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VALENTÍN EL GNÓSTICO EN SU PLÉROMA DE EONES
ОглавлениеEs poco lo que se sabe de este personaje piadoso y sabio que nació en una aldea del delta del Nilo llamada Phrenobis, se educó en Alejandría, donde recibió una cultura helenística, viajó luego a Roma en el año 142, donde se dedicó a propagar su doctrina, y se retiró a Chipre, adonde viajó en el año 160 y donde murió. Esos dos años son las únicas fechas más o menos ciertas de su vida. Se ignoran las de su nacimiento y su muerte.
Las únicas fuentes de las que pueden extraerse datos fiables de su existencia son las obras de sus contemporáneos que se dedicaron a combatirle: Clemente de Alejandría, Teodoto y otros varios. Lo mismo sucede con los escritos de Valentín: solo pueden tenerse por ciertos los párrafos literales que transcriben sus oponentes y que proceden de obras que no se han conservado. Cuando en el año 1945 se descubrió la biblioteca de Nag Hammadi, formada por doce códices del siglo IV, cuatro de ellos titulados evangelios —el Evangelio de Tomás, el Evangelio de Felipe, al Evangelio de María y el Evangelio de Judas—, varios de aquellos textos se atribuyeron a Valentín, pero no hay pruebas contundentes de que sean suyos.
Hay cosas que pueden darse por ciertas y auténticas del pensamiento de Valentín el Gnóstico que le hacen muy actual: la primera es su existencialismo. Valentín parece sentir la Geworfenheit heideggeriana, esa sensación que percibe el hombre moderno de haber sido arrojado desconsideradamente a un mundo hostil. «Lo que nos hace libres no es el bautismo solo —escribió Valentín—, sino también la gnosis: el saber quiénes somos, qué podemos llegar a ser, dónde estábamos, dónde hemos caído, hacia dónde nos dirigimos, de qué hemos sido liberados, qué es el nacimiento, qué es el nuevo nacimiento». Las mismas preguntas que se han hecho los filósofos existencialistas.
También resulta muy actual su clasificación de los hombres en hýlicos, psíquicos y pneumáticos. La clasificación vale para su tiempo y vale para el nuestro. Hombre hýlico es el insensible, el materialista, el indiferente a las cosas un poco elevadas. Hombre psíquico es el atormentado, al que le preocupan la muerte y la vida en función de la muerte, y el sentido del mal, y el dolor de los inocentes, y la lucha inútil por alcanzar la felicidad —ese «imposible necesario» de nuestro filósofo—. Hombre pneumático es el que consigue superar las contradicciones de la existencia y vive una vida serena y en paz.
Pero Valentín, como buen gnóstico, comete dos errores, o quizá tres: uno (que es doble), el armar una cosmogonía majestuosa que tiene que inventarse de principio a fin y el crear una mitología cristiana que nada tiene que ver con el Evangelio; y otro, el utilizar una terminología esotérica para hacerla incomprensible y que quedará reservada para los iniciados, para los elegidos. ¿Era un loco, un visionario, este Valentín el Gnóstico? En absoluto. Era un filósofo bien formado y un hombre profundamente religioso.
Los primeros gnósticos —no sus seguidores, que se limitaron a complicar hasta el infinito las ideas que habían aprendido— fueron filósofos que se encontraron en los primeros tiempos del cristianismo con este problema: Cristo había traído un extraordinario mensaje, pero era un mensaje que no tenía armazón filosófico. Y entonces, los primeros gnósticos se sintieron en la obligación de construir ese armazón. Valentín puso al servicio de la empresa sus serios conocimientos de la filosofía platónica, la pitagórica y la estoica, y de la espiritualidad egipcio-helenística.
La cosmogonía de Valentín se va desarrollando, antropológicamente, por parejas conceptuales. En un principio solo existieron el Abismo y el Silencio. De la unión del Abismo y el Silencio surgieron la Mente y la Verdad. De la unión de la Mente y la Verdad surgieron la Palabra y la Vida. Y así, sucesivamente, hasta que termina habiendo treinta eones que formaron el Pléroma. La palabra eón procede del Timeo platónico. Eón es lo que permanece frente a lo transitorio. Eugenio d’Ors, que recuperó la palabra en su sentido originario, habló de un «eón de lo clásico» y de un «eón de lo barroco», que van apareciendo —y seguirán apareciendo— en toda la historia de la cultura. Gilles Deleuze dará un sentido distinto al eón: para él se trata de la línea continua del tiempo, fraccionada en instantes.
