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PRÓLOGO
ОглавлениеLos herejes, los disidentes del pensamiento común, obligan a poner en duda las ideas generalmente admitidas que sobreviven en muchos casos por inercia. Los disidentes mejoran el pensamiento del que disienten. Quizá por esa razón escribió san Pablo: «Conviene que haya herejes». Y Eugenio d’Ors añadía: «Y conviene precisamente en interés de la fe. La fe es combate, y no hay combate donde no hay enemigo». Se trata de una constatación histórica: la fe se fue perfilando a golpe de herejía. Los duros concilios medievales que condenaron a los herejes fueron como golpes de cincel que iban perfilando la estatua. Además, como advirtió Pascal, las herejías hicieron que los creyentes dejaran de creer por inercia y comprendieran mejor el objeto de su fe. Pero aquella idea —oportet haereses esse— es generalizable: es bueno que haya rebeldes, que haya contradictores, que haya disconformes, que haya discordantes, que haya insatisfechos, que haya discrepantes. Porque hacen mejorar a la sociedad entera.
En una época como la nuestra, en que hay temor de expresar lo que se salga del pensamiento único y en que la conducta se procura mantener en el cauce de lo políticamente correcto, los herejes son un modelo. Un auténtico modelo de comportamiento social. Herejía deriva del griego haíresis, que significa opinión, creencia, criterio. Todas esas cosas las tuvieron los herejes. Y además tuvieron el valor de decir lo que pensaban y de morir por sus ideas. A muchos de ellos les hubiera resultado fácil retractarse en el último momento y librarse de la cárcel o la muerte, pero no lo hicieron, porque lo que pensaban lo pensaban con honradez, y no se traicionaron a sí mismos.
Hoy, los disidentes pagan un alto precio de soledad y de vacío. Romper con el orden establecido lleva a sentirse desgarrado de la sociedad, e incluso a sentir el desgarro de sí mismo.
Ya no se habla de herejías ni de herejes. En nuestro tiempo la idea de herejía se ha desvanecido, afortunadamente. Sigue estando la definición en el Codex, pero la palabra tiene demasiados ecos lúgubres para que se siga usando en su sentido propio. Además, muchos herejes históricos estarían hoy dentro de la más absoluta ortodoxia, y se corre el riesgo de volver a cometer el mismo error. Pero la palabra sigue viva en un sentido más coloquial para referirse a los que se apartan de las reglas escritas o no escritas de los grupos humanos.
En estas páginas se esboza la vida y el pensamiento de veintidós herejes. ¿Por qué veintidós? Quizá porque veintidós fueron las vidas imaginadas por Marcel Schwob, con las que este libro está remotamente emparentado. Solo remotamente: aunque parezcan fantásticas e inverosímiles, las vidas de estos veintidós herejes son absolutamente reales. Pero de esa realidad que, como tantas veces, se aproxima a la ficción.
Las vidas y los pensamientos solo se esbozan: son dibujos de trazo grueso, que marcan los rasgos esenciales de cada personaje. Como si solo tuviéramos un rato para conocer a cada hereje, porque nos lo hubieran presentado en una reunión de amigos que terminara pronto.
Casi todos los herejes que aparecen en estas páginas padecen un mismo mal, y un mal que en muchos casos les lleva hasta la muerte. Es ese espíritu geométrico que desfigura la visión del mundo, tanto del visible como del invisible. Ya lo advirtió Fénelon en su célebre carta al marqués de Blainville: «Sobre todo, no se deje usted hechizar por la atracción diabólica de la geometría. Nada apagaría tanto en usted la gracia, el recogimiento y la vida del espíritu». Porque una cosa es la razón y otra, esta sí que nefasta, el racionalismo.
Unamuno, al que el obispo Antonio Pildáin llamó, en una célebre carta pastoral, «hereje máximo y maestro de herejías», escribió unas palabras en su Diario íntimo que sin embargo revelan, como pocas, lo que les falta a los herejes: «Hay que buscar la verdad y no la razón de las cosas, y la verdad se busca con la humildad».
En los complejos y sinuosos procesos de herejía a los que se alude en este libro se hablaba de palabras oídas desde lejos, de gestos interpretados con suspicacia, de conductas que se salían de la regla, y a veces, también, de creencias intrépidas o extravagantes. Pero en esos procesos Dios no estaba. No existía la misericordia ni el perdón. Porque una cosa era precisar la doctrina y otra cosa era encender la pira. Lo primero no exigía lo segundo. Habría bastado con cincelar la estatua sin necesidad de clavar el cincel.