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LA CAZADORA

A pesar de lo resbaladizo de la pendiente embarrada y de la trama impenetrable que formaban las raíces de los oscuros árboles, la muchacha se deslizó entre ellas con engañosa facilidad. Sin provocar ningún ruido, con el mismo sigilo que una serpiente al acecho, alcanzó el refugio donde esperaría la llegada del tigre.

Se había embadurnado con el limo del río para disimular su olor, y sus cenicientas ropas y su faz oscura hacían de ella una sombra más entre las sombras de la selva.

Más abajo, en el claro que se abría al final de la pendiente, los restos desmenuzados de un jabato, dejados allí intencionadamente, desprendían ya un fuerte hedor a podredumbre.

Debía tener paciencia.

El tigre terminaría apareciendo.

Estaba en su zona de caza. Lo sabía por las distintas marcas que los felinos dejan en los árboles y en el suelo para marcar su territorio y evitar así que otros tigres intrusos invadan su espacio vital.

El calor y la humedad eran insoportables.

Los mosquitos se cebaban con las partes de su cuerpo que quedaban al descubierto. Solo el barro que cubría su piel hacía tolerable aquel castigo.

Las tiras de tela que, anudadas a modo de turbante, cubrían parcialmente su cabeza no lograban impedir que las gotas de humedad resbalasen por su rostro.

Sus ojos, oscuros como las piedras del río en que había nacido, se hundían más allá de la impenetrable barrera de cañas intentando atisbar el menor movimiento.

Permanecía quieta, completamente quieta.

Sus únicos movimientos eran el lento recorrido de su mirada por la selva y el parpadeo con el que intentaba librar sus ojos del permanente goteo del sudor.


Una sensación de peligro invadió la selva y puso en alerta todos sus sentidos de cazadora.

No se oyó nada; al contrario, el silencio se adueñó de todo: las aves callaron, los monos, que solían aullar descontrolados en las ramas más altas, se refugiaron en callado sigilo de aterrados supervivientes.

Incluso el aire se volvió insoportablemente denso.

Tal y como sucedía siempre que se aproximaba el momento decisivo, su instinto natural hizo que su corazón alejara el miedo de su cabeza y que se concentrara en lo que debía hacer.

Lentamente, con un suave ademán de pantera, colocó una flecha en posición y tensó el arco a media cuerda.

Sujetó otra segunda saeta entre sus dientes, por si no bastaba con la primera, y dejó el cuchillo fuera de la funda, al alcance de un pequeño gesto.

Con un tigre, todas las precauciones son pocas: si fallas, no tendrás la oportunidad de salir vivo.

Por eso, Duna acechaba a sus presas desde sitios escarpados donde, en caso de errar, a las fieras les resultaría difícil alcanzarla, y ella tendría, al menos, alguna posibilidad de salvar su piel.

Pero ni siquiera estas precauciones sirven de mucho frente a un tigre herido. Lo mejor es no anticiparse y esperar el momento preciso, de manera que el ataque sea irremisiblemente mortal.


Su adiestrada mirada de ojeadora descubrió al felino antes de que este saliera al claro.

Un imperceptible movimiento en el cañizo delató su presencia, si bien debía de llevar allí agazapado un tiempo considerable.

El animal miraba cauteloso los restos del jabato desde la espesura.

El hambre lo empujaba a abandonar la protección del ramaje, y su respiración agitada revelaba la ansiedad por calmarla; pero, antes de salir, debía asegurarse de que aquello no era una trampa.

No había rastro de olores extraños en el aire, solo el fuerte tufo de la carne putrefacta.

No se escuchaban ruidos.

Todo parecía normal.

Aun así, el tigre esperó pacientemente con el vientre pegado al suelo y sus extremidades recogidas y tensas como una ballesta. Dispuesto a saltar sobre cualquier posible enemigo.


Duna lo sabía.

Sabía que el tigre solo saldría a campo abierto cuando estuviera totalmente seguro de que no había ningún peligro.

