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APOLINAR DE LAODICEA Y EL MINOTAURO
ОглавлениеApolinar de Laodicea es un personaje que se escabulle de toda investigación. No solo porque hay otras personas de su misma época con el mismo nombre, sino porque adoptó diversos nombres al escribir sus libros, y algunos de esos nombres eran precisamente los de sus adversarios.
Atanasio le llama obispo, y probablemente le confunde con otro, porque de Apolinar de Laodicea solo se sabe con seguridad que fue, como su padre, maestro de retórica. Cuando el concilio ecuménico de Constantinopla del año 381 condenó a Apolinar por hereje, no supo exactamente a quién condenaba, y más bien condenó el apolinarismo, porque aquel maestro evanescente tuvo muy pronto numerosos seguidores.
Atanasio, obispo de Alejandría, escribió duramente contra la herejía apolinarista, pero Apolinar de Laodicea publicó su propia doctrina con el nombre de Atanasio, lo que le hizo a Atanasio sospechoso de la herejía apolinarista. Apolinar firmó también con el nombre de Gregorio Taumaturgo una Confesión de fe, y este obispo de Neocesarea —que es la actual ciudad turca de Niksar— se vio igualmente involucrado en la herejía apolinarista, cuando él era abiertamente antiapolinarista. Diversas epístolas atribuidas a Félix de Alejandría son probablemente de Apolinar de Laodicea. Muerto Apolinar, sus discípulos, fieles también a las imposturas del maestro, atribuyeron al papa Julio I la obra póstuma de aquel De unione corporis et divinitatis in Christo.
En una época en que coincidían las tres grandes herejías cristológicas —el arrianismo, el adopcionismo y el apolinarismo— y los concilios de condena eran tan numerosos como tanta era la vitalidad de las herejías, la confusión que crearon Apolinar de Laodicea y sus discípulos atribuyendo sus obras a personajes que estaban también involucrados en el debate cristológico de los primeros siglos, hace que la historiografía eclesiástica de esa época resulte muy confusa.
Con un nombre o con otro, Apolinar afirmó que resultaba imposible que Cristo reuniera la doble naturaleza divina y humana, porque eso sería como admitir la posibilidad de un caballo que fuese a la vez un ciervo, o una cabra que fuese a la vez un gamo, o incluso que se reconociese la realidad del mítico Minotauro, que tenía cuerpo de hombre y cabeza de toro y estaba preso en la intrincada confusión del laberinto de Creta.
Si Cristo era plenamente hombre —dice Apolinar—, ¿cómo pudo no pecar nunca? Si era plenamente hombre, ¿cómo no cambió nunca de opinión?; ¿cómo es posible un hombre con una mente inmutable? Cristo adoptó la apariencia de hombre, pero solo la apariencia, en ningún caso su espíritu y su mente. Cristo era Dios con cuerpo de hombre. Todo el sufrimiento del Calvario lo sufrió, no como hombre, con dolores humanos, sino como Dios, con un sufrimiento distinto, con un sufrimiento teológico. Apolinar aducía como argumento el versículo 1 del capítulo 14 del Evangelio de san Juan, donde dice que «el Verbo se hizo carne», que no hay por qué interpretar en un sentido que vaya más allá del claro y literal: si solo se hizo carne, solo carne, es porque no se hizo también espíritu, espíritu humano. Es, pues, solo la carne, el cuerpo, lo que Cristo tenía de hombre.
A Apolinar, a Pablo de Samosata y a Arrio se les ha llamado, no ya herejes, sino archiherejes, porque se atrevieron a rechazar el núcleo mismo de la fe: la doble naturaleza de Cristo. Para Apolinar, Cristo era solo Dios; para Pablo de Samosata, Cristo era solo hombre, y para Arrio, Cristo no era ni lo uno ni lo otro: no era Dios porque fue creado por el Padre —y por tanto no era eterno—, y no era hombre porque era un Dios inferior, subordinado al Padre aunque con atributos divinos.
La condena del concilio de Constantinopla no hizo que Apolinar se retractase de sus ideas. No es que se aferrara a ellas con soberbia, es que, queriendo defender la doble naturaleza de Cristo, no veía más posibilidad que negar su completa naturaleza humana, porque Apolinar no podía concebir que existiera un hombre sin el más mínimo pecado y, sobre todo, sin la más mínima contradicción.
La ciudad de Laodicea es hoy un yacimiento arqueológico del que van surgiendo, día tras día, nuevas columnas de extraordinaria altura, grandes losas de piedra que cubrieron las calles, gradas perfectamente alineadas de los anfiteatros y un ágora con bancos, fachadas de casas y aras dispersas en todo su entorno. Y por todas partes, grandes sillares labrados de piedra blanquísima asoman, semienterrados, a una luz que es siempre intensa y brillante. Al lado está la ciudad de Denizki, con medio millón de habitantes, edificios modernos y grandes bulevares. Laodicea se llama hoy, en turco, Laodikya. Nadie la visita, salvo los arqueólogos. Está sobre una llanura siempre verde, siempre silenciosa, que tiene al fondo la cadena montañosa de Gölgeri, en la que se eleva el monte Honaz, de nieves perpetuas.
Cuando Apolinar nació en Laodicea, lo que ahora son ruinas era una ciudad bulliciosa habitada por mercaderes griegos. Eran mercaderes cultos, interesados por el arte, como revelan las esculturas y los relieves que no dejan de aparecer bajo la tierra que se ha ido acumulando sobre ellos a lo largo de los siglos. En el año 494 la ciudad se derrumbó por un terremoto, y sus habitantes la levantaron de nuevo. Pero, cuando los turcos la arrasaron en el siglo XII, no volvió ya a resurgir.
La lengua de Apolinar de Laodicea era el griego. Apolinar no se dedicó al comercio, como la mayoría de los hombres de la ciudad, porque su vocación era la literatura. Conocía a fondo a los autores griegos, y sus modelos eran Menandro, Eurípides y Píndaro. Escribió comedias, tragedias y poemas al estilo de estos grandes escritores. Por los elogios de sus contemporáneos podemos imaginar que eran obras extraordinarias, y quizá algún día se encuentren en una de las capas ocultas de un palimpsesto. Solo se ha conservado un largo poema en hexámetros que tituló Paráfrasis de los salmos (Metaphrasis tou Psalteros). Lo publicó Arthur Ludwich en Leipzig en 1912. La de Ludwich es una obra asombrosa, escrita en latín por el filólogo alemán, con introducción y notas a los versos griegos de Apolinar. Un libro no apto para todos los públicos.
La contumacia de Apolinar y sus discípulos en la herejía les costó el destierro. El emperador Teodosio los expulsó de Antioquía en el año 388. Para cumplir el destierro, Apolinar tuvo que desplazarse hacia el norte y pisar un extremo del continente europeo. Murió en Constantinopla, probablemente en el año 390.