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Capítulo 3

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Pocas horas antes del asalto romano, Aldana había insistido en pasar revista a sus tropas. Los hombres habían obedecido a regañadientes, conociendo los verdaderos motivos de su líder. Magilo llevaba más de una semana fuera y regresaría pronto, Aldana quería impresionar a las nuevas fuerzas y los machacaba con programas de entrenamiento. No les hubiese importado si fuesen solo militares, pero en aquellos tiempos tan caóticos, la línea entre el guerrero y el campesino se había desdibujado aún más, y todos tenían familia que mantener. Sus mujeres, no obstante, apoyaban a Aldana: vivían en un temor permanente a la milicia de Augusto, quizá porque nunca la habían combatido. Los hombres sí, y no les inspiraba tanto respeto: legionario o no, todos caían al clavarles una espada.

Aldana pasó revista rápidamente, y luego fue a ocuparse de las defensas. Lo repasó todo: la muralla, el foso de tierra y el terraplén situado entre uno y otro, que Aldana había copiado a los romanos y que confiaba en que les resultase útil a la hora de batallar. Los latinos eran crueles, pero había que reconocer que tenían buenas técnicas, y la astur no estaba dispuesta a obviarlas por el mero hecho de estar en bandos distintos. Los hombres la observaron en silencio mientras iba de un lado para otro, ágil como una lagartija. Aldana siempre les producía una mezcla de ternura y admiración, con aquel cuerpo menudo y vivaz; y un optimismo incombustible, inmune a una mala época, pero realista.

—Ya está —confirmó, satisfecha—: hoy habéis entrenado duro, estoy segura de que los bedunienses quedarán impresionados. Sois la salvación para nuestro pueblo. No lo olvidéis.

Los hombres asintieron, confortados, aunque a nadie le pasó desapercibido que su líder escondía un poso de inquietud bajo aquel aparente buen humor. Aldana los dejó marcharse y, cuando se hubieron ido, volvió a subir a lo alto de la muralla.

—¿Se sabe algo? —preguntó al centinela.

El hombre negó. Era mayor, pero seguía teniendo una vista de águila, y sabía perfectamente por lo que le estaba preguntando Aldana. Al fin y al cabo, la había visto crecer, era él quien había presentado a sus padres cuando ambos eran jóvenes.

—No, aún no hemos visto ninguna comitiva. Pero yo conocí a esa tribu, Aldana, y son cobardes. El druida aún debe estar intentando convencerlos.

Aldana asintió, ceñuda, y procuró esconder su inquietud. En realidad, su sentimiento no estaba tan fuera de lugar. Magilo llevaba ausente bastante tiempo, teniendo en cuenta la distancia que separaba a las dos tribus, y su marcha había dado pie a todo tipo de especulaciones. Ninguna era buena. A Aldana se le encogía el corazón cada vez que pensaba en la posibilidad de que los romanos hubieran podido atraparle, ya no solo por ella misma, sino también por toda la tribu. La muerte del sacerdote hubiera supuesto un golpe brutal para sus gentes, cansadas de malas noticias. Los romanos ya les habían quitado mucho.

—Bueno, continuaremos atentos —afirmó, con falsa entereza—. Abieno, avísame si los ves. Yo haré la segunda guardia: voy a afilar mis cuchillos y después descansaré un rato. Pero no olvides despertarme antes de la medianoche.

Abieno asintió y se apoyó en el escudo, pensando que Aldana había hecho bien en doblar el número de centinelas. El esfuerzo que requería eso a la aldea era notable pero, ¿no se suponía que su misión era resistir? Los latinos no aceptarían una capitulación sin esclavizar a sus gentes. Y ninguno deseaba pasar el resto de su vida complaciendo a un tirano mediocre. Antes, Aldana, él o el resto de sus hombres preferían la muerte.

Aldana despertó dos horas más tarde, movida por unas manos cariñosas pero insistentes.

