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Capítulo 1

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Asturias, año 19 a.C.

El centurión Marco Ticio Aquila había visto muchas cosas, pero aquella ocupaba un lugar especial entre las profundidades del infierno. Esforzándose, avanzó un paso más, solo para comprobar cómo su cuerpo se hundía en el limo cenagoso del norte de Hispania. Una fina llovizna oscurecía el paisaje, y detrás de él, los hombres luchaban por seguirle el ritmo.

—¡Vamos! —clamó, en lo que podía interpretarse como una orden amable.

Los suyos habían sufrido mucho, y ahora su destino por fin estaba cerca. Ni él ni los demás esperaban, sin embargo, que el último trecho fuera sencillo. Su superior, Publio Fausto Galeo, les había ordenado que acudieran a recoger las muestras de pleitesía de la población derrotada, y a Marco no le había quedado más remedio que obedecer. La misión no era de su agrado. Los astures eran un pueblo salvaje e indómito, con tendencia a sublevarse cada cierto tiempo. Marco hubiera preferido estar bajo las órdenes de su antiguo oficial, pero este había muerto hacía meses y él había recibido el mandato de dirigirse hacia el norte, más allá de las montañas, y ayudar al nuevo tribuno a hacerse con las tropas. No le resultaba fácil. Publio era un joven ambicioso, más atento a la política que a las necesidades de la guerra. Marco había llevado a cabo misiones diplomáticas en el sur, con otros oficiales, pero aun así, Publio continuaba ignorando cualquier ayuda que pudieran prestarle. Después de subyugar a los mandos intermedios, su comportamiento se había vuelto irascible y difícil. Cuando le sugirieron que la obediencia indígena podía esconder segundas intenciones, acabó montando en cólera:

—Id, pues —dijo—, y traedme los impuestos de aquellas tribus que antes creyeron poder enfrentarse a nosotros. Sus supervivientes ni siquiera tienen fuerzas para vitorearnos, pero lo hacen por temor al ejército. Tal vez eso os devuelva la confianza en la ley de Augusto.

Así que Marco había marchado al encuentro de los astures, los que hacía no mucho le habían hecho temer por su vida. Las guerras astur-cántabras habían resultado ser un episodio muy sangriento, gracias a Carisio, Agripa y a los mismos rebeldes, que untaban sus armas con veneno de tejo. Marco sabía que la paz no podía darse por garantizada, pero Publio había tenido razón esta vez. Los habitantes de aquel pequeño pueblo no tuvieron ánimos para resistir ante nadie, y las negociaciones fueron bastante fluidas. A Marco casi le dieron pena. Después de tantos años en el ejército, hubiera debido acostumbrarse a escenas muy duras, pero aun así le afectó ver a los niños famélicos. Ellos solo se llevaron lo que Publio les había pedido. Nunca le había gustado menos identificarse con el papel de soldado invasor.

—Mi centurión —le susurró el optio—, nuestros hombres están inquietos.

Marco miró hacia atrás. La columna estaba exhausta. No hubieran debido salir del campamento, y él lo sabía. El invierno había dejado un rastro de hambre y miseria, también entre la tropa de élite; y aunque ya lo habían dejado atrás, la nieve complicaba mucho la marcha. Un enfermo gimió a su lado y Marco lo acomodó en su hombro. Él era centurión, pero también amigo. Y a Julio Nepote, un viejo oficial, le debía la vida.

—Continuad —dijo—. No quiero rezagados: quien se encuentra con los astures, lo paga con la vida. Optio, vigílame a ese grupo —pidió—. Estamos a punto de cruzar una zona complicada, manteneos atentos.

El oficial asintió. La orografía nunca jugaba a su favor, pero aquel entorno era un caso aparte. Los peñascos reducían la visibilidad, y el viento y el frío no ayudaban. Un grave silencio se extendió entre la tropa, mientras combatían los elementos que los dioses astures habían querido enviarles. El aguanieve les aguijoneaba la piel.

—Ya casi estamos —dijo Marco.

