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Nota preliminar TRES HUIDAS
ОглавлениеLa palabra huida, cuyo sentido parece a primera vista sencillo y claro, comprende en realidad tres conductas muy distintas.
La primera es la huida de un peligro actual o presente. Esta huida es un acto reflejo, es decir, una respuesta inconsciente a un estímulo externo. Es una conducta común a personas y animales. Quien se encuentra de pronto ante una amenaza visible huye, y el animal huye también.
La segunda es la huida de un peligro inminente o próximo. Esta segunda huida la comparten los seres humanos, limitadamente, con los animales sentientes (sentient beings), los capaces de sufrir y expresar angustia, porque estos animales tienen —aunque reducida— una cierta percepción del futuro, y pueden advertir la inminencia de un peligro.
En el caso de los hombres, esta huida puede ser individual o colectiva. Una persona puede percibir el riesgo de sufrir un daño y un territorio o un país entero puede temer las arbitrariedades de una tiranía, o la inminencia de un ciclón o de un bombardeo, o de la erupción de un volcán, o del desencadenamiento de la hambruna.
En esta huida, el fugitivo tiene muchos rostros: el del acosado, el perseguido, el refugiado, el exiliado, el evadido, el prófugo. En todas las épocas, pero especialmente en la nuestra, esta segunda huida se encarna en las masas que escapan de las persecuciones y las guerras hacia la sociedad del bienestar que caracteriza a Occidente. Van con la ilusión de integrarse en esa sociedad, pero en realidad se convierten en seres ilegales y por tanto clandestinos, en puros y simples simpapeles, como dice la Academia que debe llamárseles si se quiere hablar y escribir con propiedad (lo que es a la vez una desalmada metonimia). El filósofo italiano Giorgio Agamben ha rescatado una expresión del derecho romano arcaico y los ha llamado homo sacer. Paradójicamente, sacer significa sagrado. Cuando una cosa era declarada sacer quedaba destinada al sacrificio en el altar de los dioses. El juez romano declaraba sacer a una persona cuando era condenada por ciertos delitos, y entonces quedaba destinada también al sacrificio. Cualquiera podía matarla y no cometía homicidio.
El homo sacer de nuestro tiempo está a merced del poder —con la apariencia de una burocracia inescrutable—, que o los acepta o los deporta —deportación que en muchos casos equivale a la muerte—. Vive angustiosamente pendiente del giro de su puño: si el pulgar señala hacia arriba, se quedan; si el pulgar señala hacia abajo, los devuelven a sus ciudades en ruinas y a sus campos devastados.
Estos fugitivos tienen vida biológica, naturalmente, pero vida biográfica tienen la más mínima imaginable. Quizá algo más que los individuos encerrados tras los muros de los campos de concentración, que existían, desde luego, pero vida, propiamente, no puede decirse que tuvieran.
El fugitivo de esta segunda huida ha perdido tanto el pasado como el futuro. En el pasado tenía algunas cosas, por pocas que fueran, unos cuantos afectos y un idioma en el que se entendía. En el futuro vivirá en un mundo fantasmal, como las sombras de la caverna platónica. No entablará ningún vínculo firme y será incapaz de la más pequeña alteración del mundo en el que viva. Toda explotación será aceptada.
Resulta llamativo que el capitalismo pretenda, para sí mismo, la desterritorialización y la desregulación y, sin embargo, imponga a los fugitivos fronteras, alambradas y una regulación detallada y severa. Pero ya lo advirtió hace años Adela Cortina. En el fondo, el problema no es que sean fugitivos, porque a algunos sí se les levantan todas las barreras y todas las normas. Es que no son del mismo club. No aportan capital, sino miseria.
La tercera es la huida de un entorno hostil. A ella se refiere este libro. Es completamente distinta de las anteriores. Tanto, que la primera definición que recoge el diccionario —«alejarse deprisa, por miedo o por otro motivo, de personas, animales o cosas, para evitar un daño, disgusto o molestia»— vale para las dos primeras huidas, pero no para esta. Esta aparece definida después: «Apartarse de algo malo o perjudicial».
