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III

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La nueva de la llegada de Nicolás y su familia se había propalado por la aldea, y después de la misa acudió mucha gente a verlos. Acudieron, entre otros, Leonichevi, Matveivichi e Ilichevi, los tres a pedir noticias de sus parientes colocados en Moscú. Todos los muchachos instruidos se iban a Moscú de criados o de camareros, mientras que los de la otra orilla preferían ser panaderos. Hacía muchos años, en tiempos de la servidumbre, un tal Luka Ivanich, mujik de Jukov, convertido ya en personaje legendario, había llegado a sumiller en un «club» de Moscú. Y sólo admitía a su servicio conterráneos. Sus favorecidos, a su vez, hacían ir a sus parientes, a quienes colocaban en cafés y restaurantes.

Nicolás tenía nueve años cuando le enviaron a Moscú. Iván Makarich, de la familia Matveivichi, empleado a la sazón en el teatro Ermitage, lo tomó a su cargo. Y ahora, dirigiéndose a los Matveivichi, Nicolás decía despaciosamente:

—Iván Makarich es mi bienhechor, y le debo pedir a Dios por él a todas horas, pues gracias a él soy lo que soy.

—Padrecito —se lamentó una vieja de elevada estatura, la hermana de Iván Makarich—, no sabemos nada de él.

—Estaba de servicio en el teatro de Omón; pero he oído decir últimamente que tenía una colocación fuera de la ciudad... Ha envejecido mucho. Antes había veranos en que se sacaba hasta diez rublos diarios; pero ahora los negocios se han echado a perder, y además está tan cansado...

Las mujeres miraban los pies de Nicolás, calzados con botas de fieltro, y su cara pálida, y le decían plañideras:

¡No puedes ya trabajar, Nicolás Osipich! Decirte otra cosa sería engañarte...

Y todos acariciaban a Sacha. Aunque había cumplido diez años, era tan bajita y tan delgada que apenas representaba siete. Entre las otras niñas, curtidas por la intemperie, con los cabellos mal cortados, vestidas con blusones descoloridos, ella, rubia, de ojos grandes, negros y profundos, adornada la cabeza con una cinta roja, como una bestezuela cogida en el campo, era una figura un poco extraña.

—Sabe leer —dijo Olga, contemplándola con ternura. Léenos algo, hijita...

Buscó el Evangelio, se lo dio, y continuó rogándole:

—Léenos un poco y los buenos cristianos escucharán.

El libro era viejo, pesado; sus tapas, de piel, estaban sucias por los bordes, y olía a convento.

Sacha arqueó las cejas y empezó a leer, arrastrando las palabras:

—«El ángel del Señor se apareció a José, que dormía. Levántate —le dijo— y huye a Egipto con el Niño y su Santa Madre...»

—Con el Niño y su Santa Madre» —repitió Olga, emocionadísima.

«Huye a Egipto y permanece allí..., conforme te digo.»

El «conforme te digo» hizo subir de punto la emoción de Olga, que no pudo ya contenerse y prorrumpió en llanto. María, viéndola llorar, estalló en sollozos, y la hermana de Iván Makarich no tardó en imitarla. El viejo comenzó a toser y buscó una golosina para su nieta; pero como no la encontrase, expresó su contrariedad con un ademán desesperado.

Cuando terminó la lectura los vecinos se fueron, haciéndose lenguas de las buenas prendas de Olga y Sacha.

Con motivo de la fiesta toda la familia permaneció en casa. La vieja, a quien todos, su marido, sus nueras, sus nietas, llamaban la bruja, quería hacerlo todo por sí misma: ella encendía la chimenea, hervía el té en el samovar, hasta tomaba parte en las faenas del campo; y decía luego, lamentándose, que estaba rendida. Siempre la inquietaba la manía de que se comía demasiado y el temor de que el viejo y las nueras se quedaran sin trabajo. Ya se le antojaba que las ocas del mesonero asaltaban su huerta, y corría con un garrote, gritando hasta desgañitarse, por entre las coles, tan poco lucidas como ella; ya le parecía que el cuervo acechaba a sus pollos, y le perseguía, poniéndole de vuelta y media. Se pasaba el día gruñendo y gritando, y a veces sus voces eran tales, que la gente se detenía ante la casa.

A su pobre marido lo trataba muy mal; le llamaba a cada momento gandul y otras lindezas. Verdaderamente, él no era una alhaja, y, de no estar siempre ella pinchándole, no hubiera trabajado nada y se hubiera pasado la vida sentado en la chimenea diciendo chirigotas.

Durante largo rato le habló a su hijo de sus enemigos, se quejó de sus vecinos, que, según él, estaban siempre dándole disgustos. Su hijo le escuchaba aburrido.

—Sí —decía el viejo, con las manos en las caderas—. Sí, ocho días después de la Ascensión vendí el heno a treinta kopecs, según me proponía... Pues bien: cuando me iba, por la mañana temprano, con el heno, sin molestar a nadie, salía del mesón el baile Antip Sedelnikov. Al verme me dijo: «¿Adónde vas, hijo de perro?», y me pegó.

Kiriak tenía un dolor de cabeza terrible, a causa de la borrachera de la víspera, y se sentía avergonzado ante su hermano.

—¡Qué demonio de vodka! —balbuceaba, sacudiendo la doloridísima cabeza—. Perdonadme, hermanos, perdonadme, os lo suplico... ¡Qué vergüenza!

En celebración de la fiesta se compró en el mesón un arenque, con cuya cabeza se hizo una sopa. Púsose la familia a tomar el té al mediodía, y lo estuvo tomando hasta que comenzó a sudar, rebosante de té, todo el mundo. Luego, viejos, hijos, nueras, nietos, congregáronse alrededor de la cazuela de la sopa. La vieja, precavida, había guardado el arenque.

Al obscurecer, un alfarero encendió el horno en la colina. Abajo, en el prado, las muchachas, en corro, cantaban. Sonaba un acordeón. En la otra riera ardía también un horno y cantaban las muchachas, cuyos cantos embellecía y poetizaba la distancia. En el mesón, los campesinos vociferaban y se insultaban de tal modo, que Olga, estremeciéndose, decía al oírles:

—¡Dios mío!

La asombraban aquellas constantes injurias, sobre todo en boca de viejos, ya con un pie en la sepultura. Los niños y las muchachas las oían sin inmutarse, habituados a ellas desde la cuna.

A media noche habíanse apagado los hornos; pero en el prado y el mesón seguía la gente divirtiéndose. El viejo y Kiriak, ebrios, cogidos de las manos, haciendo eses, se acercaron a la porchada, donde dormían Olga y María.

—Déjala —intercedía el viejo—, déjala... Es una buena mujer... Eso es un pecado...

—¡Maaaría! —gritó Kiriak.

—Déjala... Eso es un pecado... Es muy buena...

Se detuvieron un momento junto a la porchada, y se fueron.

«¡Me gustan las flores, las flores del campo!

cantó con voz estridente el guardabosque.

¡Me gusta cogerlas por huertos y prados!»

Luego escupió, lanzó unos cuantos juramentos y entró en la casa.

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