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V

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El día de la Asunción, hacia las once de la noche, las muchachas y los mozos, que paseaban por el prado, empezaron a gritar y a correr en dirección a la aldea. Los que se hallaban en la falda de la montaña no se dieron cuenta en el primer momento de lo que sucedía.

—¡Fuego! ¡Fuego! —oyeron gritar desesperadamente— ¡Socorro!

Volvieron la cabeza, y un cuadro horrible, inenarrable, se ofreció a sus ojos. Sobre el tejado de paja de una de las últimas casas de la aldea se alzaba una columna de fuego de tres metros de altura, de la que se desprendían espesa humareda y multitud de chispas. El fuego no tardó en prender en todo el tejado. Oíase su siniestro crepitar.

Un resplandor trémulo y rojo, más intenso que la luz de la Luna, envolvía la aldea. Negras sombras se agitaban sobre el paisaje. Olía a incendio. Los campesinos, que corrían montaña arriba, sin aliento, mudos de espanto, se atropellaban, se caían, y, cegados por el deslumbrante resplandor, no se reconocían unos a otros. Era horrible ver a las palomas volar sobre el fuego, por en medio del humo, y oír cantar, tocar el acordeón, reír a los que aún no sabían nada.

—¡Es la casa del tío Semenovich! —gritó una voz ronca.

María, a la puerta de su casa, lloraba, se estrujaba las manos, castañeteaba los dientes, aunque el fuego era en el otro extremo de la aldea. Salieron las niñas, en camisa, y Nicolás, con las botas de fieltro. Ante la casa del teniente alcalde empezaron a golpear sonoramente una plancha de hierro.

Bum..., bum..., bum... El precipitado y tenaz martilleo encogía el corazón y daba escalofríos. Las viejas sacaban los iconos. Se hacía salir de los establos al ganado. Baúles, pieles, barriles, eran amontonados a las puertas de las casas. Un garañón negro, al que no se dejaba ir con los demás caballos porque los mordía y los coceaba, comenzó a dar botes al verse en libertad, y se lanzó luego al galope por toda la aldea, que recorrió unas cuantas veces, deteniéndose al cabo ante un carro, sobre el que descargó una lluvia de coces. Empezaron a tocar a fuego en la iglesia. En las inmediaciones de la casa incendiada, el calor era sofocante, y la claridad tal, que se veían, como si el Sol las alumbrase, las más menudas briznas de hierba. Sobre uno de los cofres que se había conseguido sacar estaba sentado Semenovich, un campesino rojo y narigudo, con la boina calada hasta las orejas. Su mujer gemía tendida en el suelo y casi sin conocimiento. Un viejo octogenario, exiguo y barbudo como un gnomo, vecino de una aldea próxima, se paseaba, destocado y con un envoltorio blanco en la mano. El fulgor del incendio brillaba en su cabeza calva. El baile Antip Sedelnikov, moreno, de cabellos negros —un verdadero cíngaro—, se acercó a la casa hacha en mano, y destrozó a hachazos, una tras otra, todas las ventanas, no se sabe con qué objeto. Después la emprendió con la escalinata.

—¡Agua, mujeres! —gritaba—. ¡Acercad la bomba! ¡Daos prisa!

Los campesinos, que momentos antes empinaban el codo en el mesón, arrastraban la bomba, borrachos perdidos, dando traspiés, haciendo eses y con las lágrimas en los ojos.

—¡Bribones, agua! —les gritaba el baile, no menos borracho que ellos— ¡Trabajad, pícaros!

Las mujeres y las muchachas corrían a la fuente, llenaban de agua jarros y cántaros, los vaciaban en la bomba y volaban por agua de nuevo. Olga, Marla, Sacha y Motka tomaron parte en la faena. Numerosos chiquillos trabajaban en el manejo de la bomba. El baile dirigía la manga, ya hacia la puerta, ya hacia las ventanas, y la obturaba en parte con la punta del dedo, lo que hacía más sibilante el chorro.

—¡Muy bien, Antip! —le animaban voces aprobatorias—. ¡Muy bien!

Y Antip entraba en el vestíbulo, sin temor al fuego, y gritaba:

—¡Agua, agua, cristianos; haced un esfuerzo! ¡Duro, duro!

Los campesinos, en compacto grupo y mano sobre mano, contemplaban el fuego. Nadie sabía por dónde comenzar, nadie sabía qué hacer... El incendio proyectaba su fulgor siniestro sobre los montones de heno y de trigo, sobre las porchadas, sobre los haces de hierba seca. Kiriak y el viejo Osip, su padre, hallábanse entre los campesinos, borrachos los dos. Y para excusar su pereza, el viejo decía, dirigiéndose a su mujer, sentada en el suelo:

—¡No hay por qué apurarse! Tenemos la casa asegurada.

