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II

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Acababa de salir del aeropuerto de Málaga y ya aferraba un cigarrillo entre los labios. Para un fumador empedernido pasar dos horas sin fumar es casi una eternidad. Sin embargo, me demoré en encenderlo, pues tenía la sensación de sentirme observado, seguido. De todas formas, con toda esa gente, hubiera sido lo más normal. Intenté no pensar en ello y me relajé.

El cielo malagueño era límpido y hacía más calor que en Roma, quizás por la cercanía al mar, y como en todos los aeropuertos, una muchedumbre esperaba a sus seres queridos. Buscaba un taxi para dar una pequeña vuelta por la ciudad y comer en uno de los muchos restaurantes del lugar, pero parecía casi imposible encontrar uno libre o que, por lo menos, se parase cerca de mí. Tras esperar en vano durante más de cuarenta minutos, decidí coger un autobús para alcanzar finalmente mi destino.

Sorprendentemente, la estación de autobuses estaba casi desierta. Había solo un considerable grupo de latinoamericanos, todos en edad adulta, quizás en un viaje organizado, pues había un hombre más joven que parecía darles indicaciones, pero aquellos se comportaban como niños en una excursión y no le hacían ni caso. Les oí hablar durante unos minutos. Me alegré mucho de escuchar ese acento latino, me dio la impresión de que eran venezolanos o colombianos.

«¡ Muy buenos días, señores! ¡ Que tengan un bonito día! » les saludé, en voz alta, agitando la mano en al aire, así… sin pensarlo.

No sé qué me pasó por la cabeza, pero estaba tan feliz de estar ahí, que me vino de manera totalmente espontánea.

Habían pasado cuatro años desde que me fui. Estaba muy unido a esos lugares. Además aquellas personas me hicieron recordar también los días que pasé en Perú, así como todas las demás experiencias hermosas que viví antes de volver a Italia.

«¡ Buenas, muchacho! ¡Buenos días! ¡ Adiós, muchacho! ¡Anda con Dios! ¡Hola! ¡Adiós! » respondieron ellos, con la típica actitud alegre de los sudamericanos, para nada asombrados del saludo de un desconocido, tal y como hubiera sucedido si hubiese saludado a cualquier europeo sin conocerlos.

Eché un vistazo al tablero de las llegadas y salidas, para ver cuáles eran los horarios para Almuñécar, pero el primer autobús habría tardado hasta dos horas. Así que cogí mis maletas y me dirigí hacia la estación de trenes, en busca de una máquina de café o algo de picar mientras tanto. En la entrada de la estación había adornos, un tanto escuetos, y un gran árbol de Navidad; también en el aeropuerto de Fiumicino, en Roma, había adornos y un árbol mucho más grande que el que acababa de ver, pero ni siquiera me digné a mirarlos, quizás porque solo tenía ganas de irme de allí.

Cuando entré en la estación, me percaté de que necesitaba orinar, por lo que me dirigí hacia el baño. En el de los hombres no había nadie, por lo que aproveché para dejar las maletas cerca de un amplio lavabo alargado, y me cerré con llave en uno de los muchos cubículos. Enseguida entró una persona dando un portazo. Respiraba jadeante, como si hubiera corrido mucho e intensamente, y se le percibía una cierta agitación, sentía que resoplaba. La situación me pareció extraña, pero traté de mantenerme en mi sitio. Terminé lo que había empezado y tiré de la cisterna, con mucha calma. Cuando salí del baño noté que el hombre se había ido sin que me diese cuenta. Puede que el ruido de la bomba de desagüe hubiese cubierto el de sus pasos, pues no vi ninguno, y no oía ningún otro sonido que no fuese el de mi respiración y la goma de mis zapatos nuevos que chirriaban sobre el suelo liso. Eché un último vistazo alrededor y me lavé las manos mirándome al espejo; pero, cuando fui a coger mi maleta, incliné la cabeza y me di cuenta que la cremallera superior estaba medio abierta. Probé tanta rabia que estuve a punto de gritar.

Cuando aquel tío entró me había olvidado completamente de la maleta. Pero me calmé al instante, acordándome de que en su interior, por suerte, además de ropa y algún que otro cachivache sin importancia, no había metido nada de valor. Justo por ese motivo había decidido dejarla ahí, abandonada durante un minuto o dos. De hecho, a parte del dinero y de los documentos que llevaba conmigo en la chaqueta, no tenía nada más. Así que abrí la maleta para echar una ojeada. Parecía que todo estaba en orden, o casi, ya que daba la impresión de que aquella persona había hurgado aquí y allá en busca de algo, si bien no faltaba nada a primera vista.

Cuando salí del baño había cuatro o cinco hombres de rostros siniestros, si bien atractivos y bien vestidos, que miraban alrededor en modo sospechoso y se comunicaban por gestos con otros dos que se encontraban un poco más lejos, cerca de la entrada al baño de las mujeres. Me fui lentamente, no me preocupé mucho, y me fui a comer algo al bar cercano a la taquilla (intuí que esos tíos tenían algo en común con la persona que había entrado en el baño, era más que evidente, pero no me quise meter, no tenía ninguna intención de estropearme las vacaciones).

A las dos en punto el termómetro del autobús marcaba diecinueve grados, diez más que en Málaga, a pesar de que Almuñécar se encuentre a tan solo unos setenta kilómetros de distancia. Una vez fuera del autobús, mientras me disponía a coger mi equipaje del maletero, miré alrededor, intrigado, intentado reconocer alguno. Pero ni siquiera una cara conocida. Cogí la maleta y me dirigí hacia el centro de la ciudad.

Pasé por la plaza enfrente de la estación, que tenía en el centro una rotonda con grandes e hirsutas palmas tropicales que proyectaban una gran sombra sobre los coches que la rodeaban, y di una ojeada a derecha e izquierda buscando reconocer alguno en los bares que se encontraban alrededor. Pero no vi ninguno, solo alguna cara que me era vagamente familiar, había demasiada gente. Llegué hasta la Plaza del Ayuntamiento y también ahí estaba abarrotado, fuera y dentro de los locales, y pasé a saludar a Alejandro, el propietario del Mason, una brasería argentina próxima al ayuntamiento.

Charlé con él una media hora. Después sentí la necesidad de darme una ducha y, tras haber saludado a todos, me encaminé directo al hostal.

El Balcón

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