Para empezar, en esta segunda definición ha desaparecido la exigencia de que la huida se emprenda «deprisa». Esta tercera huida es fruto de la reflexión. El individuo la decide con libertad. Se encuentra incómodo en su entorno y opta alejarse de él para refugiarse en un lugar más propicio. Pero la mayor diferencia entre esta huida y las anteriores radica en que esta huida produce felicidad. En las otras huidas, el individuo encuentra, en el mejor de los casos, un precario cobijo. En esta, sin embargo, su vida se ensancha, su horizonte se abre y su corazón late con la palpitación de la alegría. Ha tenido el valor de huir, y es feliz.
Una última observación preliminar sobre la palabra huida: la latina fuga se ha desdoblado en dos de significado próximo, fuga y huida. Y así como la palabra fuga ha permanecido invariable, la palabra huida—procedente del verbo fugire— es resultado de una larga evolución, en la que la efe pasó a ser una hache (primero aspirada y luego no) y la letra ge, por estar situada entre vocales, desapareció, como en otros muchos casos (magister-maestro, legere-leer, regina-reina o frigidus-frío).
La palabra fuïda aparece ya en textos de principios del siglo XIII, pero adopta diversas variantes —ujda, foýda, fuýda— hasta que a finales del siglo XV aparece ya como huida en las Coplas de Vita Christi (Zamora 1482), de fray Íñigo de Mendoza. Así consta en el Nuevo Diccionario Histórico de la Academia Española. Pero eso no quiere decir que la palabra huida pasase a formar parte de la lengua viva.
Las palabras fuga y huida se han ido entrelazando en una curiosa evolución lexicográfica, que demuestra lo tardío que ha sido el uso generalizado de la palabra huida. El Vocabulario de Nebrija (1494) recoge pero no define huida, sino que remite a fuga. El Diccionario de vocablos castellanos de Alonso Sánchez de la Ballesta (1587) ni siquiera recoge huida, aunque sí huir, que define como «escaparse de algún peligro». El Tesoro de Covarrubias (1611) tampoco recoge la palabra huida. Lo mismo sucede en el Thesaurus de Baltasar Henríquez (1679).
El Diccionario de Autoridades (1732) vuelve a la remisión, ahora más explícita: «Huida. Lo mismo que fuga». Y fuga es «escaparse y librarse de algún riesgo». El diccionario de la Academia, en las siete ediciones que van de 1780 a 1822, vuelve a repetir: «Huida. Lo mismo que fuga». Las seis ediciones que se publican de 1832 a 1884 hacen una escueta remisión: «Huida. Fuga».
El gran cambio se produce en la edición de 1899, en que huida se define por primera vez: es la «acción de huir». Y huir se define en las dos acepciones antes transcritas: «apartarse con velocidad por miedo o por otro motivo...» y «apartarse de una cosa mala o perjudicial». Fuga deja entonces de ser sinónimo de huida, porque se le añade un matiz y la convierte en «huida apresurada». Estas definiciones, con mínimas variantes, se repiten en el diccionario académico en las nueve ediciones que van de 1914 a 1970. En la edición de 1984 se introduce un pequeño cambio: «apartarse con velocidad» se sustituye por «apartarse deprisa», cambio que se mantiene en las ediciones de 1989, 2001 y 2014. En todas estas ediciones, fuga sigue significando «huida apresurada».
Esta evolución refleja que no es hasta finales de siglo XIX cuando se produce el paso, en la lengua viva, de fuga a huida. Y huida empieza a tener un sentido más amplio: no es un apartamiento o escape que se emprenda necesariamente «con velocidad» o «deprisa», sino que puede emprenderse con calma, reflexivamente.
En otras lenguas romances no se ha producido ese desdoblamiento de las palabras latinas fuga-fugire que se ha producido en español en huida-huir y fuga-fugarse. En francés solo existe fuite-fuire; en italiano, fuga-fuggire; en portugués, fuga-fugir; en rumano, fugã-fugi; en catalán, fugida-fugir; en gallego, fuxida-fuxir, y en occitano o provenzal, fugido-fugi.