Semenovich refería, encarándose ora con uno, ora con otro de los que le rodeaban, cómo había ocurrido el incendio.

—Ese viejecito del envoltorio, antiguo cocinero del general Jukov, que en paz descanse, llegó a casa esta tarde, y me dijo, como acostumbra: «Déjame pasar la noche»... Naturalmente, echamos un trago... Mi mujer se puso a encender el samovar, para ofrecerle al viejecito una taza de té, y tuvo la mala ocurrencia de hacerlo en el vestíbulo. El fuego subió por el tubo, llegó a la paja del techo... y ¿para qué seguir contando?... ¡Gracias a que hemos podido escapar!... El viejo no ha tenido tiempo ni de salvar su gorra. ¡Qué desgracia!

Seguían sonando los golpes en la plancha de hierro y las campanadas de la iglesia. Olga, envuelta en el rojo resplandor de las llamas, miraba, con horror, volar a las palomas por en medio del humo y temblar a los corderillos. Antojábasele que los sonidos del campaneo y del golpear en la plancha horadaban su alma a manera de agujas, que el fuego no iba a acabarse nunca, que Sacha se había perdido... Y cuando el techo de la casa se vino abajo con estrépito, pensó que iba a arder la aldea entera, y, sin ánimos ya para seguir llevando agua, se sentó a la orilla del río, junto a los dos cántaros... Las demás mujeres empezaron a llorar a gritos, como si se hubiera muerto alguien.

Mientras tanto, por el lado opuesto de la aldea llegaban dos carros con obreros y una nueva bomba. Precedíales, a caballo, un joven estudiante, con la cazadora blanca desabrochada. Empezaron todos al punto a trabajar. Cuatro obreros y el estudiante, que, con la faz enrojecida, lanzaba penetrantes e imperiosas voces de mando, como si fuera para él la extinción de un incendio una cosa muy fácil, subieron a la vez, hacha en mano, por una escala de que venían provistos. Y los campesinos asistieron a una concienzuda labor de derribo: fueron derribados el establo, la cerca...

—¡No dejéis derribar! —gritó alguien— ¡No dejéis derribar!

Kiriak se dirigió a la casa con aire decidido, como para impedir que se siguiese derribando; pero uno de los obreros le hizo girar sobre los talones y le dio un puñetazo. Oyéronse risas. El obrero le dio otro puñetazo a Kiriak, que perdió el equilibrio y se volvió, a gatas, a su sitio.

Dos bellas muchachas con sombrero, al parecer hermanas del estudiante, llegaron momentos después. Detuviéronse a cierta distancia de la casa incendiada. El estudiante dirigía la manga de la bomba hacia un montón de vigas no apagadas del todo aún.

—¡Georges! —le gritaron las dos muchachas, en tono de reproche—. ¡Georges!

El incendio había sido extinguido. Hasta aquel momento nadie se dio cuenta de que era ya de día ni de que las caras de todos parecían de enfermos, como sucede siempre al amanecer, cuando se apaga el brillo de las últimas estrellas. Camino de sus casas, los campesinos se reían, acordándose del cocinero del general Jukov y de su gorra quemada. Sentíanse inclinados a tomar a broma el incendio, y hasta se diría que, en su fuero interno, se dolían de que se hubiera acabado tan pronto.

—¡Bien ha trabajado usted, señor! —le dijo Olga al estudiante—. Debía usted ir a Moscú: allí casi todos los días tenemos incendios.

—¿Es usted de Moscú? —preguntó una de las muchachas.

—Sí, señorita. Mi marido, ha sido camarero del Hotel Eslavo. Esta niña es mi hija.

Y Olga señaló a Sacha, que tenía frío y se apretaba contra ella.

—También es de Moscú —añadió.

Las dos muchachas le dijeron al estudiante algunas palabras en francés, y el joven le tendió veinte kopecs a Sacha. El viejo Osip lo observó todo, y una dulce esperanza se pintó en su semblante.

—Gracias a Dios, no hacía viento, señoría. Si hubiera hecho viento, en un abrir y cerrar de ojos...

Tras una pausa, el viejo Osip, un poco confuso, añadió:

—Hace fresco... No vendría mal media botellita para entrar en calor...

No le dieron nada, y se fue, arrastrando los pies.

Olga se quedó a la orilla del río, y vio cómo pasaban al otro lado los carruajes.

Los señores siguieron a pie por el prado. El carruaje les esperaba al lado opuesto.

—¡Son tan amables y tan guapos! —le dijo Olga a su marido, cuando llegó a su casa—. ¡Las muchachas son dos querubines!

—¡Que revienten! —profirió Fekla, hecha una furia.

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