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WU, XU, ARUPAJHANAS, PRATIBHASIKA, SIGÊ, CHAKHMAH, DESASIMIENTO, QUIETUD: LA HUIDA HACIA LA NADA O EL VACÍO

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Hay ocasiones en que la fuga no es tanto del mundo o de la sociedad como de uno mismo. El dolor, en sus múltiples variantes, la preocupación y la angustia hacen que uno quiera huir de sí y entrar en el vacío más despersonalizado: en la nada. Uno quisiera, como en el poema de Rubén Darío, convertirse en piedra, «porque esa ya no siente»:

Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,

y más la piedra dura porque esa ya no siente,

pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,

ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

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La necesidad de liberarse de toda inquietud para alcanzar la serenidad (ataraxia), la ausencia de pasiones (apatheia), el dominio de uno mismo (enkrateia), la felicidad (eudaimonía) o la paz espiritual (animi concordia) recorre toda la filosofía grecolatina. Las religiones y filosofías orientales propugnan igualmente una elevación del espíritu que aleje del dolor que conlleva toda existencia. Pero hay una diferencia esencial: en estas últimas no se trata de alcanzar un estado anímico superior, sino de que la individualidad se diluya en la nada o en el vacío. La fuga no es tanto una liberación como un vaciamiento.

El taoísmo está centrado en la nada (wu), en el vacío (xu). «El Tao es vacío», dice un fragmento del Tao Te Ching (siglo VI a.C.), el libro sagrado del taoísmo, atribuido al mítico Lao Tsé. Tao es el camino, la senda espiritual, de manera que la meta del Tao es el vacío. «Hay que tomar como norma invariable acomodarnos a la Vacuidad», dice el libro sagrado. «Lleva tu mente al estado de quietud. Entonces tu mente habrá alcanzado el estado de Luminosa Vacuidad», dice también el libro. «Estando sosegado, verás con claridad; viendo claramente, alcanzarás la Vacuidad; en la Vacuidad no actuarás».

En el taoísmo la norma moral suprema es no actuar.

El sabio vive en el mundo

en un sobrio no-actuar.

La tentación de actuar, de hacer, de poseer y de ambicionar son trampas que nos tiende nuestra propia naturaleza:

El que actúa fracasa.

El que se aferra a algo lo pierde.

Por eso el sabio no actúa

y de este modo no fracasa.

A nada se aferra

y de ese modo nada pierde.

El sabio no osa actuar.

El hombre debe permanecer, por tanto, en la quietud del vacío. Eso exige una lucha constante contra los deseos, hasta lograr anularlos.

Alcanzar la Vacuidad es el principio supremo,

conservar la quietud es la norma capital.

No hay peor mal

que dejarse arrastrar por los deseos.

Estas ideas del Tao inspiraron, un siglo después, el budismo (el Buda Gautama, o simplemente Buda, difunde su doctrina en el siglo V a.C.). El budismo proclama la necesidad de meditación (samādhi), puesto que la meditación es necesaria para alcanzar el nirvana. El nirvana es el estado de liberación de los deseos y los sufrimientos, y a la vez de eliminación de la conciencia individual o conciencia refleja. El verbo nirvâ significa apagarse o consumirse, y nirvana es el participio: apagado.

La meditación o samādhi consiste en la concentración del espíritu. Hay tres niveles de concentración: la concentración primaria (parikamma samādhi), que supone concentrar la atención en un objeto o motivo concreto (nimitta), como por ejemplo, la respiración; la concentración próxima (upacāra samādhi), que supone concentrar la atención en un signo de ese objeto o motivo concreto (patibhaganimitta), como por ejemplo, en el caso de la respiración, concentrarse en el alimento que el aire supone para la vida del cuerpo, o el calor que el aire adquiere al quedar encerrado en los pulmones; y la concentración absorta (appana samādhi), que supone la concentración absoluta, en que se medita sobre objetos sin forma, los arupajhanas, que son cuatro: la infinitud del espacio, la infinitud de la consciencia, la nada y la ausencia de percepción.

La moderna terapia psicológica del mindfulness («atención plena») utiliza con frecuencia el término absorción, tomado de la expresión appana samādhi, el tercer y último nivel de concentración de la meditación budista.