Y así era. Durante un segundo, la niebla incluso pareció disiparse y dejar al descubierto una silueta sombría. El campamento aún quedaba a bastantes millas, pero el hecho de reconocer el relieve que lo rodeaba animó a sus hombres. Marco casi podía verse ante Publio, entregándole los alimentos que habían requisado y que durante todo el camino no habían hecho más que ser una constante rémora. Le pareció sentir el olor del fuego y de las viandas cocinándose en él. Sin embargo, no podía distraerse. Se esforzó por continuar, sin reducir la atención.

Una llamada cruzó el aire.

Marco se tensó. No fue el único. Julio y él se miraron.

—Centurión… —musitó el optio.

Marco lo mandó callar. Y en ese momento…

—¡Alzad vuestro escudo!

Algunos hombres obedecieron a destiempo, y aquello les costó la vida. Una lluvia de flechas segó sus gargantas. El mismo Marco tuvo dificultades para protegerse, con el herido sobre su hombro. La reacción, con todo, había sido buena. Marco bramó, reagrupando a sus hombres.

—¡Vamos, vamos! ¡Formad! ¡Si destrozan nuestra defensa, estamos perdidos!

Los hombres abandonaron la carga de Publio y la centuria se transformó en una armadura articulada, compuesta por decenas de escudos rojizos. Más flechas cayeron sobre la tropa, que resistió. Los astures estaban atacando, y su griterío enseguida se dejó sentir.

—Cabrones… —masculló Marco.

Los guerreros astures eran rápidos, salvajes e imprudentes. El centurión los observó surgir de entre la niebla, favorecidos por su buen conocimiento del terreno. Él había vivido ya situaciones semejantes, pero aquella era todo un desafío, puesto que la guerra se daba ya por terminada. Buscó a su líder. Parecía un chico joven, sentado sobre su montura. Notó un poderoso golpe y agachó la cabeza. El impacto fue tan potente que le destrozó la insignia roja del casco. Julio Nepote cayó al suelo, muerto.

Dominando la rabia, analizó todas sus posibilidades. La resistencia por sí sola no garantizaba el éxito, ni siquiera la supervivencia. Con el terreno a su favor, descansados y protegidos por sus dioses, los astures suponían un serio problema. Era factible que hubiesen pactado con la otra tribu, y que ahora quisieran vengarse de unos recaudadores a los que encontraban agotados y lejos de cualquier refuerzo. No cabía esperar que nadie acudiese en su ayuda, al menos, no cuando más lo necesitaban. Marco tenía pues la responsabilidad de proteger a sus hombres.

—¡Por Cernunnus!

—¡Tiranos de mierda! ¡Acabad con ellos!

Aquellos insultos, pronunciados en la lengua bárbara, le produjeron un extraño sosiego. Sus oponentes eran una tropa extranjera, y él organizó a los suyos para que cerrasen aún más las filas, eliminando cualquier hueco por donde pudiese penetrar un astur. El efecto fue inmediato. Los indígenas se estrellaban contra los escudos, furiosos al ver que no habían logrado romper la defensa. Ahora, el combate sería más largo y difícil. Haciendo un supremo esfuerzo, los romanos consiguieron abrirse camino, empujando aquella ola humana.

Los astures parecieron vacilar, pero solo por un instante. Marco evitó un doloroso corte en la pantorrilla, aunque otros no tuvieron tanta suerte. Cualquier roce con aquellos filos era mortal a la fuerza, debido al veneno; por lo que el combate se volvió mucho más peligroso. Más militares cayeron, mientras los otros luchaban por cubrir su espacio. Marco miró al frente, ceñudo. Aunque hubieran podido sobreponerse, no durarían mucho si los astures continuaban diezmándolos de aquella forma. Tenía que acabar como fuese con la emboscada. Volvió a fijarse en su líder, aquel jinete imberbe y arrogante. Tuvo una idea.

—¡Cuidado!

Un legionario se derrumbó encima de otro, y los bárbaros empujaron con toda su fuerza. La fila titubeó. Los salvajes soltaron un grito de júbilo: la formación acababa de romperse. Sin embargo, el rostro de Marco permaneció serio. En cierto modo, aquel inconveniente lo beneficiaba. Vio al jinete avanzar hacia ellos, a gritos, y en el último segundo tomó una lanza del suelo. Aquella era su oportunidad.

