

—Un desconocido que no ha hecho nada por ganarte —apuntó el otro, con gesto serio.

—Venga —dijo el primero—. Spurio y yo hemos apostado. Los niños tienen las manos atadas, tú no. Queremos saber cuánto tardas en resistir hasta que te tomemos, como a tu aldea. Al fin y al cabo, casi me hieres antes de desmayarte. Debes de ser buena luchadora.

—¡La pasión es la pasión! En todo.

Aldana jadeó. Iban a violarla, y si no lo evitaba, lo harían delante de los niños. Sintió un odio cerval, profundo y feroz contra Roma.

—Acércate —musitó, con hielo en las venas— y muere. Lo que te pase a ti será lo que haría a tu amado emperador Augusto, si pudiese tocarlo.

Los soldados fingieron escandalizarse, muertos de risa. Después, todo fue rápido. El primero se abalanzó sobre Aldana y trató de taparle la boca, aplastándola; mientras el segundo se encargaba de desabrocharle el cinturón. Aldana tomó aire. Y luego, un horrible grito resonó por todo el lugar.

[2] Treinta kilómetros. En las marchas más duras, se aumentaba a sesenta.

Pacto entre enemigos

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