La escuela budista del zen arraiga en Occidente a mediados del siglo XX, adquiriendo entonces una relevancia muy superior a la que tenía en Oriente. El budismo zen se ha convertido, desde entonces, en la única práctica budista occidental. Este fenómeno de que un movimiento espiritual o filosófico adquiera en un determinado espacio geográfico una relevancia superior a la de su lugar de origen no es un fenómeno insólito (otro caso, muy distante en el tiempo, es el de la filosofía krausista, a la que se adhirieron y que reelaboraron grandes pensadores españoles de los dos pasados siglos y que pasó prácticamente inadvertida en Alemania). La escuela budista del zen pone especial acento en el aspecto físico de la meditación, centrado en la postura zazen (za, sentado, zen, meditación) y minuciosamente reglamentado en cuanto al tiempo y el ritual de la meditación.

El injerto del budismo zen en el cristianismo dio lugar en el siglo IV al hesicasmo (de hesychia, paz interior) de los monjes griegos. La práctica cristiana de la meditación tomó diversos rasgos del zen: las posturas corporales, el dominio de la respiración, el cultivo del silencio, la recitación continua del mantra, el vaciamiento interior. Pero la meta del hesicasmo va más allá: es la théosis, o participación del hombre en las fuerzas sobrenaturales (enérgeiai) de la divinidad.

El hesicasmo presenta una gran novedad: ya no se trata solo de la unión del alma y Dios. También el cuerpo se integra en esa unión. El cuerpo se dignifica, al hacerle participar en la meditación. Car capax Salutis, escribió san Ireneo: «La carne es capaz de salvación». También el cuerpo se salva. Esto es puro evangelio: Cristo, al hacerse hombre, ha divinizado el cuerpo. Y a la katábasis, de sentido descendente (Dios baja a hacerse hombre total, alma y cuerpo), debe responderse con la anábasis, de sentido ascendente (el hombre íntegro, alma y cuerpo, sube a hacerse Dios). Esa es la gran tarea del hesicasmo, la gran novedad que propone: elevar al hombre entero —alma y cuerpo, no solo alma— a Dios.

En el siglo XX, el hesicasmo recibió un impulso decisivo por obra del jesuita alemán Hugo Lassalle (o Hugo Makibi Enomiya-Lassalle, como maestro zen), que fue misionero en Japón y volvió a Europa después de resultar herido por la bomba nuclear de Hiroshima. Fue el creador de los retiros zen, muy influenciados por los Ejercicios de san Ignacio. Lasalle expone la práctica de esos retiros en sus libros Zazen y los Ejercicios de san Ignacio. Práctica de la existencia verdadera (Zazen und die Exerzitien des heiligen Ignatius. Einübung in das wahre Dasein, 1975) y Zen, camino hacia la iluminación. Ayuda a la comprensión. Introducción a la meditación (Zen, Weg zur Erleuchtung. Hilfe zum Verständnis. Einführung in die Meditation, 1976).

El hesicasmo tiene hoy, en España, dos manifestaciones principales. Por un lado están Los Amigos del Desierto, «red de meditadores» creada por el sacerdote y escritor Pablo d’Ors, cuyo camino mistagógico (o proceso que conduce al misterio) tiene cuatro fases: conversión, purificación, iluminación y unificación. Se consideran herederos de los Padres y Madres del desierto, buscan la experiencia del silencio y la quietud, y se recluyen periódicamente en espacios y tiempos de distanciamiento y entrega. Su mantra es el arameo Maranatha, y su oración predilecta la Plegaria de Abandono de quien fue sacerdote en el desierto argelino Charles de Foucauld.

Por otro lado, está la Fundación Zendo Betania, dirigida por la teóloga Ana María Schlüter, discípula de Enomiya-Lassalle, S.J. Sus miembros buscan alcanzar, con la práctica del zen, el satori y el karuna, el despertar y la compasión. El despertar entronca con la enseñanza del Buda Shakyamuni, que enseñó el camino para que el hombre adquiriera consciencia de que es un ser iluminado y dotado de virtud.

Fuera de España, el hesicasmo contemporáneo tiene un destacado representante en Willigis Jäger, monje benedictino y maestro zen, que vive en el Benediktushof-Zentrum für Meditation und Achtsamkeit (Residencia Benedictina-Centro para la meditación y la concentración), situado en el pueblo Holzkirchen bei Würzburg. Se trata de un monasterio medieval que con la Reforma protestante se cerró. El viejo recinto se fue desmoronando, y las ruinas las compró una empresaria alemana, Gertraud Gruber, para reconstruir el viejo monasterio benedictino y ponerlo en manos de Willigis Jäger, con el fin de que impartiera allí sus enseñanzas. En 2015 Jäger cumplió noventa años, y la enseñanza la ejercen ahora, mayoritariamente, discípulos suyos. En su fusión de cristianismo y budismo zen, Jäger ha llegado a lo que él llama una espiritualidad transconfesional (konfessionsübergreifende Spiritualität) o sabiduría occidental-oriental (West-Östlichen Weisheit).

