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VII

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Llegó el «jefe». Se llamaba así al comisario de policía. Se sabía desde hacía una semana cuándo y por qué vendría. Aunque en Jukov sólo había cuarenta casas, los atrasos en la contribución fiscal y territorial pasaban de dos mil rubios. El comisario se apeó del coche en el mesón, tomó dos tazas de té y se fue, a pie, a casa del baile, ante la cual un compacto grupo de contribuyentes morosos esperaba ya. El baile Antip Sedelnikov, a pesar de su juventud —tenía poco más de treinta años— y de que era pobre y no pagaba regularmente los impuestos, se distinguía por su severidad y se ponía siempre de parte de las autoridades. El ser baile le divertía, y la conciencia de su autoridad, que, como queda dicho, él hacía sentir, no le disgustaba. Se le temía y obedecía en las asambleas; a veces, detenía a algún borracho en las proximidades del mesón, atábale codo con codo y le metía en la cárcel. Un día detuvo a la vieja por renegar en la asamblea, a la que había acudido en substitución de su marido, y la tuvo presa veinticuatro horas.

Aunque nunca había vivido en la ciudad y no leía libros, usaba en la conversación palabras extraordinarias, y la gente, sin entenderle siempre, tenía de él un alto concepto.

Cuando Osip entró en casa del baile, con su libreta, el comisario, anciano de largas patillas blancas, estaba sentado ante la mesa y escribía. La habitación estaba limpia; cubrían las paredes ilustraciones de periódicos, y en el sitio más visible, junto a los iconos, había un retrato del general Battenberg. A un lado de la mesa, en pie y cruzado de brazos, se hallaba Antip Sedelnikov.

—Debe, señoría —dijo al llegarle a Osip su turno—, ciento diecinueve rublos. Antes de Semana Santa pagó uno, y no ha vuelto a pagar ni un kopec.

El comisario miró a Osip y le preguntó:

—¿Cómo es eso, hermanito?

—Por el amor de Dios, señoría —contestó Osip, con tono patético—; déjeme su señoría explicarme. El señor Lutoretzky, el año pasado, me dijo: «Osip, vende tu heno..., véndelo.» ¿Por qué no? Convinimos el precio...

Empezó a quejarse del baile. A cada momento se volvía a los campesinos, como poniéndolos por testigos. Estaba colorado como un tomate y sudaba a mares. En su mirada penetrante había una expresión malévola.

—No comprendo para qué me cuentas todo eso —le interrumpió el comisario. Yo sólo te pregunto por qué no pagas los impuestos. No pagáis ninguno, y yo soy el responsable.

—¡No puedo pagar!

—Esas palabras —dijo el baile— no merecen un comento serio. Los Chikildieyev sufren, en efecto, no leves agobios económicos; pero dígnese su señoría preguntar, inquirir... Son alcohólicos, nada apacibles, carecen de inteligencia en absoluto.

El comisario, luego de escribir en sus papeles durante unos instantes, levantó la cabeza y, con la calma, con la suavidad de quien pide un vaso de agua, le dijo a Osip:

—¡Lárgate!

No tardó en marcharse. Y cuando se sentó, tosiendo, en su miserable cochecillo, se advertía no solo en su rostro, sino hasta en su angosta y larga espalda, que ya no se acordaba ni de Osip ni del baile ni de los impuestos de Jukov, y pensaba en cosas más íntimas.

Aún no se habría alejado un kilómetro, cuando Antip Sedelnikov salía de casa de los Chikildieyev con el samovar en la mano y perseguido por la vieja, que vociferaba:

—¡De ninguna manera! ¡Dámelo, maldito!

El baile iba casi corriendo, y la vieja marchaba en pos suyo, encorvada, jadeante, tropezando, a punto de morirse de ira.

La pañoleta se le había deslizado hacia atrás y llevaba al viento los cabellos blancos, de matices verdes. De pronto se detuvo, y, fuera de sí, dándose puñetazos en el pecho, gritó, con voz desfallecida:

—¡Cristianos que creéis en Dios! ¡Padrecitos! ¡Socorro! ¡Defendedme por misericordia! ¡No puedo más!

—¡Vamos, vieja —le dijo el baile con severidad—, un poquito más de cordura!

