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I

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Como solía ocurrir en Foggia, sin previo aviso ninguno, el triste y aburrido otoño, que tanto caracterizaba los Subapeninos Daunos, había cedido el paso a un invierno gélido, el más frío de los últimos diez años. Una neblina húmeda y blanquecina giraba en torno a lo poco que había quedado de las estaciones cálidas, y la naturaleza suburbana, atrapada entre contaminación, asfalto y cemento, dormitaba como mecida por una melodía lánguida y silenciosa. Nubes negras y plateadas corrían perseguidas por el tenue resplandor del sol que, aun siendo ya pálido, velaba como un padre compasivo con esos pobres desgraciados que corrían en la búsqueda desesperada de un aparcamiento o quién sabe hacia dónde. El cielo dauno, ora terso, ora oscurecido, parecía aburrido de la repetición de aquella visión sepulcral.

Se presagiaba un día corto y sin particulares emociones.

Había iniciado hace dos meses a trabajar como ayudante de cocina en un pequeño restaurante situado en el centro de la ciudad, uno de esos mesones que normalmente pueden pasar desapercibidos a primera vista, a pesar de que se coma muy bien. En el exterior no había ningún letrero, solo una gran placa en la pared, encima de la entrada. Los platos del menú eran los de la tradición típica local, el ambiente familiar y acogedor y la clientela eran muy variopintos; a mediodía solían venir algunos profesionales como el notario Poli o el doctor De Martinis, un ginecólogo de aires distinguidos; durante la noche, sin embargo, acudían estudiantes o pandillas de chicos alrededor de los treinta, amantes de la buena cocina regional.

Era mi último día de trabajo y hacía demasiado frío para ir en bicicleta, por lo que me encaminé, a paso moderado.

Envuelto en un pesado abrigo de terciopelo, me dirigí hacia el túnel que se encontraba en el cruce entre la avenida Fortore y la calle Scillitani. El viento soplaba cortante y firme, obligándome a caminar de buena gana.

De arbolados llanos y jardines inmaculados ni siquiera la sombra. La calle Scillitani era deprimente y austera en la mitad de su tramo, si bien después de una pequeña galería sobre la cual se erigían las vías, destacaban los árboles de la Villa Municipal, cuyos muros rozaban toda la avenida.

Desde los zarcillos que, enredados vigorosamente, se revolvían sobre el muro gris y desgastado que flanqueaba la calle, proyectaban una oleada de grandes y rugosos pámpanos empapados de lluvia de los que caían pequeñas gotas plateadas que se descolgaban lentamente de las plantas y que, por un breve instante, antes de tocar el asfalto, asumían perfectas y sensuales formas en lanza. Un enorme y oblongo charco rodeaba toda la acera sobre la que caminaba y, girándome de vez en cuando, prestaba atención a los coches que, llegando de la galería a mis espaldas, se dirigían hacia el centro de la ciudad. No era extraño toparse con algún frustrado que, quién sabe por cuál inefable motivo, se precipitaba a todo gas haciendo brotar el agua de los charcos, embarrando así a todos los desdichados a los que, tras un aguacero, se les había ocurrido caminar por aquella maldita acera.

Despeinados, vestidos con trajes tristes y deteriorados, los ancianos se sentaban en los bancos que daban a la Villa Municipal, así como en los que se perfilaban a lo largo de toda la avenida de enfrente, la cual se encontraba rodeada de grandes tilos marchitos y mutilados, y largas filas de coches aparcados, incluso en doble y triple fila. Algunos, en soledad, permanecían mirando fijamente los transeúntes, aturdidos, durante horas y horas; otros, en grupo, conversaban de esto y aquello o, gruñendo en una lengua arcaica, jugaban a lanzar monedas al suelo, un pasatiempo muy antiguo cuyo nombre no recuerdo, si bien muy parecido al juego de las bochas.

Ya desde hacía algunos días las tiendas de la avenida habían cambiado las etiquetas de los precios y modificado la exposición de las mercancías, habían adornado a su vez los escaparates con adornos pomposos y en desuso. La Navidad estaba a las puertas. Algunos establecimientos estaban cerrados a causa de la crisis económica que había golpeado no solo a Italia, sino a todo el resto del sur de Europa. Había muchos vendedores ambulantes que animaban las calles del centro, ya que aquella mañana estaba el “mercado del Rosati”, uno de los más antiguos y frecuentados de la ciudad, y en el aire revoloteaban los gritos de los comerciantes que se disputaban la clientela a base de ocurrencias y lacónicas canciones de cuna, recitadas rigurosamente en dialecto.

Llegé al “Moro de Daunia” – este es el nombre del mesón donde trabajaba – con solo diez minutos de retraso.