Jäger considera que las diversas teologías dividen y enfrentan a los hombres, mientras que la mística los aúna. Y a la mística se llega por la contemplación, que es lo que enseña Jäger. La contemplación es, ante todo, quietud, pero no una quietud catafática (de katá, fuera, y phanai, hablar), que se basa en palabras, imágenes, símbolos, ideas, conceptos, sino una quietud apofática (de apo, conforme, según, y phanai, hablar), alcanzada por el camino del silencio y el vacío. Quietud apofática es, para Jäger, la de san Juan de la Cruz, la del Maestro Eckhart, la del budismo zen, la del sufismo y la del yoga.

Según Jäger, todas las religiones tienen sus sagradas escrituras, sus dogmas, sus oraciones, sus ritos, sus liturgias, y todo ello, para el hombre religioso, es un mundo exotérico, es decir, que le viene de fuera. El hombre tiene que buscar lo contrario, lo que viene de dentro, lo esotérico: Dios solo se manifestará dentro de él, si él sosiega toda actividad mental, todas las potencias psíquicas, guarda silencio y contempla, es decir, alcanza la quietud. Solo en ese silencio y en esa quietud irrumpirá Dios.

La más profunda de las antiguas filosofías indias es la escuela del Vedanta Advaita, aunque la más popularizada en Occidente es la escuela del Sāṃkhya Yoga (porque el yoga, occidentalizado, se ha convertido en una práctica de la elasticidad y la relajación corporal y, a la vez, en una meditación unitiva del individuo con el cosmos. Yoga significa yugo y, en sentido figurado, unión).

El Vedanta Advaita persigue la eliminación del yo a través de la concienciación de que el yo no existe. La individualidad es un concepto equivocado. El Vedanta Advaita es esencialmente monista o no dualista: rechaza todas esas dualidades que se manifiestan ordinariamente en contraposiciones —yo y Dios, Creación y Creador, cuerpo y mente, presente y futuro...—, solo existe la Nada (pratibhasika). La meditación consiste precisamente en eliminar todo lo que nos individualiza: las percepciones sensoriales, los pensamientos, los deseos, las inquietudes, las pasiones. Pero la meditación no debe llevar a la conclusión yo soy nada, porque ese es también un razonamiento dualista, al contraponer yo y nada. La meta de la meditación es fundirse mentalmente en la Nada, que es incomprensible, impensable e indescriptible. La metáfora preferida por el Vedanta Advaita es el sueño profundo. En el sueño profundo no hay consciencia individual, sino solo existencia. El despertar del sueño profundo, como el acceder a la Nada, conduce a un estado de felicidad.

El hermetismo y la cábala persiguen también el anonadamiento: la transformación del yo en nada. Pero en estas doctrinas o escuelas de pensamiento, y a diferencia del budismo y el Vedanta Advaita, el anonadamiento no es un fin en sí mismo, sino un medio: un medio para dejar espacio a Dios. Las prácticas meditativas del hermetismo y la cábala conducen a metas distintas: en el caso del hermetismo, la meta es el silencio mental y oral (sigê), y en el caso de la cábala es el vacío de pensamiento (chakhmah).

En todo el cristianismo —desde el primitivo de los Padres del Desierto hasta el de los individuos de hoy, integrados en la sociedad que les rodea— está presente la necesidad de vaciamiento (exterior, pero sobre todo interior), porque se trata de una exigencia evangélica: «Si alguien quiere ser mi discípulo, tiene que negarse a sí mismo» (Mateo 16,24). Pero el vaciamiento cristiano tiene un elemento positivo del que carecen los vaciamientos que propugnaban las corrientes anteriores a Cristo y las que discurren al margen de él, y es el amor a un Dios encarnado, un Dios hecho hombre. Es cierto que todo el monoteísmo abrahámico y, por tanto, el judaísmo, el islam y el cristianismo, concibe un Dios personal, pero el «seguir a Cristo» implica un elemento horizontal —Cristo fue tan persona como cualquiera de sus seguidores— que determina un tipo de afecto más cálido. Quien dice «sígueme» (Mateo 9,9) es una persona.