Embargado el samovar, la casa se tornó aún más triste. Había algo de humillante en aquel embargo. Diríase que, con el samovar, se habían llevado el honor de la casa. Si hubieran embargado la mesa, los bancos, los pucheros, no hubiera sido tan sensible el vacío. La vieja, gritaba; María, lloraba, y las niñas, al ver su llanto, lloraban también. El viejo, que se sentía culpable, se había sentado en un rincón, y callaba, cabizbajo y sombrío. Nicolás también callaba. La vieja le quería y le compadecía; pero en su furia loca, metiéndole los puños por los ojos, le puso de injurias y denuestos que no había por dónde cogerle. ¡Él tenía la culpa! ¿Por qué les había mandado siempre tan poco dinero, ganando, como les decía en sus cartas, cincuenta rublos al mes en el Hotel Eslavo?... ¿Por qué se había metido allí, con sus plepas y con su familia?... ¡Si se moría, ¿con qué dinero iba a enterrarle?...

Daba lástima ver al pobre hombre. Y no menos lástima daba ver a Olga y a Sacha.

El viejo se levantó, cogió la gorra y se dirigió a casa del baile. Era de noche ya. Antip Sedelnikov sellaba unos documentos, inflando los carrillos; olía a carbón encendido; los chiquillos, flacos, sucios, no más lucidos que los de Chikildieyev, se revolcaban por el suelo; la mujer, fea, pecosa, barriguda, hilaba seda. Era una familia miserable, enfermiza, en la que el único individuo de buen ver era Antip. Sobre el banco había cinco samovares en fila. El viejo se persignó, puestos los ojos en Battenberg, y dijo.

—¡Antip, por Dios, devuélveme el samovar! ¡Por los clavos de Cristo!

—Dame tres rublos y te lo devolveré.

—¿De dónde quieres que los saque?

Antip inflaba los carrillos. La lumbre silbaba y se reflejaba en los samovares. El viejo, estrujando la gorra, suplicó:

—¡Devuélvemelo!

El baile no parecía moreno, sino negro, y se diría que era un brujo. Se volvió hacia Osip y contestó severo y breve:

—Todo depende de la autoridad regional. En la asamblea administrativa puedes exponer tus quejas, ya por escrito, ya oralmente.

Osip no entendió nada; pero las solemnes palabras del baile le satisficieron, y tornó a su casa.

Diez días después el comisario fue de nuevo a la aldea. Estuvo una hora y se marchó. Hacía viento y frío; el río llevaba ya helado muchos días, pero no nevaba.

Un día de fiesta, los vecinos se reunieron un rato en casa de Osip.

Como era pecado trabajar, no se había encendido la luz, aunque ya había obscurecido. Los temas de la conversación no fueron muy regocijados. A unos campesinos atrasados en el pago de los impuestos se les había embargado las gallinas, y, depositados los pobres animales en la administración comunal, donde nadie se había cuidado de darles de comer, se habían muerto de hambre. También habían sido embargados unos carneros, uno de los cuales se había muerto al ser trasladado de un carro a otro. ¿Quién tenía la culpa de todo aquello?

—¡Las Diputaciones regionales! —dijo Osip—. ¿Es verdad o no?

—Es verdad, es verdad, no hay duda.

Se culpaba a las Diputaciones de todo: de los atrasos, de las malas cosechas... Y nadie sabía a ciencia cierta lo que eran las Diputaciones. Hasta que los campesinos ricos, dueños de fábricas, de almacenes o de mesones, no fueron elegidos miembros de esas asambleas, y dieron en la flor de hablar mal de los susodichos organismos, ningún aldeano los había oído nombrar.

Se lamentaron también los contertulios de que no nevase. Los montones de tierra helada imposibilitaban el transporte de las maderas.

Quince o veinte años atrás, las conversaciones en Jukov eran mucho más interesantes. Los viejos se diría que guardaban algún secreto, que acababan de enterarse de algo, que esperaban algún acontecimiento. Se hablaba de un decreto secreto del zar, del reparto de nuevas tierras, de tesoros, y se aludía a algunas cosas con medias palabras. Ahora no había secreto ni misterio alguno; la vida era clara como el agua, y apenas se podía hablar de otra cosa que de la miseria, la carestía de la harina, la falta de nieve...

Hubo un silencio. Y de nuevo se sacaron a colación las gallinas y los carneros, y se dijo.

—La culpa de todo...

—La culpa de todo —atajó Osip, sombrío— la tienen las Diputaciones.

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