—Aldana… Aldana…

La astur se incorporó, somnolienta. Abieno estaba a su lado, y la oscuridad lo envolvía todo. Quiso hablar, pero el centinela se llevó una mano a los labios. La preocupación la despejó por completo. Algo iba mal.

—Tienes que venir —le susurró muy quedamente—. Ahí fuera, en la muralla… ven.

Aldana se lanzó a por su espada y siguió al centinela. El pueblo dormitaba en silencio, y solo los rastrojos apagados de alguna hoguera daban a entender que allí había habido vida.

—¿Qué ocurre? —susurró. La expresión grave de sus hombres no presagiaba nada bueno.

—Allí lejos, en la espesura… Fíjate.

La astur miró al frente y lo que sintió la hizo sudar frío. Apenas se percibía en la oscuridad, pero había movimiento entre los árboles. Si Aldana no hubiese criado animales o ido de caza, hubiera podido consolarse pensando que tan solo era un oso, pero había hecho todas esas cosas y sabía que aquel modo de moverse no se correspondía con ninguna bestia.

—¿Crees…? —preguntó uno de sus hombres.

—Sí —afirmó ella—. Elaeso, ve y avísalos a todos. Guarda silencio. En cuanto a nosotros… —les llegó un tintineo metálico. Aldana tomó aire—, preparad las armas.

Los hombres se apostaron detrás de la muralla, protegidos por las rocas y con el arco dispuesto. Durante unos minutos, nada sucedió. Aldana escuchaba el canto de la curuxa, y quiso creer que todo aquello había sido un exceso de celo y que nadie les deseaba ningún mal, o que quien regresaba era Magilo con las nuevas fuerzas. Pero entonces Docio, primo mayor del druida y el más imbécil de sus hombres, intervino:

—¿No creéis que os preocupáis por nada? —dijo, escéptico. Su tono de voz se podía oír hasta en Roma—. Yo no creo que los legio…

Aldana quiso matarlo, pero se le adelantaron. Con un susurro, una flecha cayó sobre su garganta y se la atravesó de parte a parte. Atónitos, los astures le observaron mientras boqueaba inútilmente, buscando asidero, hasta que se precipitó en medio de un charco de sangre. No fue el único.

—¡Aggg!

—¡Abieno!

Aldana ignoró el peligro para intentar acercarse al que había sido el mejor amigo de su padre, pero no hubo nada que hacer. A su alrededor, las flechas volaban. Con horror, Aldana contempló cómo caían Lubba y Albenes. Estaban diezmando a sus hombres.

—¡Vamos! ¡A las armas! —bramó. El cuerno comenzó a sonar.

Llovía fuego. Los romanos habían planeado asarlos vivos, y las techumbres de paja de sus chozas eran un blanco óptimo para sus flechas. Un olor característico, mezcla de brea y cenizas, impregnó pronto el ambiente. Aldana estaba furiosa, pero no pudo dejar de notar que aquello tenía una ventaja: el incendio había iluminado la noche; y ahora podía ver a sus enemigos. Rápidamente, se arrodilló y comenzó a cargar el arco.

—Tureno, Eburo, controlad a las familias —pidió—. Ayudadlas a apagar el fuego si es necesario. Borno…. trae más arqueros. Quiero estar en la muralla dirigiendo nuestra defensa. —Tensó la cuerda—. Y cuando esto termine, os prometo por los dioses que voy a adornar mi choza con el penacho de su centurión —masculló, antes de disparar. La flecha hizo un recorrido perfecto y se clavó en un soldado romano. Aldana esbozó una sonrisa.

El embate de sus enemigos había sido cruel, pero pronto pudieron sobreponerse al factor sorpresa. Aldana descubrió, con alivio, que todo lo que había revisado, pulido y hecho les resultaba útil. La muralla estaba perfecta, los hombres eran ágiles.