El término que empieza a utilizarse por los autores cristianos es el de desasimiento. El desasimiento supone renuncia a las cosas y renuncia a sí mismo. En definitiva: prescindir de los pensamientos (sobre las cosas, sobre sí mismo) y dejar un vacío que sea un puro receptáculo para lo que pueda venir de Dios. Pero el desasimiento exige una técnica, porque «no pensar en nada» —expresión muy habitual en la tradición ascética— no es tarea fácil.

San Juan de Ávila da el consejo táctico de «pensar qué érades antes que Dios os criase, y hallaréis ser un abismo de nada y privación de todos los bienes. Estaos un buen rato sintiendo este no ser, hasta que veáis y palpéis vuestra nada». Otros autores aconsejan repetir incesantemente una frase, o una breve oración —la que se sugiere con más frecuencia es «Señor, ten piedad de mí»—, de manera que pensando sin interrupción en ella no se deje resquicio para otros pensamientos. Los hesicastas primitivos, pendientes siempre de las posturas de la contemplación, recomendaban la onfaloscopia como método para ahuyentar los pensamientos: concentrar la mirada en el ombligo.

Pero el gran exaltador cristiano del vacío y de la nada es el maestro Eckhart, místico alemán del siglo XIII. La reiterada utilización de las expresiones vacío (leer), vaciedad (Leersein), nada (Nichts), la pura nada (das reine Nichts) y la nadedad (die Nichtigkeit) ha llevado a hablar, equivocadamente, de su nihilismo o, lo que es ya un oxímoron, de un nihilismo religioso.

Eckhart define al pobre de espíritu —modelo de cristiano— como «aquel que nada quiere, nada sabe y nada tiene» (nichts will und nichts weiß und nichts hat), y considera que ese radical anonadamiento, esa «pura nada» —«todas las criaturas son pura nada. No digo que sean insignificantes o que sean algo: son pura nada»—, excluye también la presencia divina: «Ruego a Dios que me vacíe de Dios» (Bitte ich Gott, daß er mich Gottes quitt mache). Porque si el alma contuviera a Dios, ya no sería nada. Y para Eckhart hay que pasar por la nada para llegar al todo y fundirse en Uno.

Es indudable que Eckhart había leído el libro de la beguina Margarita Porete El espejo de las almas simples y anonadadas (Le miroir des âmes simples et anéanties, 1295), que fue traducido inmediatamente al latín, al inglés y al italiano. Aunque sostuvieron ideas muy semejantes, Margarita Porete fue quemada viva por la Inquisición (junto a su propio libro), no tanto por herejía, como por la osadía de que una mujer, pese a sus naturales limitaciones intelectuales, se atreviera a escribir sobre cuestiones teológicas, mientras que Eckhart no pasó de ser condenado por herejía. No hay que olvidar que el inquisidor Guillaume Humbert era dominico, como el propio Eckhart.

Cuatro siglos más tarde surgiría en España otro movimiento espiritual cuya meta era también el vacío, que ahora se designa con un nombre distinto: la quietud. La quietud es dejar la mente inactiva. Es la total pasividad. En su Guía espiritual (1675) aconseja Miguel de Molinos «abandonar la meditación por la quietud de la contemplación». «El santo ocio de la contemplación», la llama en algún momento. Porque la quietud a que se ha de aspirar consiste en eso: inactividad total. «Lo que tú has de hacer será no hacer nada», escribe Molinos.

La quietud desemboca en «la verdadera y perfecta aniquilación». La aniquilación es «pasar al estado de la nada». La Guía recomienda: «Aniquila hasta la última sustancia tu juicio y tu voluntad». «El perfecto y dichoso estado de la aniquilación» se da «cuando ya el alma está muerta a su querer y entender».

El proceso inquisitorial contra Molinos fue largo y complejo. La quietud de Molinos era difícil de deslindar del desasimiento preconizado por santa Teresa, a quien Molinos cita continuamente. De todos modos, acabó quedando clara una diferencia: el desasimiento teresiano era un medio, pero la quietud moliniana era un fin en sí mismo, que hacía innecesarias e inútiles las obras y los sacramentos. La quietud moliniana estaba muy cerca de la sola fides del luteranismo. Molinos confesó además, bajo tortura, todos los errores y vicios que quisieron imputarle, y fue condenado a vestir hábito penitencial mientras durara su reclusión perpetua, es decir, el resto de su vida.

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