El pilum cruzó el campo, veloz, y fue a clavarse en la ijada del animal. Incapaz de dominarlo, el joven cayó a tierra, y con la confusión ninguno de sus hombres corrió a ayudarle. Estaba tan próximo… Marco apretó los dientes.

El choque fue intenso, rudo y salvaje. Ambos se enfrentaron con saña, rodeados de una muchedumbre que apenas supieron ver. En la lucha solo existía el siguiente objetivo, y Marco tanteó al astur, con una estocada. Quería alcanzar sus órganos, pero el chico era ágil, aunque no muy fuerte. Un golpe más bastó para comprender que no resistiría mucho tiempo. Se empleó a fondo.

Ni toda la técnica del mundo podría suplir aquella falta de fuerza. El joven parecía saberlo, pero eso solo le sirvió para que pelease con más empuje. Marco tuvo que protegerse varias veces, evitando el arma de su enemigo. Este intentó herirle, y Marco esbozó una leve sonrisa:

—¡Solo las niñas cortan en vez de clavar!

El astur apretó los dientes, furioso. Marco apenas podía verle el gesto, pero se lo imaginaba. Cuando intentó ir a por él, levantó el escudo y le dio un potente golpe. El joven se tambaleó. El borde de hierro le había herido en el rostro, y ahora sangraba a raudales. Marco lo utilizó de nuevo. Aturdido, su oponente trastabilló hacia atrás y cayó a tierra.

Marco se lanzó a por él. Quería matarlo antes de que se levantase, pero el peligro alentó el espíritu de supervivencia del astur. Cuando iba a darle con el gladio, respondió al ataque, enganchando su propio filo bajo el escudo, de tal manera que consiguió alzarlo un poco. Le lanzó una patada. Marco se desequilibró.

—¡Maldita sea!

Cayeron uno encima del otro. Marco intentó quitarle el arma, pero el astur continuaba debatiéndose como una bestia. Se enzarzaron en un sucio combate, a puñetazos y mordiscos, y solo gracias a sus músculos consiguió desarmarlo y poner su gladio bajo la carótida. Aquel animal le había hecho sangrar, pero por fin lo tenía.

—¿Tienes miedo, bárbaro? —preguntó—. ¡Déjame verte!

El astur intentó resistirse. Marco fue inflexible. Con un potente empujón, lo agarró del casco y consiguió retirar su última defensa. La cabeza de su enemigo estalló en llamas.

Pelo y más pelo, liso y de un llamativo color rojo, asomaba por debajo del metal. Atónito, Marco se percató de que estaba apoyado sobre una especie de «blandura», y no sobre unos pectorales fuertes de varón. Jadeó, incrédulo.

Una mujer.

El enemigo de los romanos, líder de los astures y su pesadilla en aquel momento era una mujer.

Marco tardó apenas un minuto en sobreponerse, pero fue bastante. Como una pantera, la astur se arrastró por debajo y agarró la espada.

—¡No!

Un dolor ardiente le hizo callar. La muy víbora le había herido en el rostro. Cegado por la sangre, Marco quiso defenderse, pero la astur le golpeó de nuevo y el centurión cayó a tierra. La patada en la mandíbula había sido brutal. Parpadeó, confuso. La astur le había quitado el gladio. Ahora, el indefenso era él.

El tiempo pareció detenerse. Marco observó la punta de la espada, que tantas veces le había servido bien, y que ahora iba a terminar con su vida. Solo se oían las respiraciones de los dos enemigos, y durante unos segundos, así continuó. Fue él quien quebró el silencio.

—¿Qué más esperas, astur? —dijo—. No voy a suplicarte. Mátame.

La joven levantó la espada, y en el último momento Marco cerró los ojos. Pero no sintió el golpe. En su lugar, oyó un grito de cólera y un impacto contra el suelo.

Sin saber muy bien si estaba muerto o vivo, el centurión separó los párpados. Aún tenía la cabeza sobre los hombros, y su fiel gladio reposaba ante él, clavado en la tierra. La astur le había perdonado la vida.