Cuando abrí la puerta, el calor y el perfume intenso y sazonado del caldo de carne acariciaron de reojo mi olfato que, recobrando la razón al momento, no sabía ya donde meter la nariz por los efluvios de embutidos, quesos y otros manjares que inhalaba con entusiasmo. En el interior, el aire tenía un aroma antiguo, a causa del olor de la madera seca que ardía en la chimenea y de la cera lacada envejecida que tapizaba algunos muebles de época y que daban al restaurante un aire aristocrático pero sobrio, típico de las casas de campo antiguas pertenecientes a algún noble caído en desgracia.

Atravesé el umbral dando una ojeada furtiva en dirección a la sala y me sequé la suela de mis zapatos en el felpudo helado de la entrada.

«¡Hola! Perdonad el retraso, pero he venido andando. Hace un frío que pela... » deploré – si bien esbozando una sonrisa – y corrí hacia la cocina, a calentarme cerca del radiador.

«Buenos días, Andrea» me dijo Olga, la camarera, que estaba ayudando Alina – la mujer del propietario – a limpiar la sala.

Alina, sin embargo, no me había saludado todavía y me lanzaba miraditas que no prometían nada bueno.

«Andrea, por favor, no te quedes ahí plantado. Alfredo está a punto de llegar y todavía hay que cortar las cebollas. Además, tienes que preparar las berenjenas a la plancha. Venga, vamos» me instigó Alina.

«Sí, bwana » respondí, con una pizca de ironía. «Dame cinco minutos que me cambie.»

“Que coñazo” me dije, tenía las manos congeladas del frío y habría tardado uno o dos minutos solo en calentarme.

Mientras tanto, Alfredo, el propietario y cocinero del mesón, había ya vuelto del mercado.

Canoso, de ojos pequeños, acérrimo enemigo del ejercicio físico, tenía siempre el aspecto un poco desaliñado a causa de la barba descuidada y el cabello corto y rizado que parecía siempre grasiento; la pequeña y frágil montura de sus gafas desentonaba con su enorme anchura desgarbada y, además, tenía la mala costumbre de meterse el dedo en la nariz, algo por lo que la mujer le había llamado la atención en reiteradas ocasiones, pero con escasos resultados.

En las bolsas que llevaba consigo había fruta de temporada, pescado azul, barras de pan de trigo duro, marasciuolo [1] , rúcula, borraja, sprucida [2] y otras hierbas espontáneas que solo los terrazzani [3] conocen.

«¿Te gusta el pancotto ? » me preguntó Alfredo, mientras posaba las bolsas sobre la mesa. «Hoy hacemos pancotto y rollitos de berenjena rellenos de caciocavallo y albahaca.»

«Sí, sí. Además, con este frío, sienta bien...» le respondí, y un estruendo reverberó entre las paredes de mi estómago.

«Voy un momento enfrente a comprar tabaco. Dile a Olga que corte el pan. ¡Ah, espera!...dile solo una barra y que no haga las rebanadas demasiado gruesas como ayer. No, mejor…una y media, ¡venga!» me dijo Alfredo, y se fue.

Olga se acababa de cambiar. Estaba fumando en el canto de la puerta de la cocina que daba a la parte de atrás del restaurante, donde Alfredo había plantado algunas hierbas aromáticas y otras plantas como laurel, salvia y otras tantas que normalmente usaba para cocinar y adornar ciertos platos.

«Me ha dicho Alfredo que hay que cortar pan, si quieres te ayudo» le sugerí.

«Sí, ahora voy» me dijo Olga, mientras sus finos labios carnosos exhalaban una bocanada de humo que enseguida se esfumó en la niebla.

Contemplé su perfil envuelto por la luz del sol, que todavía ocultaban las nubes; su mirada fija en el vacío me daba la impresión de que ni siquiera ella sabía en qué estaba pensando.

«¿Te apetece salir?» le pregunté, y me acerqué a ella algunos pasos.

«¿Esta noche?» me preguntó ella, como si le hubiera pillado desprevenida, y se giró de golpe, haciendo ondear su cabello color cobrizo.

«Sí, claro. ¿Cuándo si no?»

«Puede ser. ¿Dónde me llevas?» me preguntó Olga, después de que los ángulos de sus labios se elevaran un poco hacia arriba, en una sonrisa pícara.

«No lo sé» le respondí, no habiendo programado nada. «De todas formas hoy es el último día que trabajo aquí, no me acuerdo si ya te lo había dicho. Puede ser que no nos volvamos a ver. O, al menos, no tan a menudo.»

«Quién sabe, eso podría ser una ventaja. Mi novio empieza a sospechar» me recordó, con cierto aire de frívolo desprecio.

«Los hombres sospechan siempre» observé.

«Y las mujeres son prudentes» rebatió ella, casi al momento.

«¿Tú lo eres?» le pregunté, asomándome hacia ella, y nuestros rostros casi se rozaron.

«Claro, me gusta estar tranquila» me dijo ella, casi entre dientes, pues mi mirada acariciaba su boca, como para recordarle lo sucedido la noche anterior.

