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EL EXTRAÑO

Habían pasado dos años desde su huida y, salvo las breves conversaciones con su padre y su hermano, Duna no había vuelto a hablar con ninguna otra persona.

A veces hablaba en voz alta con la selva: con los animales, con los árboles y las plantas, con el río, con la lluvia y con las nubes.

Incluso había llegado a hacerlo sola.

De repente, se sorprendía pensando en voz alta mientras planeaba algún acecho o mientras pescaba en cualquier río de los muchos que surcan el interior de la selva.

No le faltaba prácticamente nada. Recolectaba frutos, tenía carne en abundancia y era una experta pescadora.

Ocupaba el tiempo curtiendo finas pieles de antílope para hacerse la ropa, fabricando flechas y ensayando nuevas trampas, o explorando lugares desconocidos que ningún hombre de las aldeas había pisado jamás.

No pasaba demasiado tiempo en el mismo sitio. Asentarse era peligroso, no solo por los tigres y leopardos, sino también por los posibles encuentros con otros cazadores o recolectores que, inconscientemente, se adentraban en lo más inexplorado de la selva.

Ella estaba fuera de la ley.

Era una mujer.

Una cazadora furtiva.

Por ese motivo, construía pequeñas guaridas en lo alto de los árboles, que abandonaba poco tiempo después.

Así evitaba dejar rastros y se aseguraba de que si, por descuido, dejaba alguna señal de su paso, fuese imposible seguirle la pista.


Una noche, su fino olfato reconoció un olor poco habitual en el interior de la selva: el olor del fuego.

Pero no era el fuerte olor de un incendio o un gran fuego.

Era el sutil aroma de una pequeña fogata donde se asaba algo.

Un rastro casi imperceptible que se mezclaba con los cientos de olores de la selva.

Debía de venir de lejos.


Duna abandonó su guarida con la cautela de quien se juega la vida a cada paso.

Se deslizó con destreza por las lianas que se descolgaban del árbol hasta saltar al suelo. Giró dos veces sobre sí misma, con los ojos cerrados, tratando de averiguar de dónde provenía aquel tenue olor.

Dirigió sus pasos hacia el norte, al lugar donde el bosque trepa por las montañas y donde se extiende el reinado del oso.

Puede que el oso no sea tan voraz como el tigre, pero su aspecto tranquilo y bonachón es engañoso.

Encontrarse con uno dentro de su zona de caza puede ser tan peligroso como enfrentarse al felino más hambriento. En un ataque de furia, puede arrancarte un brazo de un solo zarpazo.

El tigre y el oso no suelen enfrentarse: los dos son demasiado poderosos y no se arriesgan en luchas sin sentido; por eso no suelen campear por los mismos territorios.


La noche era su protección.

Siempre lo era, como para cualquier cazador nocturno.

Duna se movía entre la espesura al igual que, años atrás, lo hacía entre las barcas, cuerdas y escalas de su casa: tan ágil como una pantera y tan silenciosa como una nube.

Sus ojos veían en la oscuridad casi como los de un gato, y su caminar era tan ligero como el de un ciervo.

Tres kilómetros más arriba, la selva se tornaba más agreste. Se detuvo prudentemente frente a un macizo de rocas escarpadas que sobresalía sobre las copas de los árboles.

Hasta allí le había guiado su olfato de cazadora.

Ahora, el olor a carne asada resultaba tan reconocible e intenso que era sorprendente que no hubiera atraído ya a toda una legión de fieras.

Arriba, a una considerable altura, en lo que parecía una grieta natural, se abría una pequeña cueva donde, en mitad de la oscuridad, se observaba el trémulo fulgor de una hoguera.

Ascendió los abruptos peñascos como si fuera hija de los monos de cabeza amarilla.

En lugar de hacerlo directamente por el camino más fácil y corto, dio un rodeo por un lateral donde la vegetación, que se empeñaba tenazmente en conquistarlo todo, le permitía pasar inadvertida.

Trepar hasta la cueva era bastante complicado.

De ahí, quizás, el atrevimiento de hacer fuego y asar comida.

Quienquiera que fuese, se sentía seguro.


Los arbustos espinosos cubrían la pared rocosa formando una punzante barrera vegetal.

Duna aprovechaba los breves huecos que encontraba e intentaba colarse entre ellos para no sufrir rasguños.

Cuando por fin pudo observar la entrada de la gruta, se dio cuenta de que tenía un profundo corte en el hombro izquierdo, que tapó improvisando un vendaje con un trozo de su vestimenta.

Ahora le escocía la herida. Los espinos salvajes tienen en sus púas sustancias abrasivas que hacen insufribles incluso los pequeños arañazos.

Pero aquello no le preocupaba: no era la primera vez que le pasaba algo así, ni mucho menos. Su preocupación estaba en acercarse un poco más a la grieta y ver quién era el extraño que se había instalado en aquel recóndito lugar, y si era un hombre de carne y hueso o un demonio de los que vagan por la selva robando el alma a los más débiles.