Pero tardaba demasiado.

Lentamente, una poderosa cabeza rayada asomó entre las hierbas, y un rugido ronco y grave, como el ronroneo de un enorme gato, recorrió el claro durante un instante, dejando en el aire pegajoso un silencio letal.

Con unos breves pasos sigilosos, la fiera quedó al descubierto.

Las trazas de sol que atravesaban la selva y se estrellaban en el cuerpo de la fiera iluminaron su pelaje con un refulgente color anaranjado.

Era una hembra, una hermosa tigresa. Con las mamas abultadas.

«¡Maldita sea!», pensó la cazadora. «Una madre». Y templó un poco más el arco, apuntando al lugar donde hundiría la flecha: el cuello del felino.

La tigresa miró hacia atrás y, con un pequeño gruñido de llamada, hizo salir de la fronda al cachorro que la acompañaba.

Duna estuvo a punto de gritar en voz alta una blasfemia.

Pero se contuvo.

El menor ruido revelaría su presencia, y eso la situaría al otro lado; al fatídico lado en el que ella, la supuesta cazadora, se convertiría en una presa.


Por suerte, la tigresa actuó como solían hacer siempre los de su especie: se alejó de allí seguida de su retoño, llevando entre sus fauces el cadáver del jabato para devorarlo en la espesura, al abrigo de cualquier peligro para ella y su cría.

Duna nunca había matado a una madre acompañada de su cría.

Perpetuar la especie era un rito sagrado.

Matar a las hembras en periodo de crianza suponía matar también a los cachorros, pues no tendrían ninguna posibilidad de sobrevivir sin su madre, y esto acabaría con más tigres de los necesarios.

No todos los cazadores tenían estos escrúpulos: algunos, incluso, capturaban los pequeños tigres para venderlos después a implacables traficantes.

Para Duna, aquello no era ni natural ni bueno.

Quizás se debiera a su condición de mujer, a su ancestral instinto de madre.

Quizás.

Pero era una regla que se había impuesto y que nunca había quebrantado.


La muchacha se durmió allí mismo, en la improvisada guarida.

Dejaría pasar un tiempo prudencial antes de moverse.

Cualquier mínimo ruido revelaría su clandestina presencia a la tigresa en caso de que, por casualidad, esta estuviese cerca.

Así que, pese al calor y la frustración, se relajó. Intentó acomodarse y pensar en aquellas cosas que aún le aportaban felicidad en la soledad de su vida de cazadora.

El río y la amenaza del tigre eran los dos peligros que la habían acompañado durante su infancia.

La suya y la de todos sus hermanos.

Ahogarse en el río era un riesgo que eludían aprendiendo a nadar desde muy pequeños, pero el miedo al demonio rayado permanecía siempre incrustado en el ánimo de todos ellos.

Mientras existiera el tigre, su amenaza sería una cruenta realidad.

Ni siquiera evitar la selva era una garantía.

A menudo, los felinos atacaban en las tierras de labor o en los caminos que unían unas aldeas con otras. Y siempre existieron tigres asesinos, comedores de carne humana que, en la mitad de la noche, buscaban a los hombres incluso en sus propias chozas.

Pero el espíritu de Duna era tan fuerte que, siendo aún muy niña, desterró de su alma aquellos miedos atávicos que se transmitían de generación en generación.

Y así creció, nadando en el río y mirando la frondosidad de la selva sin temor.

El recuerdo de los juegos en el agua y del agradable olor de los baños jabonosos que le procuraba su madre le hacían ahora sonreír. Y el perfume de las telas, su maravilloso tacto y los vivos colores.

Los echaba tanto de menos… No solo a su madre, a toda su familia.

Cuando los recuerdos empezaron a hacerle daño, los alejó con un solo pensamiento: «¡Ya es hora!».

Y se incorporó estirando sus entumecidos músculos gatunos.

Abandonó la guarida trepando con inusitada destreza y, en silencio, se perdió entre las sombras de la selva.

Como una sombra más.

Blanco de tigre

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