«Entiendo. Pero la tranquilidad a la larga aburre» repliqué yo, con un tono que rozaba la fanfarronería, y me dirigí a la cocina.

A las tres de la tarde quedaba en sala tan solo el doctor De Martinis. Había apenas terminado de comer y permanecía sentado leyendo el periódico.

Alfredo me llamó. Sabía que había llegado el momento de cobrar.

«Andrea, escucha: cuando termines de ordenar todo, ven a la caja. Estoy allí, te espero.»

Aquellas cuatro palabras - “ven a la caja” – me surtieron un efecto extraño, como el que haría un alarma antiincendios a una chispa. Me vinieron ganas de coger lo que me correspondía y volver a casa corriendo, sin despedirme de ninguno. Comencé a tararear una rumba de Camarón de la Isla: “ Volando voy, volando vengo, vengo… ˮ.

Llevaba todo el día esperando ese momento. Faltaban solo pocos días para mi treinta cumpleaños.

Tras una decena de minutos llegué a la caja, como me había pedido. Estaba sentado en el taburete de detrás de la barra. Yo permanecí de pie. Él extrajo del bolsillo de su chaqueta un paquete de chicles de menta y me ofreció uno.

«Bueno, bueno. Entonces... habíamos estipulado treinta euros al día, ¿es así, no? me preguntó, como si no lo supiera ya.

Asentí con la cabeza y él empezó a contar los billetes: “Cien, doscientos…” (treinta euros son pocos, lo sé, pero el trabajo no era pesado y además, por aquel entonces, no era tan fácil encontrar algo).

«Aquí tienes ochocientos euros, más cien como extraordinario por tu esfuerzo. Lo has hecho bien» me dijo Alfredo, colocando un pequeño fajo sobre la barra.

Me dejó un tanto atónito, pues siempre le había considerado un poco tacaño, más bien bastante. Diría que era la persona más tacaña que jamás había conocido. Pero también es verdad que siempre cumplí con todos mis deberes con entusiasmo, sin considerar que una jornada laboral de ocho horas era pagada – normalmente – a cuarenta euros. Este era el mínimo. Si me hubiera pagado como debía, a pesar de aquellos “cien euros extra”, todavía quedaría algo. Pero no me apetecía crear polémica ninguna, era suficiente así.

Noté que en su rostro asomaba una sonrisa casi sarcástica, un gesto no demasiado disfrazado, típico de aquellos que hacen una buena acción y se complacen, idolatrándose a sí mismos en silencio por su benevolencia.

«Gracias, gracias, no tenías por qué hacerlo. En cualquier caso, me he sentido a gusto aquí, te lo agradezco. Nos veremos seguramente, Alfre’» le dije, dándole una palmadita en la espalda, y me fui a la otra parte a cambiarme.

No tenía ninguna intención de seguir más de lo debido con esa estúpida conversación sobre esto y aquello, solo tenía ganas de fumarme un cigarrillo y volver a casa para comprarme el billete online.

Sí, ya lo había decidido hacía tiempo.

Para ser más exactos, fue concretamente el mismo día que encontré trabajo en el restaurante. Justo aquel día comencé a hacer ciertos planes que me habrían llevado quién sabe dónde.

Así, fui corriendo a cambiarme y saludé a Alfredo.

El médico se encontraba aún sentado, dando sorbos a la copa de vino. Nos saludamos en silencio, tras un gesto con la cabeza. Alina y Olga habían salido sin darme cuenta y no sabía si habían salido solo un momento o si se habían ido a casa. Pero no me importaba mucho, tenía otras cosas en la cabeza, así que me fui.

Llegué a casa después de unos veinte minutos.

Ese silencio sepulcral, que reinaba desde las tres a las cinco de la tarde, era interrumpido únicamente por el estridente ladrido del perro de la vecina, un pequeño caniche blanco, del que todo el vecindario reprobaba, pues resonaba en todo el edificio cuando la dueña lo bajaba en el ascensor.

Encendí el ordenador y busqué en internet un vuelo para Andalucía. En poco más de media hora, encontré una buena oferta: Roma/Málaga, ida y vuelta, doscientos cuarenta y tres euros, impuestos y maletas incluidos. “Considerando que estamos en Navidad, diría que no es mucho. Además, tengo que comprarlo ya, no me importa el precio”, pensé, y me froté las manos de la emoción.

Faltaba poco. Solo unos días y estaría de viaje. Habría vuelto a ver a los viejos amigos y conocido a nuevos. Mi mente era un completo zumbido de voces que fantaseaban sobre los destinos a los que habría podido ir una vez llegado a España; sí, seguramente no me habría quedado en una misma ciudad. En el primer lugar de una larga lista estaba Tarifa, donde se había mudado mi amigo Ibi, después Portugal, Marruecos… y así, pensando, soñaba.

El Balcón

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