Estupefacto, Marco la miró. Su gesto reflejaba un profundo odio, pero no hizo amago de cambiar de idea. En su lugar, dejó que el romano se incorporase y le dio un nuevo golpe.

—¡Desaparece! —bramó, utilizando su idioma.

La lucha daba sus últimos coletazos. Sin añadir nada más, la astur reunió a sus hombres y se evaporó con ellos en la niebla.

Marco se quedó solo, impactado aún por lo que acababa de ocurrir.

Perdonarle la vida al romano trajo a Aldana de cabeza durante las horas siguientes. No solo no había sido capaz de llevar el combate tan bien como había supuesto, sino que no había tenido el valor de acabar con una de sus alimañas. Así pues, los hombres tuvieron que aguantar una actitud taciturna y silenciosa durante el resto del trayecto, y Aldana fue sintiéndose cada vez más molesta conforme avanzaba el camino. Sus compañeros no hubieran dudado, y ello la hacía una mala líder, indigna de suceder a su padre. La única explicación que encontraba (y que en el fondo, sabía correcta), era que matar defendiéndose resultaba distinto a acabar con la vida de un hombre desarmado, mediante una ejecución; pero eso no la satisfacía. Las categorizaciones morales sobraban en una guerra en la que llevaban las de perder.

Pese a todo, pudo calmarse al divisar los tejadillos de las chozas, sobresaliendo de la escondida hondonada en la que se habían refugiado. Adoraba a su pueblo: a los ancianos, que le habían contado historias de pequeña, acunándola; a los niños, alegres en medio de la guerra y que eran la última esperanza de una tribu oprimida por el águila de Roma; incluso a sus animales, tranquilos y circunspectos como si ellos también formasen parte del primer grupo. Aldana había jurado proteger todo aquello, y moriría antes de dejarse capturar. Sonriendo, abrió los brazos cuando Deva salió de entre la multitud.

—¡Aldana! —gritó la niña, contenta—. ¿Los has machacado? Mamá dice que sí.

—He podido con ellos, Deva —le dijo.

El rostro del romano pasó fugaz por su mente, pero luchó por alejarlo. No era fácil, porque sus golpes aún le resquemaban. Posó a Deva en el suelo y se ocupó de los adultos. Estos no mostraban la misma expresión alegre de la chiquilla. En el pueblo se habían quedado algunas mujeres, que ahora se acercaban entre trémulas y esperanzadas, para ver si sus maridos habían sobrevivido. A Aldana le angustiaban mucho aquellos momentos, pero esta vez no tenía qué temer. Su posición en la lucha había sido tan buena que solo habían tenido algunos lesionados, y no de gravedad. Los romanos no podían presumir de lo mismo: la mayoría de sus hombres untaban las armas con tejo, de manera que cualquier corte resultaba mortal a la fuerza. La propia Aldana se había quedado sin él al compartirlo, lo cual venía a confirmar que le había perdonado la vida a aquel soldado, literalmente. La certeza no la hizo sentir mejor. Pero una figura salió de entre la multitud, y a la guerrera se le olvidaron todas sus cuitas.

—¡Magilo! —exclamó feliz.

El hombre y ella se abrazaron y Aldana notó que por fin estaba en casa. Magilo era su prometido, un varón de actitud recta y amable que siempre le daba consejos. La relación rompía muchas tabúes, porque Magilo llevaba sobre sus espaldas el peso de la espiritualidad astur, al ser familia de un importante druida galo. Pronto lo sería él también, aunque en Hispania aquellas figuras no tuvieran tanto peso. No obstante, en tiempos difíciles, todos apreciaban que alguien tuviese buena mano con los dioses; y nadie se metía con ella por su elección, pese a la costumbre. Magilo le acarició el rostro con suavidad:

—Tienes sangre —le dijo.

—No toda es mía —aclaró ella.

De hecho, la mayor parte pertenecía al romano. Magilo frunció el ceño, pero no dijo nada.

—¿Has hecho lo que te pedí?