Súbitamente, detuvo su avance y se encogió como un gato. En la cornisa apareció una figura de aspecto amenazador que rugía como un oso de las cavernas.

Duna se estremeció. Por un momento, se sintió amedrentada y por su imaginación pasaron todas aquellas leyendas de dioses y diablos que contaban en la aldea y en las que ella nunca había creído.

No podía verlo bien, pero tenía aspecto humano: dos brazos, dos piernas y una extraña cabeza.

Tampoco era demasiado grande, sino más bien pequeño. Calculaba que podría ser de su misma altura.

Visto desde allí, en parte iluminado por el fuego y en parte arropado por las sombras, hasta el más escéptico lo hubiera tomado por una especie de demonio.

De repente, la figura señaló con un largo puñal hacia el lugar donde Duna se escondía y se dirigió a ella.

–¡Sé que estás ahí! –gritó amenazador–. ¡Puedo olerte! Puedo oler tu sangre, o la sangre que traes contigo. No sé si eres un hombre o un diablo, pero seas lo que seas, no te tengo miedo. Ven aquí y te abriré en dos, te arrancaré el corazón, si lo tienes, y escupiré en él; sacaré tus tripas y las esparciré por el despeñadero para que los tuyos, o los perros de tu manada, vean que no podrán conmigo. Eric nunca tuvo miedo a nada, y no lo tendrá mientras pueda pelear y matar. Porque Eric es el espíritu del tigre diablo. Porque Eric lo mató con sus propias manos.


«Me ha olido», pensó Duna. «Me ha olido a pesar de que no me ha visto. ¡Tiene un olfato sorprendente!».

«Y es un hombre. Porque todos los hombres, cazadores o no, tienen miedo de los diablos de la selva y los intentan espantar con esas ridículas y exageradas amenazas. Es lo que hacen siempre cuando están muertos de miedo».

Duna cambió de lugar. El corte en el hombro apenas le molestaba ya, e intentó situarse con el viento en contra para que aquel ser no pudiera olerla.

Durante unos instantes, perdió de vista al extraño y la cornisa de la cueva.

Cuando encontró una nueva posición, estaba tan cerca que podía ver claramente los restos del ave que se calcinaban en el fuego.

El hombre ya no estaba allí.

La entrada de la cueva estaba vacía de toda presencia, humana o diabólica.

Se dio cuenta de que estaba a punto de caer en una trampa, pero era demasiado tarde.

Su instinto le hizo girarse, mientras sacaba el cuchillo de su funda.

No pudo esquivar el ataque.

El impacto fue brutal. Salió despedida y notó que un hierro atravesaba su pierna derecha a la altura del muslo.

Cayó de espaldas sobre la plataforma rocosa y, con desesperadas cuchilladas, intentó hacer frente a aquella mole de pieles, brazos y armas que se había abalanzado sobre ella.

Cuando consiguió recuperar el equilibrio, se encontró de frente con el ser más extraño que podía haber imaginado.

Era menudo, pero robusto como un búfalo y de aspecto hostil. Iba envuelto en pieles y coronaba su cabeza con el cráneo y las fauces de un tigre, a modo de casco de guerra.

–¡Ah, no eres un demonio! ¡Sangras como un perro!

Eso dijo.

Fue el primero en hablar, y lo hizo con arrogancia.

Se mantenía a la defensiva. Amenazante, pero sin atreverse a lanzar el golpe mortal.

Duna se dio cuenta enseguida.

–Tú también –contestó la muchacha–. No veo la sangre, pero he notado que mi cuchillo atravesaba esas pieles que te protegen y se hundía en tu carne. Sé que te he herido en algún sitio y que tú tampoco eres un demonio.

Duna le mostró la hoja de su cuchillo, completamente ensangrentada.

El hombre dio medio paso atrás, reconociendo que el enemigo armado que tenía ante él era peligroso. Todo en su aspecto delataba la tensión del peligro: el cuerpo alerta en un gesto felino, la oscura mirada ausente de miedo, la mandíbula crispada en un gesto salvaje y los dientes apretados.

Dispuesto a atacar o a defenderse.

El llamado Eric también mostraba un aspecto peligroso: la calavera de tigre, las pieles de animales salvajes que le cubrían, la lanza que portaba, que del mismo modo estaba manchada por la sangre de Duna, y las armas que colgaban de su cintura le proporcionaban la apariencia de un temible guerrero.

Solo la sangre, que empezaba a gotear por su pierna y que formaba un pequeño charco a sus pies, revelaba que también estaba herido. Quizás gravemente herido.

Eric comenzó a sentir un fuerte dolor en un costado y el caliente borboteo de la sangre le hizo apretar su mano sobre la herida.

Lanzó una maldición mientras se le nublaba la vista. Notó que sus piernas perdían fuerza y que todo se oscurecía.

Antes de perder la conciencia, levantó la lanza, todavía ensangrentada, y la arrojó sobre su adversario.

–¡No voy a morir solo!

Blanco de tigre

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