El Pléroma es la bóveda estrellada de eones. Es un ámbito luminoso en el que brillan los treinta astros. Pero hubo un momento en el que el eón Sabiduría quiso conocer al eón Abismo (¿no se daría cuenta Valentín de que era eso mismo —querer explicar la fe desde la razón— lo que le estaba pasando a él?), y entonces el Abismo expulsó a la Sabiduría al Kéroma. Y la Sabiduría pasó del cielo brillante, luminoso y estrellado a un espacio vacío, oscuro y despoblado. Pléroma y Kéroma formaron así el universo, la suma de la Región de la Verdad y la Región de la Sombra —algo que probablemente ni Platón ni Valentín el Gnóstico concibieron como tal unidad—.
La compleja mitología cristiana creada por Valentín se fue complicando aún más por sus discípulos: más de trescientos eones llegaron a identificarse sin que, evidentemente, el conocimiento de Dios hubiera avanzado, por esa vía, ni un solo milímetro. ¿No se dieron cuenta los gnósticos de que por ese camino de las construcciones filosóficas no podía desentrañarse al Inefable, al Incognoscible? Los contemporáneos de Valentín el Gnóstico, aunque menos filósofos que su adversario, le advirtieron ya que la vía del conocimiento de Dios no eran las horas de estudio, sino las horas de ascetismo y oración.
Por otra parte, Valentín y sus discípulos entendieron mal el pasaje del Evangelio de san Marcos (13, 11) «a vosotros os han sido dados a conocer los misterios del reino de los cielos». Ese «vosotros» no era una minoría privilegiada. En la humanidad no había unos pocos elegidos a quienes estuviera destinada la enseñanza evangélica.
Sin embargo, la idea de la gnosis, es decir, la idea de que existe un texto oculto que desvela todos los misterios y que solo unos privilegiados llegarían a conocerlo, ha sido una constante en la historia del cristianismo. La escuela de Valentín el Gnóstico, los valentinianos, perduró varios siglos; probablemente hasta finales del siglo VII. Los bogomilos —los «amados de Dios», en su etimología eslava—, en el siglo XI, se instruían en secreto, boca a boca, de iniciado a iniciado, sin escuelas ni iglesias. Los cátaros —los «puros», en su etimología griega—, en los siglos XII a XIV, profesaron un dualismo extremo, con odio de la materia y del cuerpo, que desarrollaron minuciosamente. Los teósofos del siglo XIX pretendieron haber descubierto la verdadera sabiduría; la fundadora de la teosofía, Helena Petrovna Blavatsky, desvela en su obra La Doctrina Secreta (The Secret Doctrine, 1888, dos volúmenes) todos los detalles de «la verdadera religión de la humanidad».
Cuando el orientalista alemán Karl Gottfried Woide descubrió en el Museo Británico un manuscrito copto al que llamó Pistis Sophia —«la fe de la sabiduría», que es la expresión que más se repite en él—, se produjo un resurgimiento del gnosticismo. Al fin se había encontrado el libro que lo explicaba todo. Woide atribuyó la autoría a Valentín el Gnóstico, por pura (y fallida) intuición. Investigadores posteriores lo han enmarcado en el gnosticismo ofita —el de los adoradores de la serpiente del Génesis, que ofreció a Adán y Eva el conocimiento de la verdadera sabiduría—.
La posibilidad de hallar un viejo manuscrito en el que se desvelen los misterios que rodean la existencia humana es algo que, probablemente, no dejará de entusiasmar a los apasionados —que siempre los ha habido y los habrá— por el esoterismo y el ocultismo. Las fraternidades rosacruces hunden sus raíces en la Alta Edad Media, y se ramifican en nuestro tiempo en multitud de sociedades que se dedican, sigilosamente, al cultivo de las ciencias esotéricas.