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JOVINIANO, MONJE CASAMENTERO
ОглавлениеLas palabras de Cristo «si quieres ser perfecto, vende cuanto tienes, dalo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo, y ven y sígueme» (Mt 19, 21) se entendieron por los primeros cristianos como la huida del mundo adonde no había nada ni nadie: al desierto. Anacoretas —hombres y mujeres— se dispersaron, a miles, por los yermos de Egipto, Siria y Palestina.
Los anacoretas (del griego anachóresis, separación) llevaron vidas muy distintas: los ermitaños se construían cabañas en el desierto, ocupaban grutas naturales, o incluso se alojaban en tumbas de viejas necrópolis abandonadas; los giróvagos deambulaban por el campo y entraban de cuando en cuando en las aldeas; los reclusos se encerraban entre cuatro paredes sin ventanas, y solo el techo abierto; los dendritas se subían a vivir a los árboles; los adamitas vivían desnudos y sin buscar refugio alguno; los sideróforos iban siempre cargados con cadenas; los acémetas procuraban mantenerse en vigilia permanente; y los estilitas —los más extravagantes dentro de tanta extravagancia— se encaramaban a lo alto de columnas. Casi todos eran analfabetos y, por tanto, faltos de la más elemental cultura, y de un fanatismo que les llevó a sacralizar el ayuno —toda comida la consideraban pecaminosa— y a condenar el matrimonio y la propiedad.
A san Antonio Abad y a otros monjes de su tiempo les daba vergüenza comer. San Pacomio y sus cenobitas comían una vez al día, y solo pan, sal y agua; algunos, para más sacrificio, se privaban del pan. En los Apophthegmata de Daniel se dice: «Cuanto más engorda el cuerpo, más enflaquece el alma. Cuanto más enflaquece el cuerpo, más engorda el alma». «El peso vence al alma», escribió Filoxeno. Y eso hizo pensar a muchos monjes que el cuerpo máximamente enflaquecido, espiritualizado, les serviría para ascender en cuerpo y alma al cielo en el momento de la muerte, y que el cuerpo terreno les valdría como cuerpo glorioso.
Eustacio de Sebaste conmina a las personas casadas a escapar del matrimonio y adoptar el único estado que puede conducir a la salvación: el celibato. Las predicaciones de los seguidores de Eustacio a favor de la continencia crearon graves problemas en la convivencia matrimonial.
En este ambiente, que él conocía muy bien, difunde sus ideas el monje Joviniano: a su juicio, tiene el mismo valor el celibato que el matrimonio; no se puede jerarquizar a los cristianos por su estado. Por otra parte, el ayuno no tiene más valor moral que el uso moderado de los alimentos, dando gracias a Dios por ellos. Y la recompensa en el cielo es idéntica para todos: no tienen más recompensa los célibes que los casados, ni los ayunadores que los comedores frugales.
¿Qué pasó cuando monjes y monjas oyeron a Joviniano? Que salieron en masa de los monasterios y los conventos y se casaron, porque estaban allí solo propter retributionem, sin vocación alguna. Si tenía el mismo valor el ayuno que la comida moderada, el celibato que el matrimonio, y si tanto célibes como casados, si atendían su vocación, podían ir al cielo, no tenía sentido someterse a aquellos sacrificios extremos como única vía para salvarse.
Joviniano había nacido en Korduene, una región situada al oriente de la península de Anatolia, que perteneció, sucesivamente, al Imperio romano, al Imperio persa y al Imperio bizantino. Hoy forma parte del Kurdistán turco. Joviniano ingresó en un convento de Milán, atraído por la personalidad de san Ambrosio. Después de unos años, cuando tenía ya claras sus ideas contrarias al monacato de la época, las escribió y fue a difundirlas a Roma. Haría su viaje hacia el año 380. Las ideas de Joviniano sonaron en el ambiente de Roma a grave herejía, y el senador Pamaquio, amigo y condiscípulo de san Jerónimo, envió una copia del escrito de Joviniano a su amigo el anacoreta y traductor ilustre, animándole a combatirlo.
San Jerónimo, que no necesitaba que se le insistiera para entrar en polémica, escribió en poco tiempo —en algún lugar él mismo afirma que en una sola noche— un largo alegato contra Joviniano. Joviniano fue toda su vida monje, y no consta ningún reproche a su conducta. Fue siempre fiel a sus ideas. Sin embargo, san Jerónimo le llama «Epicuro de la Cristiandad», «sirviente de la corrupción», y dice de él que «prefiere la tierra al cielo, el vicio a la virtud y su barriga a Cristo», que «siempre va elegantemente vestido como un novio», y que «está en sus jardines en medio de jovencitos y mujerzuelas» —apreciaciones todas que san Jerónimo hacía con absoluta ligereza, porque mientras él estaba en Belén, Joviniano estaba en Roma, y no llegaron a conocerse—. Y refiriéndose a los seguidores de Joviniano, dice que son «una manada en la que todos van acicalados, peinados y con las bocas pintadas, mientras que los de nuestro rebaño van pálidos, vestidos de negro y como extraños en este mundo».