Aldana deseó poder ignorar la pregunta, pero no le parecía correcto engañar de esta forma a su prometido. Suspiró, cansada:

—No —dijo—. Y ya sabes por qué. No es algo que me parezca noble.

Magilo guardó silencio, y su mirada se volvió fría. Dejó de acariciarla. Aldana notó el cambio de actitud, sin culparle.

—Entiendo que ese clan no te guste, porque sus gentes en otro tiempo nos rechazaron. Pero no podemos tratar a todo el mundo como a los traidores, Magilo. No es fácil oponerse a Roma. La gente tiene miedo. Hoy, ellos han enriquecido a la legión, es verdad, pero también nos prestaron ayuda cuando quisimos saber dónde estaban esas fuerzas. No me parece correcto presionarlos para que tomen las armas, cuando ya han perdido tanto. Nuestro objetivo es otro. Roma es poderosa. Si la debilito destrozando su intendencia, puede que considere molesto mantener el control en las montañas, y descienda al valle. Solo así conseguiremos vencer.

“Y que nos dejen en paz”, pensó, aunque esto no lo dijo. El druida hubiese deseado que sometiera a todas las tribus disidentes, pero era una quimera absurda. Años de guerra les habían enseñado que los romanos no cejaban fácilmente, y contra ellos debían emplear todo su vigor. Aún mantenía la esperanza de que, si los consideraban salvajes incorregibles y a su zona carente de interés, se establecieran en otros sitios y los abandonasen a su “barbarie”. No se atrevía a esperar más: el resto del norte estaba perdido. Frunció el ceño, pensando en su padre, que siempre había soñado con una tierra libre. Nunca podría verlo.

—Les habrás producido grandes daños, al menos.

La voz de Magilo sacó a Aldana de sus pensamientos.

—¿Eh…? ¿Qué?

Magilo apretó los dientes y la joven se sintió como un niño pillado en falta. Por supuesto, eso resultaba ridículo: ella era una líder importante, una mujer fuerte. No debía ponerse nerviosa. Aun así, respiró aliviada cuando pudo contarle algo bueno.

—¡Oh, claro! Te refieres a nuestra escaramuza. Ha sido un éxito rotundo. Ya sabes que Abieno es un gran ojeador, los romanos no se lo esperaban. Han caído la mayoría, y hemos destrozado sus suministros. Cuando descubran que hemos atacado el campamento en su ausencia, tendrán aún más problemas. Apenas les quedan recursos —concluyó, segura de sí misma.

Magilo hizo una mueca, como si espantase a una molesta mosca:

—¿Y su centurión? ¿Ha caído también? —preguntó.

—Sí —afirmó Aldana, segura de sí misma—. El propio Albenes me dijo que había conseguido alcanzarle con una lanza. No volverá a molestarnos, y eso nos beneficia.

Algunos de los suboficiales habían sobrevivido, pero no era importante. Sobre todo, porque si se lo decía, tendría que contarle también su patética actuación frente a aquel romano, y no estaba segura de poder mantener la entereza frente a su mirada, llena de reproches. Había sido un día largo y la joven necesitaba algo de paz.

—Magilo —explicó—, sé que en algunas cosas no estamos de acuerdo, pero no quiero que pienses que cuando no sigo tus sugerencias, lo hago porque no las estimo o porque no te muestro confianza. Comprendo que son valiosas, pero a veces es necesario optar. Y el centurión era un rival notable: recuerda lo que nos contaron las tribus del sur.

Magilo no dijo nada, pero asintió con actitud hosca, aceptando el beso de Aldana. La joven le dirigió un gesto compasivo antes de desaparecer.

—Te quiero —dijo—, y comprendo tu dolor. Pero yo soy la líder ahora. Debo decidir lo que creo mejor para el pueblo, aunque me pese. Y resistiremos, ya lo verás.

Aldana le dio un último beso y después se alejó. Todo, desde las insignias hasta su espada, había pertenecido en realidad a su padre. También el hecho de estar al mando. Suspiró. Sí, ella era la líder ahora. Y por los dioses que haría honor a su nombre, aunque tuviese que perecer en el intento.

Pacto entre enemigos

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