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EPICÚREOS, ESTOICOS, CÍNICOS

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La fuga hacia la ataraxia —«la tranquilidad y la total ausencia de deseos o temores», como define nuestro diccionario académico uno de esos términos cuyo trasplante lingüístico se ha producido sin variación— fue una necesidad sentida en el siglo VI a.C. que se sigue sintiendo también hoy, en el siglo XXI. Pero, aunque la meta de esta fuga sea la misma, entonces y ahora, las causas son distintas. En la Grecia clásica, la causa fue la desorientación existencial que produjo a sus ciudadanos la caída de Atenas. La ciudad dejaba de ser el centro del universo, el modelo de convivencia que tanto habían exaltado Platón y Aristóteles. La polis por antonomasia (no había que decir más: se decía la ciudad y esa ciudad solo podía ser Atenas) era la que determinaba la vida de los ciudadanos; era su razón de ser, su justificación, su programa. Al hombre se le concebía como un ser urbano, zoon politikón, porque la polis era el ambiente indispensable para sobrevivir. Solo en la polis podía el hombre llevar, según Aristóteles, una «vida mejor», porque solo en ella era posible conjugar la autarquía con la solidaridad. «El que no necesita la polis o no puede vivir en ella —escribe el filósofo— no es un hombre, sino una bestia (o un dios)».

Pero de pronto Atenas cae. En el año 404 a.C. la ciudad queda sumida en la más humillante derrota. Para los atenienses el mundo se derrumba. La polis —centro y eje del mundo— se convierte en una ciudad más de la península, luego en una partícula del reino de Macedonia, y después en una colonia romana. Cuando el emperador Justiniano manda cerrar las escuelas de filosofía en el año 529 se produce el segundo y definitivo derrumbamiento de Atenas.

La ciudad dejaba de dirigir la vida de los ciudadanos y se convertía en algo distante y extraño. Y los atenienses, desconcertados, se alejaron de la ciudad para encontrarse y explicarse a sí mismos.

Epicuro se refugió en el jardín. Puede que aquello fuera más huerta que jardín, pero el nombre que se usó para designarlo, kepos, significa literalmente jardín. En él vivió cuarenta años, como un testimonio visible de su voluntad de apartamiento del mundo. El jardín debía de ser grande, porque a Epicuro le costó ochenta minas (teniendo en cuenta que el sueldo de un magistrado era, al mes, de 45 dracmas, y que 100 dracmas equivalían a una mina, le costó el jardín lo que el sueldo de un magistrado a lo largo de quince años). Además estaba en las afueras, lo que disminuía su valor y hace pensar también que fuera especialmente grande. En el jardín fundó Epicuro su escuela y en el jardín hizo su vida diaria. A sus seguidores se les llamó los filósofos del jardín. Entre esos seguidores había también esclavos y prostitutas, porque el jardín no estaba cerrado para nadie. Un jardín que, lejos del bullicio de la ciudad, oculto y silencioso, era lo opuesto de la Academia platónica, situada en el ruidoso barrio de Academos. Para Platón, la ciudad era el medio natural del ser humano: todo lo contrario de lo que pensaba el solitario Epicuro y sus solitarios discípulos del jardín.

La doctrina de Epicuro no es una elucubración abstracta, sino algo muy concreto: es un recetario de autoayuda. «Los escritos de Epicuro son una propuesta de felicidad», ha escrito Emilio Lledó. Lo importante, para el filósofo griego, es vivir en paz, o, según su propia expresión, vivir «como un mar en calma». Lo opuesto de la vida pacífica es la vida social; por eso hay que huir de esos placeres que solo se disfrutan en sociedad: el poder, la fama, el prestigio, la riqueza.

Se suele asimilar el epicureísmo al hedonismo, y no es así. Porque los epicúreos no propugnaban tanto la búsqueda activa del placer como la evitación del sufrimiento. La propia palabra a-taraxía está formada con un prefijo negativo: en realidad significa ausencia de turbación, im-perturbabilidad. El mismo Epicuro puso de relieve en una de sus cartas este sentido negativo de su filosofía: «Cuando decimos que el placer es la única meta [en la vida], no nos referimos a los placeres de los disolutos y los crápulas [...], sino al hecho de no sentir dolor en el cuerpo ni turbación en el alma». Y la filosofía epicúrea no es hedonista por otra razón: porque afirmó que el exceso de bienes empobrecía la capacidad de reflexionar y de tener ideas nuevas. Epicuro se anticipa ya a los males de la sociedad de consumo.