El alegato de Jerónimo contra Joviniano resultó un ataque tan duro al matrimonio y a la mujer, que cuando llegó a Roma, produjo el terror de su amigo el senador Pamaquio, que trató de recoger todas las copias que se habían distribuido.
Parte san Jerónimo de un texto de san Pablo (1 Cor 7, 1) en el que se dice que «es bueno para el hombre abstenerse de la mujer. Sin embargo, por el peligro de incontinencia, que cada hombre tenga su propia esposa, y cada mujer, su propio marido». «Vayamos al inicio de este pasaje —escribe el santo polemista—: ‘Es bueno para el hombre no tocar mujer’. Si es bueno no tocar a una mujer, es evidente que tocarla resulta malo. Sin embargo, la licencia tiene como finalidad no cometer una maldad mayor». Y añade: «El que tenga esposa sería mejor que no la tocara; debería tratarla como hermana, no como cónyuge, salvo que la fornicación hiciere excusable tocarla».
Y refiriéndose a la posibilidad de que la viuda contraiga nuevo matrimonio, escribe: «Efectivamente, más vale conocer a un solo marido, aunque sea el segundo, que a una muchedumbre de ellos; es decir, es más tolerable prostituirse a un solo hombre que a muchos».
Viene luego, en el mismo alegato de san Jerónimo, el famoso pasaje de Teofrasto: «En un libro que vale su peso en oro —Sobre el matrimonio—, atribuido a Teofrasto, se formula la pregunta de si un hombre sabio tomaría esposa». […] «Mantener a una esposa pobre es difícil; soportar a una rica, un tormento. Si es iracunda, necia, deforme, soberbia, maloliente o posee cualquier otro defecto, es cosa que conocemos después de casarnos. Un caballo, un asno, un buey, un perro, los esclavos más baratos, así como los vestidos, los calderos, un asiento de madera, una copa, un cántaro de barro se prueban primero y luego se compran: una esposa es lo único que no se enseña, no vaya a ser que no guste antes de desposarla» […] «Si le confías el gobierno entero de la casa, te convertirás en su esclavo. Si reservaras para tu control alguna parcela, pensará que no tienes confianza en ella; ello devendrá motivo de malquerencia y de disputas». «Una mujer hermosa enseguida tiene amantes; la fea fácilmente se entrega al desenfreno. Difícil es de custodiar aquello que muchos apetecen. Pesado resulta conservar aquello que nadie considera digno de poseer. Sin embargo, la salvaguardia de una mujer deforme entraña menos dificultad que la tarea de vigilar a una vistosa. Teofrasto hace estas reflexiones y otras similares […]».
Sintetizando su propio pensamiento, san Jerónimo hace esta jerarquización: «Si las vírgenes son las primeras ante Dios, las viudas y los continentes en el matrimonio vendrán después de las primeras, es decir, en el segundo y tercer grado». Los no continentes en el matrimonio ni siquiera aparecen.
El senador Pamaquio, que no estaba seguro de haber podido eliminar todas las copias del alegato que habían circulado por Roma, le pidió a su amigo Jerónimo que suavizara el texto para remediar el agravio que había causado a los hombres casados y a las mujeres. Pero Jerónimo fue incapaz. En la segunda carta a Pamaquio (la número 49 en la clasificación de Vallarsi) dice rotundamente: «No hay nada intermedio: o se acepta mi sentencia, o la de Joviniano». Y añade: «Por mi parte, si recuerdo bien la cuestión, el litigio contra Joviniano y nosotros está en que él equipara el matrimonio a la virginidad, y nosotros lo juzgamos inferior; él dice que la diferencia es poca o ninguna; y nosotros decimos que es grande». Y moderando algo el tono con que había escrito su Adversus Jovinianum, dice en la carta: «Entre el matrimonio y la virginidad se da la misma diferencia que entre no pecar y hacer el bien, o por decirlo más suavemente, entre lo bueno y lo mejor». «Alabo el matrimonio, pero porque engendra vírgenes».
Joviniano fue excomulgado por el papa Siricio en el año 393, junto a ocho de sus seguidores. El emperador Honorio reforzó la condena eclesiástica ordenando la deportación de Joviniano a una isla del Adriático. Se pierde entonces el rastro del hereje, pero no el de su doctrina, que siguió influyendo en el pensamiento de los siglos posteriores. Aunque es innegable que las manifestaciones tan denigratorias sobre el matrimonio que contenía el Adversus Jovinianum tuvieron una difusión y una influencia muy superior.