Читать книгу Blanco de tigre - Andrés Guerrero - Страница 3

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La historia del tigre blanco ocurrió hace tanto tiempo que hoy ya nadie habla de ella, y quienes aún la recuerdan aseguran que fue tan solo una leyenda más entre tantas otras que se fraguaron en lo más recóndito de la selva.

Pero no lo es.

No lo fue.

El tiempo empaña la memoria, y aquellos hechos tan increíbles terminaron mezclándose con las viejas historias sobre tigres que, siempre en voz baja y al refugio de la lumbre, se contaban durante las largas noches en los hogares de las aldeas.

Sin embargo, yo la recuerdo perfectamente y, aunque no me creas, te puedo prometer que todo sucedió tal y como lo vas a leer.


Por entonces, yo era solo un niño.

El más pequeño de una larga estirpe de pescadores de ribera.

Mis padres eran pescadores, como lo fueron también mis abuelos y los abuelos de mis abuelos, y así hasta que ya nadie recuerda más.

Vivíamos en medio del río, como habían vivido todos nuestros antepasados: en casas levantadas sobre el agua, junto a las cuales amarrábamos nuestras barcas.

Habían sido construidas a una prudente distancia de la orilla y se unían a esta mediante pasarelas y puentes colgantes, a pocos kilómetros de donde se situaba la aldea a la que se suponía que, por derecho y proximidad, pertenecíamos.

Para lo bueno y para lo malo.

O así debía ser.

En la otra orilla comenzaba la selva; el lugar prohibido donde, por encima del resto de los animales de la creación, reinaba el tigre desde el comienzo del mundo.


No todos los hermanos fuimos pescadores.

Duna, mi hermana, no lo fue.

En realidad, ninguna de las mujeres de la aldea era nada.

Quiero decir que ninguna era pescadora, ni barbera, ni comerciante... ni cualquier otra cosa que se pareciera a un oficio.

Las mujeres solo se ocupaban de sus tareas: trabajar los sufridos huertos, recolectar frutos y plantas, cuidar del ganado doméstico... Y de todas aquellas cosas destinadas para ellas.

Salvo mi hermana Duna, que se convirtió en cazadora.

Y eso estaba prohibido por la ley.


En los pueblos, la tradición era la ley, y esta dejaba muy claro que una mujer nunca podría ser cazadora.

Ninguna lo había sido nunca, y así debía ser para siempre.

Por eso, mi hermana siempre fue, para los cazadores y para todos los habitantes de la zona, una furtiva.

Una cazadora furtiva.

Blanco de tigre

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