Observó a la tropa romana: de momento no podían pasar a la ofensiva, pero sí contenerles lo suficiente como para que el combate se convirtiera en un asedio. Y después, ya se vería. Dio un par de órdenes para que se protegiesen las entradas, porque si los romanos lograban atravesar las puertas, ni los dioses podrían salvarlos. Un número indeterminado de hombres se aprestó a colocarse allí; y fue tarea de su líder, junto con otros arqueros, procurar que los legionarios no llegaran a acercarse siquiera. Los cadáveres comenzaban a amontonarse en el foso.

—¡Disparad a los oficiales! —ordenó, protegiéndose con el escudo. Tres flechas impactaron contra él—. ¡Y ocupaos de las escalas, incendiadlas! Que ningún enemigo se acerque, no deben trepar por la muralla.

Aldana derribó a un optio, que cayó vociferando al suelo, y se acercó a Umarilo:

—Busca al portaestandarte —le dijo—, los romanos temen perder el águila; vamos a ver si conseguimos mantenerlos entretenidos con esa estupidez.

Umarilo volvió a cargar.

—No lo veo —dijo—, deben de haberlo derribado ya, son muy pocos. Lo estamos haciendo bien —añadió, satisfecho.

La joven recorrió el paisaje y comprobó que Umarilo tenía razón. Eran muy pocos, pero eso no significaba que su soldado estuviese en lo cierto. Un hálito de sospecha prendió en sus ojos, y se llevó la mano al idolillo que colgaba de su armadura.

—Que la Diosa me valga…

—¡Oh, por Marte! —Publio escondió su rabia a duras penas. Otro optio acababa de perder la vida bajo el foso. Miró a Marco—. Tenemos que atacar ya, o los astures van a dejarnos sin oficiales. ¡Inútiles! —bramó, insultando a sus propios hombres.

Marco asintió y dio las órdenes pertinentes. Podían ver el castro en la lejanía y sentir el olor del humo y el fuego.

—¡Vamos! —ordenó a los suyos—. Ha llegado la hora de luchar por Roma. ¡Que esas bestias vean lo que somos capaces de hacer defendiendo a nuestros compañeros! ¡Adelante!

Los hombres corrieron en formación hacia la muralla, guiados por sus centuriones. Marco tensó los músculos antes de lanzar el primer pilum. Casi podía sentir el miedo en los ojos de sus enemigos, paralizados por el horror.

Esta vez, la angustia estuvo a punto de doblegarla, pero la líder hizo un esfuerzo por mantenerla al margen. No podía dejarse dominar por el pánico, no debía. Los romanos lo tendrían demasiado fácil entonces.

—Era una trampa —murmuró—. ¡Era una trampa! Son muchos más. ¡Bilinos, pon más hombres en las puertas! ¡Asegúralas cueste lo que cueste! Y traednos más proyec…

Aldana soltó un leve quejido. Al principio fue solo como si la empujaran. Pero luego, cuando miró hacia su hombro, vio que una flecha acababa de enterrársele cerca de la clavícula.

—Aggg —musitó. Dolía.

—¡Aldana! —Uno de los hombres se dirigió hacia ella, que le ordenó detenerse. No quería que acabase igual que Abieno—. ¡No puedes luchar así! —exclamó, furioso—. ¡Te han dado!

—Ciertamente, no puedo seguir disparando —comentó ella, como quien habla de la lluvia. La pérdida de sangre la aturdía, y era consciente de ello—, pero puedo hacer otras cosas. Devuélveles el golpe tú —dijo, levantándose con dificultad—, me voy hacia las puertas. Voy a ayudar… ya sabes.

El soldado quiso oponerse, pero Aldana ya estaba bajando por la escalerilla. Se sentía idiotizada por el impacto, y solo rogaba aguantar lo suficiente como para cumplir su misión. Prefería morir allí, de todas formas. Los romanos nunca la tendrían.

—Elaeso, cuando llegue el momento… Los ancianos y los niños… Ya sabes —explicó, al llegar ante las puertas.

El soldado asintió. Los hombres y guerreros iban a perecer allí si eso se terciaba, pero para sus familias habían elaborado una posible salvación semanas antes. Aunque todo el mundo esperaba no tener que llegar a ello, porque significaría que no quedaba otra posibilidad.

