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LA FUGA SAECULI

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La huida del mundo en cumplimiento del mandato de perfección espiritual entraña una contradicción que ya advirtió Karl Rahner en Ascética y mística en la patrística (Aszese und Mystik in der Väterzeit, 1939), porque el mundo es creación divina. De manera que la fuga saeculi ha de entenderse como huida de la corrupción del mundo —obra de los hombres—, y no del mundo mismo. Por ello, la fuga saeculi no puede considerase un camino exclusivo para el cumplimiento del mandato divino, sino que debe reconocerse que a la vez existe otro camino que discurre dentro del mundo. Es necesario sin embargo esperar a san Agustín (siglo IV) para que se reconozca que la vida monacal pueda existir en mitad de la sociedad urbana, y sin necesidad de huir de ella.

Pero en los primeros tiempos solo se vio la antinomia cristianismo-mundo. Eso es lo que parecían expresar las palabras de Cristo «si quieres ser perfecto, vende cuanto tienes, dalo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo, y ven y sígueme» (Mateo 19,21). A la vista de ellas, los cristianos emprendieron la huida del mundo y se dirigieron a donde no había nada ni nadie: al desierto. Anacoretas masculinos y femeninos se dispersaron, a miles, por los yermos de Egipto, Siria y Palestina. La huida del mundo se reforzó cuando san Arsenio, anacoreta de Egipto, transmitió la revelación que había recibido, al preguntarle a Dios por el camino de perfección, y que consistía en un triple mandato: fuge, tace, quiesce —huye, guarda silencio, mantén la quietud—.

Los primeros anacoretas (del griego anachóresis, separación) llevaron vidas muy distintas: los ermitaños se construían cabañas en el desierto, ocupaban grutas naturales, o incluso se alojaban en tumbas de viejas necrópolis abandonadas; los giróvagos deambulaban por el campo y entraban de cuando en cuando en las aldeas; los reclusos se encerraban entre cuatro paredes sin ventanas, y solo el techo abierto; los dendritas se subían a vivir a los árboles; los adamitas vivían desnudos sin buscar refugio alguno; los sideróforos iban siempre cargados con cadenas; los acémetas procuraban mantenerse en vigilia permanente; y los estilitas —los más extravagantes dentro de tanta extravagancia— se encaramaban a lo alto de columnas. Casi todos eran analfabetos y, por tanto, faltos de la más elemental cultura, y de un fanatismo que pronto se condenó como herético, sobre todo por su sacralización del ayuno —toda comida la consideraban pecaminosa— y por su condena del matrimonio y la propiedad.

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