Cuando murió Epicuro se supo que había dejado un testamento cuya primera cláusula decía escuetamente: «Que se conserve intacto el jardín».

Para los estoicos no hay más que un ideal en la vida, que es el dominio de uno mismo (enkráteia) y la consiguiente impasibilidad (apátheia). Y esas metas solo pueden lograrse alejándose del mundo. Lejos del mundo el hombre debe emprender la difícil tarea de labrar su personalidad. «Del mismo modo en que el material del carpintero es la madera, y el del escultor, el bronce, el objeto del arte de vivir es la propia vida», escribió Epicteto. Su Enquiridion dicta unas breves reglas para conducir la vida:

«Recuerda que eres el actor de un drama y desempeñas el papel que el Autor ha querido conferirte. Será un papel largo si te lo adjudicó así, y será corto si decidió darte un papel breve. Según lo haya decidido, actuarás de hombre pobre, de tullido, de príncipe o de artesano. Tú asegúrate de representar ese papel con naturalidad. Tu misión es desempeñar bien el papel que te han asignado; elegir ese papel es función de otro.

Haz que la muerte, el exilio, y todas las demás cosas que parecen terribles resulten cotidianas ante tus ojos. Pero especialmente no temas la muerte y así nunca tendrás un pensamiento innoble ni desearás algo con exageración.

No pidas que las cosas sucedan tal como lo deseas. Procura desearlas tal como suceden, y tu vida transcurrirá con tranquilidad».

Un estoico tardío, Séneca, fue el máximo defensor de la huida del mundo, entendida como trato con los hombres. En la carta décima dirigida a su amigo Lucilo le dice: «Huye de la multitud, huye de unos pocos, huye incluso de uno solo. En realidad, no encuentro con quién quisiera que mantuvieras trato. Pero fíjate el aprecio que te tengo, que me atrevo a decirte que te fíes de ti mismo. Crates, discípulo del mismo Estilbón al que mencioné en mi carta precedente, viendo a un adolescente que andaba algo apartado, según cuentan, le preguntó qué hacía solo. Conmigo hablo —dijo—. A lo que Crates le advirtió: Ten cuidado. Y te pido que escuches con atención: estás hablando con un hombre malo».

Tanto los epicúreos como los estoicos se inspiraron, en su huida del mundo, en la conducta de los cínicos. No hay otro capítulo de la Historia en que se desprecie tanto la sociedad y sus convencionalismos, y en que se huya de ellos con mayor energía. Se llamaron a sí mismos cínicos (kynikós, perruno) porque alardeaban de comportarse como animales en mitad de una sociedad de hombres. Hubo un primer cinismo en el que los filósofos, además de andar por el mundo en harapos, formularon una doctrina.

Antístenes, fundador de la escuela, dijo, según su biógrafo Diógenes Laercio, que «se debe convertir el alma en una fortaleza inexpugnable». Cada hombre es una torre que debe alzarse al margen de los demás. Otro Diógenes, el de Sinope, llevó al extremo la doctrina del fundador. De su vida solo ha quedado el relato de unas cuantas anécdotas —que vivía en un tonel, que le pidió a Alejandro Magno que se echara a un lado y no le quitara al sol, que tiró su escudilla por inútil al ver que un niño bebía con las manos, que apaciguaba sus impulsos masturbándose en público— y de su posteridad ha quedado una inmensa iconografía que le representa metido en un tonel.

Hubo un segundo cinismo, ya en la época romana, que se dedicó a criticar duramente a la sociedad —siempre desde la pretendida autoridad que le daba su vida menesterosa—. Uno de los emperadores más cultos del Imperio, Juliano, al que la Historia llamó más tarde el Apóstata, dirigió a los cínicos de su tiempo un mesurado discurso —Contra los perros incultos (362)—, en el que comparaba el respetable cinismo originario con este cinismo tardío que se había quedado en pelos largos, hatillo y asco a los convencionalismos sociales. Puede que tenga razón Marcuse cuando relaciona este cinismo tardío con los jóvenes franceses de mayo del 68.

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