De momento, la puerta aún resistía… pero los romanos estaban acabando de preparar el ariete.

Su compañero miró hacia la entrada.

—Es mejor que vayas ya, aunque no hayan conseguido subir —dijo. El miedo se podía leer en sus ojos, y no por él mismo. Tenía pareja—. Ve y ponlos a salvo primero, por favor.

Aldana asintió, cansada:

—Lo haré, no te preocupes. Pero antes… ¿Nadie piensa darle un buen golpe a su centurión? Recordad que quiero su penacho —bramó a los centinelas, con un buen humor suicida.

Elaeso sonrió, triste.

—Apenas nos quedan ya flechas. Sin embargo… —dijo, y cogió una honda— tenemos otros recursos.

Marco se hallaba tan concentrado trepando por una de las escalas que apenas vio llegar el proyectil. Él era uno de los que más peligro corría: los adornos de su uniforme lo hacían inconfundible, y las bajas entre los centuriones siempre duplicaban a las de la tropa rasa, pese a lo cual se les pedía que inspirasen a los demás con su valor. Por eso, los oficiales solían morir realizando proezas, y ese hubiera sido su mismo destino si la casualidad no hubiese querido que se apartase. Pese a todo, no lo suficiente.

—¡Mierda! —maldijo. El golpe fue tan poderoso que le hizo caer.

—¡Centurión!

Un legionario se acercó a él, protegiéndolo con el escudo para evitar que los astures lo acribillasen.

—¿Es grave? —musitó, confuso, antes de mirarlo por sí mismo.

Lo era. El proyectil se le había hundido en la pierna, destrozándole la musculatura. No había tocado ningún órgano vital, pero se hallaba en un punto que ya había resultado herido días antes. El soldado le ayudó a incorporarse, con el escudo en alto, y lo llevó a la retaguardia, donde trabajaban los doctores de la legión. Marco enseguida fue atendido por un doctor de modales hoscos pero mano experta.

—¿Podré… podré luchar hoy? —se atrevió a decir.

—Tú sal ahí afuera y verás lo que te pasa —replicó, con gesto adusto—. Si quieres perder la pierna, entonces ve. Si no, calla y déjame trabajar.

Marco se dejó caer, con un gruñido de frustración. Dolía, pero eso no era todo. Él llevaba años preparándose y aprendiendo; y había tenido que colaborar con Publio para ver el fin de los astures y someterlos a todos de una buena vez. Hubiese querido destacarse en la lucha, pero en su lugar se hallaba postrado en el suelo, desangrándose, mientras rogaba a Esculapio que tuviese clemencia y no lo dejara inválido como a muchos de sus compañeros.

Un soldado se le acercó.

—Centurión —dijo—, le he comunicado al laticlavius este revés. Me ha encargado decirle que no se preocupe —repuso, para tranquilizarle—. Las defensas astures están a punto de ceder. Mire.

Marco hizo un esfuerzo por incorporarse. Los astures se estaban viendo desbordados por la legión. Algunos peleaban con saña, pero su victoria era imposible. El castro rebelde le recordó a Marco aquellas construcciones de arena hechas por los niños que acababan siendo engullidas por la marea. En el fondo, solo era cuestión de tiempo.

—He dado muerte a otro centinela —comentó el militar, satisfecho—. A los astures apenas les quedan proyectiles, estamos aniquilando a los guardianes. No queda mucho: debo volver. —Se cuadró, con respeto.

Marco hizo un asentimiento y lo observó marchar, deseando estar situado en un punto que le permitiese ver la batalla. Pero la espera fue corta. Poco después de que el legionario se despidiese, Marco empezó a escuchar unos salvajes alaridos de júbilo y maldiciones en lengua indígena. Los primeros empleaban el latín y habían conseguido saltar la muralla. El médico, que estaba junto a él otra vez, cosiéndole, sacudió la cabeza.

—Vae victis —repuso—. “¡Ay de los vencidos!”

Marco no dijo nada, pero en su interior pensó que tenía mucha razón. El infierno acababa de empezar para los rebeldes.

—¡Noooo!

Aldana escuchó este grito desde el otro extremo del pueblo, y supo que había pasado lo peor. La mayoría de los hombres habían muerto cuando ella se retiró con las familias; pero no esperaba que los romanos pudiesen superar sus defensas tan pronto.

Miró hacia las mujeres, que habían enmudecido, e intentó animarlas con una actitud tranquila que estaba lejos de sentir.

—Ya estáis casi fuera —dijo—: una vez que atraveséis los túneles viviréis sin preocupación. Los romanos no conocen el terreno y no podrán buscaros.

—Pero, ¿y tú? —preguntó un niño.

Aldana y el soldado lo miraron.

—Yo me quedo, Blecaeno. Los hombres necesitan alguna ayuda. Pero no te preocupes: los romanos son unos cobardes, quizás pueda volver.

El niño la observó, poco convencido, y Aldana se agachó a abrazarle para evitar que notase su tristeza. Quería que viviese bien, y no como un esclavo, por eso estaban haciendo esto.

—Hala, vete —le dijo, revolviéndole la cabellera—, y cuida de Deva, necesita un hermano mayor.

La madre la miró, con una leve sonrisa:

—Buena suerte, Aldana. Y Elaeso. Os estamos agradecidos.

—Buena suerte a vosotros. ¡Venga, huid!, no hay tiempo.

Las familias echaron a correr por la oscuridad de los túneles que conducían a un amplio valle, hasta que Aldana los perdió de vista. Aferró su espada. Había llegado el momento de volver a la lucha y morir como una guerrera. Pero entonces…

—¿Adónde vas, bonita?

—¡Cuidado, Aldana!

El latino solo llegó a rozarla, pero Elaeso no tuvo tanta suerte. Lo habían atravesado.

Aldana observó aquel desastre y su mirada se oscureció.

—Hijo de perra…

El militar se echó hacia atrás, alarmado. No sabía quién era aquella mujer, ni tampoco hubiese esperado que se le echase encima con un arma. Pero, cuando detuvo el golpe de la joven, se echó a reír. La chica podía ser valiente, pero le faltaba una cosa: fuerza. Y un brazo sano.

—¿Te ha acariciado una flecha, zorrita? —repuso, comenzando a divertirse—. Espera, que yo también sé hacerlo. Voy a probar otra vez.

Aldana sudó frío al recibir un nuevo impacto. La varilla de madera todavía sobresalía en su peto, y el militar la había visto. Sabía que podía jugar con ella hasta aburrirse, o hasta que su presa se desmayara. Aldana tiritó, débil, e intentó buscar una salida. En vano. Sus hombres estaban todos muertos o en el último estertor, y los otros latinos comenzaban a rodearla.

—Déjala ya, Caius. No es peligrosa.

Aldana los contempló a todos, con sus cotas, sus cascos y su rostro lampiño, tan ajenos a aquellas tierras del norte, y quiso morirse. No la iban a matar, tenían otros planes para ella; y si la herida no era lo suficientemente grave, tampoco los Dioses se la llevarían consigo. A la desesperada, se arrojó a por su faltriquera, donde guardaba las hojas de tejo que todos los astures conservaban por si alguna vez tenían que envenenarse, para evitar la tortura o la esclavitud.

—¡Quieta!

Aldana dejó caer la bolsa y empezó a sangrar: el romano había estado a punto de separarle la muñeca del brazo. A empellones, la arrojaron a tierra y comenzaron a golpearla con saña. Aldana sintió un último impacto, brutal, y luego el mundo empezó a oscurecerse.

Pero antes de irse aún pudo oír, muy lejos, el llanto de un niño que despedía a su compañera.

—Aldana… Aldana.

—Blecaeno… —dijo. Y la debilidad acabó por rendirla.

Pacto entre enemigos

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